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– Veo que todos nuestros mejores chismosos han venido a verte. Veston, Praevek y Temenlovy lo han intentado. -Arqueó las cejas al ver el nombre grabado en otro anillo-. Praevek, dos veces. Y ninguno ha conseguido sonsacarte nada. Ni siquiera el más leve susurro. -Me miró-. Eso significa que sabes estarte callado. Puedes estar tranquilo: no he venido aquí en un vano intento de arrancarte tus secretos.

No le creí del todo, pero era agradable oírlo.

– He de admitir que es un alivio para mí.

– Deberías saber -comentó como de pasada- que la costumbre es dejar los anillos en la entrada, cerca de la puerta. Se exhiben como señal de estatus.

Yo no lo sabía, pero no quise admitirlo. Si revelaba que no conocía las costumbres de la corte local, Bredon sabría que era extranjero o no pertenecía a la nobleza.

– El estatus no está en un puñado de hierro -dije sin darle importancia. El conde Threpe me había explicado lo esencial de los anillos antes de que me marchara de Imre, pero él no era de Vintas, y era evidente que no conocía todos los detalles.

– En eso hay parte de verdad -replicó Bredon con soltura-. Pero no toda la verdad. Los anillos de oro significan que quienes están por debajo de ti se esfuerzan por congraciarse contigo. La plata indica una sana relación con tus iguales. -Puso los anillos en fila sobre la mesa-. Sin embargo, el hierro significa que tienes la atención de tus superiores. Indica que eres deseable.

– Claro -dije asintiendo lentamente con la cabeza-. Y todos los anillos que envíe el maer serán de hierro.

– Exactamente. Tener un anillo del maer es una señal de gran favor. -Empujó los anillos hacia mí por la superficie lisa de mármol-. Pero aquí no hay ningún anillo del maer, y eso también es significativo.

– Veo que conoce bien la política cortesana -observé.

Bredon cerró los ojos y, con gesto cansado, movió la cabeza afirmativamente.

– Cuando era joven, todo eso me gustaba mucho. Hasta tenía cierto poder por aquí. Pero actualmente ya no tengo intrigas que desarrollar. Y eso le quita la gracia a esas maniobras. -Volvió a mirarme a los ojos-. Ahora tengo gustos más sencillos. Viajo. Disfruto del buen vino y la buena conversación con gente interesante. Hasta estoy aprendiendo a bailar.

Volvió a sonreír, amable, y golpeó el tablero de la mesa con los nudillos.

– Pero lo que más me gusta es jugar a tak. Sin embargo, conozco a pocas personas con tiempo o talento suficientes para jugar bien a ese juego. -Me miró arqueando una ceja.

Titubeé un momento y repuse:

– Se diría que alguien tan diestro en el sutil arte de la conversación podría utilizar largas chácharas para recoger información de una víctima confiada.

Bredon sonrió.

– Por los nombres que veo en esos anillos, puedo asegurarte que solo has conocido a los cortesanos más chabacanos y codiciosos de esta corte. Es lógico que quieras proteger tus secretos, sean cuales sean. -Se inclinó hacia delante-. Pero piénsalo así: quienes te han visitado son como urracas. Graznan y baten las alas alrededor de ti, con la esperanza de arrancarte algo brillante que llevarse a casa. -Miró al techo con gesto de desdén-. ¿Qué conseguirían con eso? Un poco de notoriedad, supongo. Una breve elevación respecto a sus chismosos y chabacanos pares.

Se pasó una mano por la barba blanca antes de continuar:

– Yo no soy ninguna urraca. No necesito nada brillante, ni me importa lo que piensen los chismosos. Yo juego a un juego más largo y más sutil. -Empezó a soltar el cordón que cerraba la bolsa de terciopelo negro-. Eres un hombre inteligente. Lo sé porque el maer no pierde el tiempo con necios. Sé que o bien cuentas con el favor del maer, o tienes la oportunidad de ganarte ese favor. De modo que este es mi plan. -Volvió a sonreír con cordialidad-. ¿Quieres oírlo?

Le devolví la sonrisa sin proponérmelo, como había hecho antes.

– Se lo agradecería mucho.

– Mi plan consiste en ganarme tu favor ahora. Te seré útil y te distraeré. Te daré conversación y una forma de pasar el rato. -Derramó una serie de piedras redondas en el tablero de mármol de la mesita-. Luego, cuando tu estrella ascienda en el firmamento del maer, quizá me encuentre con un amigo inesperadamente útil. -Empezó a clasificar las piedras por colores-. Y si tu estrella nunca llega a ascender, ya habré ganado unas cuantas partidas de tak.

– Además, imagino que pasar unas horas conmigo no perjudicará su reputación -mencioné-. Dado que todas mis otras conversaciones han sido charlas insulsas que no se han prolongado más de un cuarto de hora.

– Sí, en eso también hay parte de verdad -convino él mientras empezaba a distribuir las piedras. Volvió a mirarme con sus risueños ojos castaños-. Sí, sí. Creo que voy a pasármelo bien jugando contigo.

Pasé las siguientes horas aprendiendo a jugar a tak. Aunque no hubiera estado a punto de enloquecer de aburrimiento, me habría gustado. El tak es el mejor de los juegos: de reglas sencillas y estrategia compleja. Bredon me ganó con facilidad las cinco partidas que jugamos, pero me enorgullece poder afirmar que nunca me venció dos veces de la misma manera.

Tras la quinta partida, Bredon se reclinó en el asiento y lanzó un suspiro de satisfacción.

– Esa ha sido una jugada aceptablemente buena. Has estado muy fino ahí, en ese rincón. -Agitó los dedos señalando el borde del tablero.

– Pero no lo suficientemente hábil.

– Sí, pero hábil. Lo que has intentado se llama «salto del arroyo», para tu información.

– Y ¿cómo se llama la jugada que ha hecho usted para librarse?

– Yo la llamo la «defensa Bredon» -contestó con una sonrisa desenfadada-. Pero es como llamo a cualquier maniobra cuando salgo de un aprieto jugando con una inteligencia inusual.

Me reí y empecé a separar de nuevo las piedras.

– ¿Otra?

– ¡Ay! Tengo una cita a la que no puedo faltar -dijo Bredon dando un suspiro-. No tengo que salir corriendo, pero tampoco tengo tiempo suficiente para jugar otra partida. Al menos, no para jugarla como es debido.

Me examinó con sus ojos castaños y empezó a guardar las piedras en el saquito de terciopelo.

– No voy a insultarte preguntándote si conoces las costumbres locales -me dijo-. Sin embargo, me ha parecido oportuno darte unos cuantos consejos, por si te son de alguna utilidad. -Me sonrió-. Lo mejor que puedes hacer es escucharlos, por supuesto. Si los rechazaras, revelarías tu conocimiento de estas materias.

– Sí, claro -dije con seriedad.

Bredon abrió el cajón de la mesita y sacó el puñado de anillos de hierro que había guardado allí para dejar libre el tablero.

– La presentación de los anillos revela mucho de uno. Si están revueltos en un cuenco, por ejemplo, significa desinterés por los aspectos sociales de la corte.

Colocó los anillos con los nombres grabados hacia mí.

– Expuestos cuidadosamente, demuestran que estás orgulloso de tus contactos. -Alzó la vista y sonrió-. Sea como sea, al recién llegado se lo suele dejar solo en el recibidor con algún pretexto. Así tiene ocasión de curiosear en tu colección para satisfacer su curiosidad.

Bredon encogió los hombros y empujó los anillos hacia mí.

– Siempre has insistido en que querías devolverle el anillo a su dueño -dijo cuidando de no convertirlo en una pregunta.

– Por supuesto -contesté, y era verdad. Eso sí lo sabía Threpe.

– Eso es lo más educado. -Me miró; sus ojos se destacaban como los de un búho en medio del halo que formaban su pelo y su barba-. ¿Has llevado alguno en público?

Levanté ambas manos, desnudas.

– Llevar un anillo puede indicar una deuda, o que intentas conseguir el favor de alguien. -Me miró-. Si el maer declina recuperar el anillo que te ha enviado, es una señal de que quiere que vuestra relación sea un poco más formal.

– Y no llevar el anillo se interpretaría como un desaire -dije.