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– Te quedarás aquí -decidió-. ¿Stapes? -Lo dijo con un tono de voz un poco más alto que el que había empleado para hablar conmigo, y el valet apareció casi al instante-. Instala a nuestro nuevo invitado en algún lugar del ala sur, cerca de los jardines. -Se volvió hacia mí-. ¿Llegará pronto tu equipaje?

– Me temo que todo mi equipaje se perdió por el camino, excelencia. En un naufragio.

Alveron arqueó brevemente una ceja.

– Stapes se encargará de proporcionarte ropa adecuada. -Dobló la carta de Threpe e hizo un ademán de despedida-. Buenas noches.

Hice una rápida inclinación de cabeza y seguí a Stapes fuera de la estancia.

Eran las habitaciones más opulentas que yo había visto o pisado jamás, con suelos de piedra pulida y muebles antiguos. La cama tenía un colchón de plumas de dos palmos de grosor, y cuando corrí las cortinas y me tumbé en ella, me pareció que era tan grande como toda mi buhardilla de Anker's.

Mis habitaciones eran tan agradables que tardé casi un día entero en darme cuenta de cuánto las odiaba.

Una vez más, tendréis que compararlo con lo que pasa cuando te compras unos zapatos: no quieres el par más grande, sino el par de tu talla. Si te pones unos zapatos demasiado grandes, te rozan los pies y te salen ampollas.

De forma parecida, mis habitaciones me rozaban. Había un armario ropero inmenso y vacío, cómodas vacías y estanterías sin libros. Mi habitacioncita de Anker's era diminuta, pero en aquellas me sentía como un guisante seco rodando por el interior de un joyero vacío.

Y sin embargo aquellas habitaciones, demasiado grandes para mis inexistentes posesiones, se me quedaban pequeñas. Me veía obligado a permanecer allí, esperando a que me llamara el maer. Como no tenía ni idea de cuándo podría suceder eso, estaba prácticamente atrapado.

En defensa de la hospitalidad del maer, debería mencionar ciertos aspectos positivos. La comida era excelente, aunque llegaba un poco fría de la cocina. También había una maravillosa bañera de cobre. Los criados me traían agua caliente, que desaguaba por una serie de tuberías. Me sorprendió encontrar tantas comodidades tan lejos de la influencia civilizadora de la Universidad.

Me visitó uno de los sastres del maer, un hombrecillo nervioso que me midió de seis docenas de maneras diferentes mientras me contaba chismes de la corte. Al día siguiente, un sirviente me entregó dos elaborados trajes de colores que me favorecían.

En cierto modo, era una suerte que hubiera tenido tantos problemas en el mar. La ropa que me proporcionaron los sastres de Alveron era mucho mejor que nada que yo hubiera podido pagar, ni siquiera con la ayuda de Threpe. Como consecuencia de eso, durante mi estancia en Severen siempre ofrecí un aspecto muy atractivo.

Lo mejor fue que mientras me tomaba medidas, el sastre charlatán mencionó que las capas estaban de moda. Aproveche la ocasión y exageré un poco la calidad de la capa que me había regalado Fela, lamentando su pérdida.

El resultado fue una capa granate. No habría servido para protegerme de la lluvia, pero me gustó bastante. Además de sentarme muy bien, estaba llena de pequeños bolsillos, por supuesto.

Así que estaba lujosamente vestido, alimentado y alojado. Pero pese a tanta esplendidez, hacia el mediodía del día siguiente daba vueltas por mis habitaciones como un gato encerrado en una jaula. Estaba deseando salir, recuperar mi laúd y descubrir para qué necesitaba el maer los servicios de una persona inteligente, de habla educada y, ante todo, discreta.

Capítulo 55

Gentileza

Espié al maer por una brecha en el seto. Estaba sentado en un banco de piedra, a la sombra de un árbol del jardín; se le veía todo un caballero, con la camisa de mangas holgadas y el chaleco en los colores de la casa de Alveron, azul zafiro y marfil. Aunque era ropa elegante, no parecía ostentosa. Lucía una única joya, un anillo de sello de oro. Comparado con otros miembros de su corte, el maer vestía casi con sencillez.

Al principio pensé que Alveron desdeñaba las modas de la corte, pero al cabo de un rato comprendí la verdad. El marfil de su camisa era cremoso e impecable, y el azul zafiro de su chaleco, vibrante; me habría jugado los pulgares a que no se los había puesto más de media docena de veces.

Como exhibición de riqueza, era sutil y admirable. Una cosa era poder permitirse trajes elegantes, pero ¿cuánto dinero hacía falta para mantener un guardarropa que jamás mostrara la menor rozadura? Recordé la expresión que había utilizado el conde Threpe para referirse a Alveron: «más rico que el rey de Vint».

Al propio maer, le vi como en la ocasión anterior. Alto y delgado. Entrecano e inmaculadamente acicalado. Reparé en las arrugas de cansancio de su rostro, en el ligero temblor de sus manos, en su postura. «Parece viejo -me dije-, pero no lo es.»

La campana de la torre empezó a dar la hora. Me aparté del seto y lo rodeé para salir al encuentro del maer.

Alveron me saludó con una cabezada; sus ojos fríos me examinaron atentamente.

– Kvothe, confiaba en que vendrías.

Hice una reverencia no excesivamente formal.

– Me complació mucho recibir su invitación, excelencia.

Alveron no me hizo ninguna indicación para que me sentara, de modo que permanecí de pie. Supuse que debía de estar poniendo a prueba mis modales.

– Espero que no te importe que nos veamos aquí fuera. ¿Has visto ya los jardines?

– Todavía no he tenido ocasión, excelencia. -Había estado atrapado en mis malditas habitaciones hasta que él me había mandado llamar.

– Pues debes dejar que te los enseñe. -Cogió un bastón de madera lustrada que estaba apoyado contra el tronco del árbol-. Siempre he pensado que tomar el aire es bueno para las dolencias del cuerpo, aunque haya quienes discrepen.

Se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse, pero una sombra de dolor pasó por su cara y el maer aspiró entre los dientes. «Enfermo -comprendí-. Viejo no, enfermo.»

Me puse a su lado en un santiamén y le ofrecí mi brazo.

– Permítame, excelencia.

El maer compuso una sonrisa rígida.

– Si fuera más joven, rechazaría tu ofrecimiento -dijo dando un suspiro-. Pero el orgullo es el lujo de los fuertes. -Puso una delgada mano sobre mi brazo y lo utilizó como punto de apoyo para ponerse en pie-. Yo debo optar por ser gentil.

– La gentileza es el lujo de los sabios -dije con soltura-. De modo que se puede afirmar que su sabiduría le aporta gentileza.

Alveron soltó una risita irónica y me dio unas palmaditas en el brazo.

– Supongo que eso hace que sea un poco más fácil soportarlo.

– ¿Quiere que le acerque el bastón, excelencia? -pregunté-. ¿O prefiere que caminemos juntos?

Volvió a soltar aquella risita.

– ¡Caminar juntos! Qué forma tan delicada de decirlo.

Cogió el bastón con la mano derecha mientras con la izquierda se sujetaba a mi brazo con una fuerza que me sorprendió.

– Divina pareja -murmuró-. No soporto que me vean tambaleándome como un viejo chocho. Pero prefiero apoyarme en el brazo de un joven que renquear por ahí yo solo; resulta menos mortificante. Es espantoso comprobar que te falla el cuerpo. Mientras eres joven nunca piensas en eso.

Empezamos a andar y dejamos de hablar para escuchar el sonido del agua que salpicaba en las fuentes y el de los pájaros que cantaban en los setos. De cuando en cuando el maer señalaba alguna estatua y me contaba cuál de sus antepasados la había encargado, fabricado o (eso lo dijo en voz más baja, con tono de disculpa) robado de tierras lejanas en tiempos de guerra.

Paseamos por los jardines durante una hora. El peso de Alveron en mi brazo fue aligerándose poco a poco, y al cabo de un rato ya no me utilizaba para apoyarse sino solo para mantener el equilibrio. Nos cruzamos con algunos nobles que saludaron al maer con reverencias o inclinaciones de cabeza. En cuanto nos alejábamos lo suficiente para que no pudieran oírnos, el maer mencionaba quiénes eran y qué posición detentaban en la corte, y me contaba algún que otro chisme divertido.