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– Todos se preguntan quién eres -dijo después de que una de aquellas parejas pasara por detrás de un seto-. Esta noche no se hablará de otra cosa. ¿Eres un embajador de Renere? ¿Un joven noble en busca de un feudo fértil con esposa incluida? Tal vez seas el hijo perdido hace mucho tiempo, un vestigio de mi alocada juventud.

Rió para sí y me dio unas palmaditas en el brazo. Quizá hubiera continuado, pero tropezó con una losa que sobresalía y estuvo a punto de caerse. Lo ayudé a recuperar el equilibrio rápidamente y a sentarse en un banco de piedra que había junto al sendero.

– Maldita sea -blasfemó, avergonzado-. ¿Qué habría dicho la gente si hubiera visto al maer en el suelo, agitándose como un escarabajo panza arriba? -Miró alrededor con el ceño fruncido, pero por lo visto estábamos solos-. ¿Quieres hacerle un favor a un anciano?

– Estoy a su disposición, excelencia.

Alveron me miró con sagacidad.

– ¿De verdad? Bueno, es un favor pequeño. No le cuentes a nadie quién eres ni a qué has venido. Eso influirá positivamente en tu reputación. Cuanto menos les cuentes, más empeño pondrán en sonsacarte información.

– Seré discreto, excelencia. Pero me resultaría más fácil evitar el motivo de mi presencia aquí si supiera cuál es.

Alveron adoptó una expresión sagaz.

– Cierto. Pero este jardín es demasiado público. De momento has demostrado tener paciencia. Ejercítala un poco más. -Levantó la cabeza y me miró-. ¿Serías tan amable de acompañarme hasta mis aposentos?

– Por supuesto, excelencia -dije ofreciéndole el brazo.

Cuando volví a mis habitaciones, me quité la chaqueta bordada y la colgué en el armario de palisandro labrado. El enorme mueble, forrado con madera de cedro y sándalo, perfumaba la estancia. En la cara interna de las puertas había unas lunas sin mácula alguna.

Crucé la habitación con suelo de mármol pulido y me tendí en un diván de terciopelo rojo. Ni siquiera sabía recostarme indolente. No recordaba haberlo hecho nunca. Tras pensarlo un momento, llegué a la conclusión de que recostarse debía de parecerse a relajarse, pero con más dinero en los bolsillos.

Inquieto, me levanté y me paseé por el cuarto. Las paredes estaban decoradas con cuadros, retratos y escenas bucólicas hábilmente representados al óleo. En una pared colgaba un tapiz inmenso que representaba con asombroso detalle una gran batalla naval. Ese tapiz me tuvo ocupado durante casi media hora.

Echaba de menos mi laúd.

Me había dolido muchísimo empeñarlo; fue como si me cortaran una mano. Pensé que me pasaría los diez días siguientes muerto de preocupación, angustiado por si no podía recuperarlo.

Pero sin proponérselo, el maer me había tranquilizado. En mi ropero había colgados seis trajes, dignos de cualquier aristócrata. Cuando me los trajeron a mi habitación, noté que me relajaba. Lo primero que pensé al verlos no fue que ya podría mezclarme tranquilamente con la sociedad de la corte. Lo que pensé fue que si las cosas se ponían muy feas, podía robarlos, vendérselos a un vendedor de ropa usada y reunir suficiente dinero para recuperar mi laúd.

Si hacía eso, quemaría todos mis puentes con el maer, desde luego. El viaje a Severen no habría servido para nada, y haría quedar tan mal a Threpe que quizá no volviera a dirigirme la palabra. Con todo, saber que existía esa opción me permitía controlar la situación aunque solo fuera de forma precaria. Lo suficiente para no enloquecer por completo de preocupación.

Echaba de menos mi laúd, pero si conseguía ganarme el mecenazgo del maer, el camino de mi vida se volvería de pronto recto y llano. El maer tenía suficiente dinero para que yo continuara mi educación en la Universidad. Sus contactos podían ayudarme a extender mi investigación sobre los Amyr.

Quizá lo más importante fuera el poder de su apellido. Si el maer fuera mi mecenas, yo estaría bajo su protección. Puede que el padre de Ambrose fuera el barón más poderoso de toda Vintas, a solo doce pasos de la realeza. Pero Alveron era prácticamente un rey por derecho propio. ¡Cómo se simplificaría mi vida si no tuviera a Ambrose poniéndome continuamente palos en las ruedas! Era una idea que me producía vértigo.

Echaba de menos mi laúd, pero todo tiene su precio. Estaba dispuesto a apretar las mandíbulas y pasar un ciclo entero aburrido y nervioso, sin música, a cambio de la posibilidad de conseguir el mecenazgo del maer.

Resultó que Alveron tenía razón acerca de la curiosidad de los miembros de su corte. Después de que esa noche me llamara a sus aposentos, los rumores explotaron alrededor de mí como un incendio de maleza. Entendí por qué el maer disfrutaba con esas cosas. Era como ver cómo nacían las historias.

Capítulo 56

Poder

Alveron mandó llamarme otra vez al día siguiente, y de nuevo paseamos juntos por los senderos del jardín; él apoyaba una mano en mi brazo, pero sin sujetarse apenas a mí.

– Vayamos hacia el lado sur. -El maer señaló con su bastón-. Me han dicho que las selas no tardarán en florecer.

Torcimos a la izquierda por el sendero, y Alveron inspiró hondo.

– Existen dos tipos de poder: el inherente y el otorgado -dijo revelándome el tema de conversación del día-. El poder inherente lo posees como parte de ti mismo. El poder otorgado te lo prestan o te lo dan otras personas. -Me miró de soslayo. Asentí con la cabeza.

Al ver que yo no disentía, el maer continuó:

– El poder inherente es algo obvio. Fuerza corporal. -Me palmeó el brazo en que se sujetaba-. Fuerza mental. Fuerza de personalidad. Todas esas cosas las llevamos dentro las personas. Nos definen. Determinan nuestros límites.

– No del todo, excelencia -objeté con discreción-. Un hombre siempre puede mejorar.

– Nos limitan -afirmó el maer-. Un manco nunca peleará en los corros. Un cojo nunca correrá tan rápido como un hombre con dos piernas.

– Un guerrero adem con una sola mano podría ser más mortífero que un guerrero común con dos manos, excelencia -señalé-. Pese a su deficiencia.

– Cierto, cierto -concedió el maer de mala gana-. Podemos mejorar, ejercitar nuestro cuerpo, educar nuestra mente, acicalarnos con cuidado. -Se pasó una mano por la barba, entrecana e impecable-. Pues también el aspecto es un tipo de poder. Pero siempre hay límites. Si bien un hombre con una sola mano podría llegar a ser un guerrero decente, nunca podría tocar el laúd.

Asentí despacio.

– Es un buen razonamiento, excelencia. Nuestro poder tiene límites que podemos expandir, pero no indefinidamente.

– Pero ese solo es el primer tipo de poder -dijo levantando un dedo-. Solo estamos limitados si dependemos del poder que nosotros mismos poseemos. Pero también está ese otro tipo de poder, el que nos dan. ¿Entiendes a qué me refiero cuando hablo de poder otorgado?

– ¿Impuestos? -dije tras pensar un momento.

– Hummm -murmuró el maer, sorprendido-. De hecho, es un ejemplo bastante bueno. ¿Habías reflexionado mucho sobre este tema con anterioridad?

– Un poco -admití-. Pero nunca en estos términos.

– Es un asunto peliagudo -dijo él, complacido con mi respuesta-. ¿Qué poder crees que es mayor?

Solo tuve que pensar un segundo.

– El inherente, excelencia.

– Interesante. ¿Por qué lo dices?

– Porque un poder que posees tú mismo no te lo pueden quitar, excelencia.

– Ah. -Levantó un largo dedo como si fuera a prevenirme-. Pero ya hemos acordado que ese tipo de poder está muy limitado. El poder otorgado, en cambio, no tiene límites.

– ¿Ninguno, excelencia?

– Bueno, muy pocos límites -concedió.

Yo seguía sin estar de acuerdo con él. El maer debió de notármelo en la cara, porque se inclinó hacia mí para explicármelo.