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A medida que se extendían los rumores sobre mí, varios miembros de la corte vinieron a visitarme. Algunos fingían darme la bienvenida. Otros no tenían reparo en admitir que solo querían chismorrear. Hasta sospeché haber sido objeto de un par de intentos de seducción, pero en esa época de mi vida entendía tan poco de mujeres que era inmune a esos juegos. Un caballero incluso intentó pedirme prestado dinero, y tuve que contenerme para no reírme en sus narices.

Me contaban diferentes historias y empleaban diferentes grados de sutileza, pero todos venían por la misma razón: para recabar información sobre mí. Sin embargo, como el maer me había dado instrucciones de mostrarme reservado respecto a mí mismo, todas las conversaciones eran breves e insatisfactorias.

Bueno, todas menos una. La excepción confirma la regla.

Capítulo 57

Un puñado de hierro

A1 cuarto día de mi llegada a Severen conocí a Bredon. Era temprano, pero ya estaba paseándome por mis habitaciones, a punto de enloquecer de aburrimiento. Había desayunado y todavía faltaba mucho para la hora de comer.

Ese día ya había tenido que lidiar con tres cortesanos que habían ido a sonsacarme información. Me ocupé de ellos con destreza, encallando nuestra conversación en cuanto se presentaba la oportunidad. ¿De dónde eres? Bueno, ya sabe usted. Viajo bastante. ¿Y tus padres? Sí, bueno. Tenía padres. Dos, un padre y una madre. ¿Qué te ha traído a Severen? Un coche de cuatro caballos. Aunque algunos tramos los hice a pie. Ya sabe, es bueno para los pulmones. Y ¿qué haces aquí? Mantener agradables conversaciones, por supuesto. Conocer a gente interesante. Ah, ¿sí? ¿A quién? Pues toda clase de personas. Incluido usted, lord Praevek. Es usted un hombre fascinante…

Cosas por el estilo. Hasta los chismosos más tenaces acababan cansándose y se marchaban al poco rato.

Lo peor era que, si el maer no me llamaba, esos breves intercambios eran lo más interesante del día. Hasta el momento habíamos conversado una vez durante un almuerzo ligero, tres veces durante unos breves paseos por el jardín, y una vez a última hora de la noche, cuando casi todas las personas sensatas ya estaban acostadas. En dos ocasiones el mensajero de Alveron me despertó de un sueño profundo antes de que las azules insinuaciones del amanecer empezaran a colorear el cielo.

Sé cuándo están poniéndome a prueba. Alveron quería comprobar si de verdad estaría disponible para él a cualquier hora del día o de la noche. Me observaba para ver si me impacientaba o me irritaba con sus caprichosas exigencias.

Así que le seguí el juego. Me mostraba encantador e indefectiblemente cortés. Acudía cuando me llamaba y me marchaba en cuanto había terminado conmigo. No hacía preguntas impertinentes, no le pedía nada, y pasaba el resto del día rechinando los dientes, paseándome por mis amplias habitaciones y tratando de no pensar en cuántos días faltaban para que expirara el volante de mi laúd.

No es de extrañar que el cuarto día, al oír que llamaban a mi puerta, me abalanzara sobre ella. Confiaba en que el maer me hubiera mandado llamar, pero a esas alturas, cualquier distracción habría sido bienvenida.

Abrí la puerta y vi a un hombre mayor, un caballero hasta la médula. Su atuendo lo delataba, desde luego, pero lo más importante era que exhibía su riqueza con la cómoda indiferencia de quien la ha disfrutado desde su nacimiento. Los nobles advenedizos, los aspirantes y los comerciantes ricos no se desenvuelven de esa forma.

El valet de Alveron, por ejemplo, llevaba ropa más elegante que muchos aristócratas; pero pese a su seguridad en sí mismo, Stapes parecía un panadero engalanado para un día de fiesta.

Gracias a los sastres de Alveron, yo iba tan bien vestido como el que más. Los colores me favorecían: verde hoja, negro y granate, con adornos de plata en los puños y en el cuello. Sin embargo, a diferencia de Stapes, yo llevaba aquella ropa con la naturalidad de la nobleza. Cierto, los brocados me producían picor. Cierto, los botones, las hebillas y las innumerables capas hacían que los trajes resultaran tan incómodos como armaduras de cuero de mercenario. Pero me adaptaba a ellos como si fueran una segunda piel. Eran disfraces, y yo interpretaba mi papel como solo puede hacerlo un artista de troupe.

Como iba diciendo, abrí la puerta y vi a un anciano caballero de pie en el pasillo.

– Tú eres Kvothe, ¿verdad? -me dijo.

Asentí con la cabeza; me había cogido un poco desprevenido. En Vintas, la costumbre era enviar a un criado a concertar una cita. Ese mensajero llevaba una nota y un anillo con el nombre del noble grabado. Enviabas un anillo de oro para pedir una cita con un noble de rango superior al tuyo; de plata para alguien más o menos del mismo rango, y de hierro para alguien que estuviera por debajo de ti.

Yo no tenía rango, ni alto ni bajo. Carecía de título, tierras, familia y linaje. Era de la más humilde cuna, pero allí nadie lo sabía. Todos daban por hecho que el misterioso pelirrojo que se relacionaba con Alveron era de sangre noble, y mis orígenes y mi posición eran tema de amplios debates.

Lo más importante era que, como no me habían presentado oficialmente en la corte, no tenía ningún rango oficial. Por lo tanto, todos los anillos que me enviaban eran de hierro. Y no se debe rechazar una petición enviada con un anillo de hierro, si no se quiere ofender a los superiores.

Por eso me sorprendió encontrar a aquel anciano caballero plantado en el umbral. Era evidente que era noble, pero ni lo habían anunciado ni había sido invitado.

– Puedes llamarme Bredon -dijo mirándome a los ojos-. ¿Sabes jugar a tak?

Negué con la cabeza; no sabía muy bien cómo interpretar aquello.

Bredon dio un breve suspiro de decepción.

– Bueno, puedo enseñarte. -Me acercó un saquito de terciopelo negro, y lo cogí con ambas manos. Parecía estar lleno de piedras pequeñas y lisas.

Bredon se volvió un poco e hizo una seña, y un par de jóvenes entraron en mi habitación con una mesita. Me aparté de su camino, y Bredon entró por la puerta detrás de sus sirvientes.

– Ponedla junto a la ventana -les ordenó señalando con su bastón-. Y acercad unas sillas… No, las de respaldo de rejilla.

Al cabo de un momento, todo estaba dispuesto a su entera satisfacción. Los dos criados se marcharon, y Bredon se volvió hacia mí con una mirada de disculpa.

– Espero que perdones a un anciano por hacer una entrada tan teatral.

– Por supuesto -dije con cortesía-. Siéntese, por favor. -Señalé la mesita recién instalada junto a la ventana.

– Cuánto aplomo -dijo Bredon riendo entre dientes, y apoyó su bastón en el alféizar de la ventana. La luz del sol hizo brillar el puño de plata, que representaba una cabeza de lobo enseñando los dientes.

Bredon era anciano. No era un poco mayor, sino anciano como un abuelo. Sus únicos colores eran el gris ceniza y el carbón oscuro. Tenía el pelo y la barba completamente blancos, y cortados a la misma medida, enmarcándole el rostro. Allí sentado, escudriñándome con sus alegres ojos castaños, me recordó a un búho.

Me senté enfrente de él y me pregunté qué pensaba hacer Bredon para tratar de sonsacarme información. Me había traído un juego, eso era evidente; quizá intentara conseguirlo mediante apuestas. Al menos, eso sería un enfoque nuevo.

Me sonrió. Fue una sonrisa sincera que le devolví sin darme cuenta.

– A estas alturas, ya debes de tener una bonita colección de anillos -comentó.

Asentí con la cabeza.

Se inclinó hacia delante con curiosidad.

– ¿Te molestaría mucho que les echara un vistazo?

– No, en absoluto. -Fui a la otra habitación y volví con un puñado de anillos que dejé encima de la mesita.

Bredon los examinó con curiosidad, asintiendo para sí.