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Endurecí la expresión de mis ojos y miré de arriba abajo a aquel hombre engalanado como si fuera un caballo por el que no estaba seguro de querer apostar.

– Si no se tratara de un asunto urgente, no lo importunaría de esta forma. -Vacilé un instante y añadí un rígido y reacio-: Señor.

El baronet Pettur me miró a la cara. Estaba ligeramente indeciso, pero no tanto como yo esperaba. Como la mayoría de los nobles, era egocéntrico como un giroscopio, y lo único que evitaba que inflara las aletas de la nariz y me mirase con superioridad era la incertidumbre. Clavó los ojos en mí, tratando de decidir si podía correr el riesgo de ofenderme preguntándome mi nombre y de qué nos conocíamos.

Pero yo tenía un as en la manga. Saqué la sonrisa escueta y afilada que había utilizado el portero del Hombre de Gris el día que había ido a visitar a Denna allí, meses atrás. Como dije, era una verdadera obra de arte. Elegante, educada y más prepotente que si hubiera estirado un brazo y le hubiera dado a aquel hombre unas palmaditas en la cabeza, como si fuera un perro.

El baronet Pettur soportó el peso de mi sonrisa durante casi un segundo. Entonces se resquebrajó como un huevo, sus hombros se redondearon un poco y su actitud adquirió un deje servil.

– Cualquier servicio que pueda prestarle al maer es un servicio que me alegro de ofrecer -dijo-. Sígame, por favor. -Se puso delante de mí y me condujo hasta el pie del precipicio.

Lo seguí con una sonrisa en los labios.

Capítulo 54

El mensajero

Me las ingenié para superar mediante embustes y argucias casi todas las defensas del maer. El baronet Pettur me ayudó con su mera presencia. Ir acompañado por un miembro de la nobleza conocido bastó para que me adentrara en el palacio de Alveron. Una vez dentro, el baronet dejó de servirme y me deshice de él.

En cuanto lo perdí de vista, puse cara de impaciencia, pedí indicaciones a un atareado sirviente y llegué hasta las puertas de la sala de audiencias del maer, donde me interceptó un hombre un tanto apocado de mediana edad. Era corpulento, con la cara redonda, y pese a ir bien vestido, a mí me pareció un simple tendero.

De no ser por las horas que había pasado recogiendo información en Bajo Severen, quizá habría cometido un grave error y habría intentado engatusar a aquel hombre creyendo que no era más que un sirviente con un atuendo pulcro.

Pero aquella era precisamente la persona que yo buscaba: el valet del maer, Stapes. Aunque pareciese un tendero, lo envolvía un aura de verdadera autoridad. Tenía un porte tranquilo y seguro, a diferencia del porte dominante y desenvuelto que yo había utilizado para intimidar al baronet.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -me preguntó Stapes. Hablaba en un tono muy educado, pero había otras preguntas ocultas bajo la superficie de sus palabras. «¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?»

Saqué la carta del conde Threpe y se la ofrecí con una pequeña inclinación de cabeza.

– Me prestaría usted un gran servicio si hiciera llegar esto al maer -dije-. El me espera.

Stapes me miró con frialdad, dejando muy claro que si el maer estuviera esperándome, él lo habría sabido diez días atrás. Me miró de arriba abajo mientras se frotaba la barbilla, y me fijé en que llevaba un anillo de hierro mate con letras de oro grabadas.

Pese a sus evidentes recelos, Stapes cogió la carta y desapareció por una gran puerta doble. Me quedé en el pasillo, nervioso; el valet regresó un minuto más tarde y me hizo pasar. Su actitud seguía siendo de leve desaprobación.

Recorrimos un pasillo corto y llegamos ante otra puerta doble flanqueada por guardias con armadura. No eran guardias ceremoniales de esos que a veces se ven en público, en posición de firmes, rígidos, sujetando alabardas. Vestían con los colores del maer, pero bajo la ropa azul zafiro y marfil llevaban unos petos de cuero con anillos de acero, muy funcionales. Iban ambos armados con una larga espada y un largo puñal. Al acercarme, me miraron con gravedad.

El valet del maer me apuntó con la barbilla, y uno de los guardias me cacheó con profesionalidad, deslizando las manos por mis brazos y mis piernas y alrededor de mi pecho, buscando armas escondidas. De pronto me alegré enormemente de algunas de las adversidades de mi viaje, y sobre todo de las que habían resultado en la pérdida del par de navajas que me había acostumbrado a llevar bajo la ropa.

El guardia retrocedió y asintió con la cabeza. Entonces Stapes volvió a mirarme con gesto de fastidio y abrió la puerta interior.

Dentro había dos hombres sentados a una mesa sobre la que se desplegaba un mapa. Uno era alto y calvo, con el aire duro y curtido de un soldado veterano. A su lado estaba el maer.

Alveron era mayor de lo que yo esperaba. Tenía un rostro serio, con unos ojos y una boca que revelaban orgullo. Conservaba todo su pelo, si bien en su barba, entrecana y bien recortada, apenas se distinguía ya negro. Sus ojos tampoco dejaban traslucir su edad. Eran de color gris claro, inteligentes y penetrantes. No eran los ojos de un anciano.

Cuando entré en la habitación, el maer dirigió esos ojos hacia mí. Tenía la carta de Threpe en una mano.

Realicé una reverencia número tres estándar. Mi padre la llamaba «el mensajero». Pronunciada y formal, como merecía la elevada condición del maer. Reverente, pero no servil. Que me tengan sin cuidado las convenciones y el decoro no significa que no sepa seguir el juego cuando me interesa.

El maer desvió la mirada hacia la carta, y volvió a levantar la cabeza.

– Kvothe, ¿verdad? Debes de haberte dado mucha prisa para llegar tan pronto. Ni siquiera esperaba recibir una respuesta del conde todavía.

– Me he dado toda la prisa que he podido para ponerme a su disposición, excelencia.

– Desde luego. -Me observó atentamente-. Y has confirmado la opinión del conde sobre tu astucia plantándote ante mi puerta sin otra cosa que una carta sellada en la mano.

– Pensé que lo mejor era que me presentase tan pronto como fuera posible, excelencia -repuse con tono neutral-. En su carta insinuaba que tenía usted cierta prisa.

– Sí, y has hecho un buen trabajo -replicó Alveron; miró al hombre alto que estaba sentado con él a la mesa-. ¿No te parece, Dagon?

– Sí, excelencia. -Dagon me miró con unos ojos oscuros y desapasionados. Tenía un rostro duro, afilado y desprovisto de emoción. Contuve un escalofrío.

Alveron volvió a mirar la carta.

– Threpe hace algunos comentarios muy elogiosos sobre ti en su carta -comentó-. De habla educada. Encantador. El músico con más talento que ha conocido en los últimos diez años…

El maer siguió leyendo; entonces volvió a levantar la cabeza y me observó con perspicacia.

– Pareces muy joven -dijo vacilante-. No tienes mucho más de veinte años, ¿verdad?

Había cumplido dieciséis hacía un mes. Ese era un detalle que había omitido deliberadamente en la carta.

– Sí, soy joven, excelencia -admití esquivando la mentira-. Pero estudio música desde que tenía cuatro años. -Hablaba con seguridad, y me alegré de haber comprado aquel traje. Con mis harapos, habría parecido un golfillo hambriento. En cambio, iba bien vestido y estaba bronceado tras tantos días en el mar, y la delgadez de mi rostro añadía años a mi aspecto.

Alveron me miró largamente, examinándome; entonces asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho.

– Muy bien -dijo-. Por desgracia, ahora mismo estoy muy ocupado. ¿Te parece bien que nos veamos mañana? -En realidad no era una pregunta-. ¿Has encontrado alojamiento en la ciudad?

– Todavía no he empezado a buscarlo, excelencia.