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– Supongamos que tengo un enemigo joven y fuerte. Supongamos que me ha robado algo. Dinero, pongamos por caso. ¿Me sigues?

Asentí.

– Ningún entrenamiento me permitiría estar a la altura de un veinteañero belicoso. Así pues, ¿qué hago? Le pido a uno de mis jóvenes y fuertes amigos que vaya a darle un par de bofetadas. Con esa fuerza puedo lograr una proeza de la que de otro modo jamás sería capaz.

– Pero su enemigo podría abofetear a su amigo -objeté mientras doblábamos una esquina. Un emparrado en forma de arco convertía el sendero que teníamos delante en un túnel umbrío y frondoso.

– Supongamos que enviara a tres amigos a la vez -se corrigió el maer-. ¡De pronto me han otorgado la fuerza de tres hombres! Mi enemigo, aunque fuera muy fuerte, nunca podría superarlos.

»Mira qué selas. Tengo entendido que es dificilísimo cultivarlas.

Entramos en el túnel, donde cientos de pétalos de color rojo oscuro florecían a la sombra de las hojas que recubrían el arco. Se respiraba un aroma dulce y trémulo. Acaricié una de aquellas flores de color rojo oscuro y suavidad inefable. Pensé en Denna.

El maer retomó nuestra discusión.

– De todas formas, te desvías del tema. El préstamo de fuerza solo es un pequeño ejemplo. Ciertos tipos de poder únicamente pueden ser otorgados.

Hizo un gesto velado hacia un rincón del jardín.

– ¿Ves al conde Farlend, ese de ahí? Si le preguntaras por su título, te diría que lo posee. Afirmaría que forma parte de él, tanto como su propia sangre. Que, de hecho, forma parte de su sangre. Cualquier noble diría lo mismo. Todos defenderían que su linaje los imbuye del derecho a dominar.

El maer me miró; sus ojos destellaban de jovialidad.

– Pero se equivocan. No es un poder inherente. Es otorgado. Yo podría arrebatarles sus tierras y dejarlos en la calle, sin nada.

Alveron me hizo una seña para que me acercara, y me incliné un poco.

– Voy a revelarte un gran secreto. Mi título, mi riqueza, mi control de las personas y las tierras también son poder otorgado. Ese poder no me pertenece más que la fuerza de tu brazo. -Me dio unas palmaditas en la mano y me sonrió-. Pero yo sé que existe esa diferencia, y por eso siempre tengo el control.

Se enderezó y siguió hablando en un tono de voz normal.

– Buenas tardes, conde. Un día precioso para salir a tomar el sol, ¿verdad?

– Sí, excelencia. Las selas están impresionantes. -El conde era un hombre corpulento, con los carrillos colgantes y mostacho-. ¡Lo felicito!

Cuando el conde hubo pasado de largo, Alveron continuó:

– ¿Te has fijado? Me ha felicitado por las selas. A mí. Yo jamás he tocado un desplantador. -Me miró de soslayo con gesto de leve suficiencia-. ¿Todavía crees que el poder inherente es el mayor de los dos?

– Su argumento es persuasivo, excelencia -admití-. Sin embargo…

– Eres difícil de convencer. Está bien, te pondré un último ejemplo. ¿Estamos de acuerdo en que nunca podré dar a luz a un hijo?

– Sí, creo que esa es una afirmación prudente, excelencia.

– Sin embargo, si una mujer me otorga el derecho a tomarla en matrimonio, puedo tener un hijo. Mediante el poder otorgado, un hombre puede ser rápido como un caballo y fuerte como un buey. ¿Puede conseguir eso el poder inherente?

No podía rebatir su razonamiento.

– Me inclino ante sus argumentos, excelencia.

– Y yo me inclino ante tu sabiduría por aceptarlos. -Rió, y en ese mismo instante, el tañido de las campanas se extendió por el jardín-. Vaya -se lamentó el maer-. Debo ir a tomarme esa repugnante panacea, o Caudicus me torturará durante un ciclo. -Lo miré con gesto interrogante, y me explicó-: Ha descubierto, no sé cómo, que tiré la dosis de ayer al orinal.

– Debería preocuparse más por su salud, excelencia.

– No te sobrepases -me espetó Alveron frunciendo el entrecejo.

Me sonrojé, avergonzado, pero antes de que pudiera disculparme, el maer me hizo callar con un ademán.

– Tienes razón, claro -dijo-. Conozco mi deber. Pero es que hablas igual que él, y ya tengo suficiente con un Caudicus.

Se interrumpió y saludó con una cabezada a una pareja que se acercaba. El hombre era alto y apuesto, algo mayor que yo. La mujer debía de estar en la treintena; tenía los ojos oscuros y una boca elegante y picara.

– Buenas tardes, lady Hesua. Espero que su padre siga mejorando.

– Ah, sí -repuso ella-. El cirujano cree que ya podrá levantarse antes de que termine el ciclo. -Me sostuvo la mirada unos instantes, y sus rojos labios esbozaron una sonrisa cómplice.

La pareja pasó de largo. Noté que sudaba un poco. Si se dio cuenta, el maer no hizo ningún comentario.

– Una mujer terrible. Cambia de pareja todos los ciclos. Su padre resultó herido en un duelo con el caballero Higton con motivo de un comentario «inapropiado». Un comentario cierto, pero eso no tiene mucha importancia una vez que se desenvainan las espadas.

– ¿Qué fue del caballero?

– Murió al día siguiente. Es una lástima. Era un buen hombre, pero no sabía controlar su lengua. -Dio un suspiro y miró hacia la torre de la campana-. Como te decía, ya tengo bastante con un médico. Caudicus me persigue como una gallina clueca. No soporto tomar medicinas cuando ya me estoy reponiendo.

Era verdad que el maer tenía mejor aspecto ese día. Durante nuestro paseo, no había necesitado descansar en mi brazo. Me daba la impresión de que solo se apoyaba en mí porque así tenía una excusa para hablarme en voz baja.

– Su mejoría parece prueba suficiente de que los cuidados de su médico sirven para curarlo -observé.

– Sí, sí. Sus potingues alejan mi enfermedad durante más o menos un ciclo. A veces, durante meses. -Dio un amargo suspiro-. Pero siempre regresa. ¿Tendré que pasarme el resto de la vida tomando pociones?

– Quizá llegue el día en que no sean necesarias, excelencia.

– Yo también abrigaba esa esperanza. En sus últimos viajes, Caudicus recogió unas hierbas que tenían un efecto maravilloso. Su último tratamiento me dejó curado durante casi un año. Creí que por fin me había liberado de mis dolencias. -El maer miró, ceñudo, su bastón-. Pero ya me ves.

– Si pudiera ayudarlo de alguna forma, excelencia, lo haría.

Alveron giró la cabeza y me miró a los ojos. Me sostuvo un momento la mirada y asintió con la cabeza.

– Te creo -dijo-. Es extraordinario.

Mantuvimos varias conversaciones parecidas. Comprendí que el maer trataba de familiarizarse conmigo. Gracias a la habilidad adquirida en cuarenta años de intrigas cortesanas, dirigía nuestras charlas con sutilidad para conocer mis opiniones y determinar si yo era digno de su confianza o no.

Pese a no tener la experiencia del maer, yo también era un buen conversador. Tenía mucho cuidado con lo que respondía, y siempre era cortés. Al cabo de unos días empezó a surgir entre nosotros el respeto mutuo. No me habría atrevido a llamarlo amistad, que era lo que yo tenía con el conde Threpe. El maer nunca me animaba a no tener en cuenta su título ni a sentarme en su presencia, pero poco a poco íbamos intimando. A Threpe podía considerarlo mi amigo; el maer, en cambio, era como un abuelo distante: cordial, pero mayor, serio y reservado.

Tenía la impresión de que el maer se sentía solo, obligado a guardar las distancias con sus súbditos y con los miembros de su corte.

Llegué a sospechar que lo que le había pedido a Threpe era un acompañante. Una persona inteligente, pero apartada de la política de la corte, con la que pudiera mantener una conversación sincera de vez en cuando.

Al principio descarté esa idea, pero pasaban los días y el maer seguía sin mencionar qué utilidad había planeado darme.

Si hubiera tenido mi laúd, habría podido entretenerme, pero seguía en Bajo Severen, y faltaban siete días para que pasara a ser propiedad del empeñero. De modo que no había música, sino solo el eco de mis habitaciones y aquella maldita e inútil inactividad.