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– Quizá -dijo Bredon con una sonrisa-. Una cosa es exhibir un anillo en tu recibidor, y otra muy diferente, exhibirlo en tu mano. Llevar puesto el anillo de un superior puede considerarse presuntuoso. Además, si llevaras puesto el anillo de otro noble mientras visitaras al maer, él podría tomárselo a mal. Como si alguien te hubiera cazado furtivamente en su bosque.

Se recostó en el respaldo de la silla.

– Te comento estas cosas por hablar de algo -prosiguió-, pero sospecho que ya conoces toda esta información, y que sencillamente dejas hablar a un anciano por educación.

– Quizá todavía no me haya recuperado de una serie de derrotas abrumadoras jugando a tak -repliqué.

Bredon quitó importancia a mi comentario con un ademán, y me fijé en que no llevaba ningún anillo en los dedos.

– Le has cogido el tranquillo enseguida, como un barón en un burdel, como suele decirse. Estoy seguro de que en un mes, más o menos, te convertirás en un rival decente.

– Espere y verá -dije-. La próxima vez que juguemos, le ganaré.

Bredon rió.

– Me alegro de oírlo. -Se metió una mano en un bolsillo y sacó un saquito de terciopelo más pequeño-. También te he traído un pequeño obsequio.

– No es posible -dije-. Ya me ha proporcionado un buen rato de distracción por hoy.

– Por favor -dijo él empujando la bolsita por encima de la mesa-. Insisto. Te lo entrego sin compromiso, impedimento ni obligación. Es un regalo que te hago de buen grado.

Puse la bolsita boca abajo, y cayeron en la palma de mi mano tres anillos. De oro, de plata y de hierro. Todos tenían mi nombre grabado: Kvothe.

– Oí decir que habías perdido todo tu equipaje -comentó Bredon-. Y pensé que esto quizá te fuera útil. -Sonrió-. Sobre todo, si pretendes volver a jugar a tak.

Hice rodar los anillos en mi mano mientras me preguntaba si el de oro sería macizo o simplemente bañado.

– Y ¿qué anillo debería enviar a mi nuevo amigo si deseara su compañía?

– Bueno -dijo Bredon, pensativo-, es complicado. Con mi precipitada e indecorosa irrupción en tus habitaciones, he descuidado las presentaciones formales y no te he informado de mi título ni de mi posición. -Sus ojos castaños escudriñaron los míos con seriedad.

– Y sería tremendamente grosero por mi parte que yo le preguntara esas cosas -dije despacio, sin estar muy seguro de a qué jugaba Bredon.

Bredon asintió.

– Así que, de momento -dijo-, debes suponer que no tengo ni título ni posición. Eso nos coloca en una situación curiosa: tú llegas a la corte sin anunciarte, y yo me presento en tus habitaciones sin anunciarme. Por lo tanto, lo más adecuado sería que me enviaras un anillo de plata si, en el futuro, quieres compartir conmigo una comida o perder con elegancia otra partida de tak.

Hice girar el anillo de plata con los dedos. Si se lo enviaba, se extendería el rumor de que afirmaba tener un rango más o menos equivalente al de Bredon, y yo no tenía ni idea de cuál era ese rango.

– ¿Qué dirá la gente? -pregunté.

– Eso, qué dirán -dijo él, risueño.

Transcurrían los días. El maer volvió a llamarme y mantuvimos más conversaciones atentas y corteses. Los nobles-urracas siguieron enviándome tarjetas y anillos, y recibieron rechazos educados.

Bredon era el único que me libraba de enloquecer de aburrimiento en mi encierro. Al día siguiente le envié mi nuevo anillo de plata con una tarjeta que rezaba: «Cuando le convenga. En mis habitaciones». Llegó cinco minutos más tarde con su mesita de tak y su bolsita de piedras. Me devolvió el anillo, y yo lo acepté con toda la elegancia que pude. No me habría importado que se lo quedara pero, como Bredon sabía bien, aquel era el único que tenía.

Nuestra quinta partida se vio interrumpida cuando me llamó el maer; su anillo de hierro reposaba, oscuro, en la brillante bandeja de plata del mensajero. Le pedí disculpas a Bredon y me apresuré a salir a los jardines.

Esa noche, Bredon me envió su anillo de plata y una tarjeta con este mensaje: «Después de cenar. En tus habitaciones». Escribí «Encantado» en la misma tarjeta y se la envié.

Cuando llegó, le ofrecí su anillo. El declinó educadamente, y lo puse con los otros en el cuenco, junto a mi puerta. Y allí se quedó, donde pudieran verlo todos: de reluciente plata entre un puñado de hierro.

Capítulo 58

Cortejo

El maer llevaba dos días sin llamarme.

Estaba atrapado en mis habitaciones, muerto de aburrimiento y de fastidio. Lo peor era que no sabía por qué el maer no me llamaba. ¿Estaría ocupado? ¿Lo habría ofendido? Pensé enviarle una tarjeta con el anillo de oro que me había regalado Bredon. Pero si Alveron estaba poniendo a prueba mi paciencia, eso podía ser un grave error.

Pero estaba impaciente. Había ido allí a conseguir un mecenas, o como mínimo ayuda para investigar a los Amyr. De momento, lo único que había conseguido con el tiempo que había estado al servicio del maer era un trasero plano como una tabla. De no ser por Bredon, juro que me habría vuelto loco.

Por si fuera poco, solo faltaban dos días para que mi laúd y el precioso estuche de Denna pasaran a ser propiedad de otra persona. Yo había confiado en que a esas alturas ya me habría ganado la confianza del maer lo suficiente para poder pedirle el dinero que necesitaba para desempeñarlos. Quería que él estuviera en deuda conmigo, y no al revés. Cuando le debes algo a un miembro de la nobleza, es muy difícil librarte de esa deuda.

Pero si debía tomar como indicación el hecho de que Alveron no me hubiera llamado, todo apuntaba a que estaba lejos de contar con su favor. Me estrujé la memoria tratando de recordar qué podía haber dicho durante nuestra última conversación que lo hubiera ofendido.

Acababa de sacar una tarjeta del cajón y estaba pensando cómo podía pedirle dinero al maer sin parecer grosero cuando llamaron a la puerta. Creí que me traían la comida un poco más pronto de lo habitual, y le grité al chico que la dejara encima de la mesa.

Hubo un silencio significativo que me hizo salir de mi ensueño.

Corrí hacia la puerta y me sorprendí al ver al valet del maer, Stapes, de pie en el umbral. Hasta entonces, el maer siempre había utilizado a un mensajero para llamarme.

– El maer quiere verlo -dijo. Me fijé en que Stapes parecía abatido. Tenía los ojos fatigados, como si no hubiera dormido suficiente.

– ¿En el jardín?

– En sus aposentos -contestó Stapes-. Lo acompañaré hasta allí.

Si había que dar crédito a los cortesanos chismosos, Alveron casi nunca recibía visitas en sus aposentos. Seguí a Stapes sintiéndome aliviado. Cualquier cosa era mejor que esperar.

Alveron estaba recostado sobre almohadones en su gran lecho de plumas. Parecía más pálido y más delgado que la última vez que lo había visto. Seguía teniendo los ojos limpios y penetrantes, pero detecté algo nuevo en ellos, una emoción dura.

Señaló una butaca.

– Pasa, Kvothe. Siéntate. -Tenía la voz más débil, pero todavía transmitía autoridad. Me senté junto a su cama, e intuí que no era momento para agradecerle ese privilegio.

– ¿Sabes cuántos años tengo, Kvothe? -preguntó sin preámbulos.

– No, excelencia.

– ¿A ti qué te parece? ¿Qué edad aparento? -Volví a percibir esa emoción dura que había visto en sus ojos y la identifiqué: era ira. Una ira lenta y ardiente, como el rescoldo bajo una fina capa de ceniza.

Pensé deprisa buscando la mejor respuesta. No quería arriesgarme a ofender al maer, pero los halagos lo irritaban, a menos que se los hicieras con una sutileza y una habilidad consumadas.

Mi último recurso, entonces. La sinceridad.

– Cincuenta y uno, excelencia. Quizá cincuenta y dos.

Asintió lentamente, y su ira pareció desvanecerse como un trueno a lo lejos.

– Nunca le preguntes tu edad a una persona más joven que tú. Tengo cuarenta, y cumplo años el ciclo que viene. Pero tienes razón. Aparento cincuenta. Hay quienes dirían incluso que has sido generoso. -Distraído, alisó la colcha con las manos-. Es terrible envejecer antes de tiempo.