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Hizo una mueca de dolor y tensó los músculos. Duró un instante; luego el maer inspiró hondo. Una fina capa de sudor le cubría la cara.

– No sé cuánto rato podré seguir hablando contigo. Hoy no me encuentro muy bien.

– ¿Quiere que vaya a buscar a Caudicus, excelencia? -pregunté poniéndome en pie.

– No -me espetó-. Siéntate.

Obedecí.

– Esta maldita enfermedad ha ido ganando terreno en el último mes, añadiéndome años y haciéndome sentirlos. Me he pasado la vida ocupándome de mis tierras, pero he descuidado un asunto. No tengo familia ni heredero.

– ¿Está pensando en casarse, excelencia?

– Por fin ha saltado el rumor, ¿no? -dijo hundiéndose en las almohadas.

– No, excelencia. Lo he deducido por lo que me ha ido diciendo en nuestras conversaciones.

Me lanzó una mirada penetrante.

– ¿En serio? ¿Lo has deducido? ¿No has oído rumores?

– En serio, excelencia. Circulan rumores, a cortiplén, si me disculpa el juego de palabras.

– ¿A cortiplén? Esa es buena. -Esbozó una tenue sonrisa.

– Pero casi todos se refieren a cierto visitante misterioso llegado del oeste. -Hice una pequeña reverencia sin levantarme de la butaca-. No dicen nada de bodas. Todos lo ven a usted como el soltero por excelencia.

– Ah -repuso el maer, y el alivio se reflejó en su semblante-. Lo era, lo era. Mi padre intentó casarme cuando era más joven. Por entonces yo estaba empeñado en no tomar esposa. Ese es otro problema del poder. Si tienes demasiado, la gente no se atreve a hacerte reparar en tus errores. El poder puede ser terrible.

– Me lo imagino, excelencia.

– Te elimina muchas opciones -continuó-. Te ofrece muchas oportunidades, pero al mismo tiempo te quita otras. Mi situación es difícil, por no decir algo peor.

A lo largo de mi vida he pasado hambre demasiadas veces para sentir una gran compasión por la nobleza. Pero vi al maer tan pálido y debilitado, allí tumbado, que sentí una pizca de lástima por él.

– ¿En qué consiste esa situación, excelencia?

Alveron intentó incorporarse en las almohadas.

– Si decido casarme, tiene que ser con la mujer adecuada. Alguien de una familia con una posición elevada, como la mía. Y no solo eso, sino que no puede ser un matrimonio de conveniencia. La mujer debe ser bastante joven para… -carraspeó produciendo un ruido como de papel arrugado- producir un heredero. Varios, a ser posible. -Me miró-. ¿Empiezas a ver dónde está el problema?

Asentí con la cabeza.

– Sí, excelencia. Al menos, el contorno. ¿Cuántas jóvenes hay que cumplan esas condiciones?

– Muy pocas -contestó Alveron, y un vestigio del antiguo fuego volvió a aparecer en su voz-. Pero no puede ser una de las jóvenes que el rey tiene bajo su control. Fichas canjeables con las que se sella un tratado. Mi familia ha luchado para conservar nuestros poderes plenarios desde la fundación de Vintas. No pienso negociar con ese cerdo de Roderic por una esposa. No le cederé ni una pizca de poder.

– ¿Cuántas mujeres hay que estén fuera del control del rey, excelencia?

– Una. -La palabra cayó como un peso de plomo-. Y eso no es lo peor. Esa mujer es perfecta en todos los sentidos. Su familia es respetable. Tiene educación. Es joven. Hermosa. -Esa última palabra pareció dolerle-. La persigue una bandada de cortesanos enamorados, jóvenes fuertes con miel en la lengua. La desean por diversas razones: su apellido, sus tierras, su inteligencia. -Hizo una larga pausa-. ¿Cómo crees que reaccionará al cortejo de un anciano enfermo que camina ayudándose con un bastón, si es que camina? -Hizo una mueca, como si esas palabras tuvieran un gusto amargo.

– Pero sin duda, su posición…

El maer levantó una mano y me miró fijamente a los ojos.

– ¿Te casarías con una mujer a la que hubieras comprado?

Agaché la cabeza.

– No, excelencia.

– Yo tampoco. La idea de utilizar mi posición para persuadir a esa muchacha a casarse conmigo es… de mal gusto.

Nos quedamos callados un momento. Miré por la ventana y vi dos ardillas que se perseguían alrededor del alto tronco de un fresno.

– Excelencia, si tengo que ayudarlo a cortejar a esa dama… -Noté el calor de la ira del maer antes de volverme hacia él y verle la cara-. Le pido disculpas, excelencia. Me he sobrepasado.

– ¿Es otra de tus deducciones?

– Sí, excelencia.

Me pareció que el maer luchaba consigo mismo un momento. Entonces suspiró, y la tensión que reinaba en el aposento se redujo.

– Soy yo quien debe pedirte disculpas. Este dolor me atenaza y me pone de muy mal humor, y no tengo por costumbre discutir sobre asuntos personales con desconocidos, y mucho menos dejar que especulen sobre mí. Dime el resto de eso que has deducido. Sé descarado si es necesario.

Me tranquilicé un poco.

– Deduzco que quiere usted casarse con esa mujer. Para cumplir su deber, básicamente, pero también porque la ama.

Hubo otra pausa, no tan incómoda como la anterior, pero tensa de todas formas.

– Amor -dijo el maer lentamente- es una palabra que utilizan a menudo los estúpidos. Ella es digna de amor, eso sin duda. Y siento cariño por ella. -Parecía incómodo-. No diré más. -Se volvió hacia mí-. ¿Puedo contar con tu discreción?

– Por supuesto, excelencia. Pero ¿por qué motivo se muestra tan reservado?

– Prefiero actuar cuando yo lo decida. Los rumores nos obligan a actuar antes de que estemos preparados, o arruinan una situación antes de que haya madurado por completo.

– Lo entiendo. ¿Cómo se llama la dama?

– Meluan Lackless -dijo el maer pronunciando el nombre con cuidado-. Muy bien, he descubierto por mí mismo que eres encantador y educado. Es más, el conde Threpe me ha asegurado que eres un excelente compositor e intérprete de canciones. Eso era exactamente lo que yo necesitaba. ¿Quieres ponerte a mi servicio en ese sentido?

– ¿Para qué piensa utilizarme exactamente su excelencia? -pregunté con cierta vacilación.

El maer me miró con escepticismo.

– Creía que a una persona con tanta facilidad para la deducción le parecería obvio.

– Sé que desea usted cortejar a la dama, excelencia. Pero no sé cómo. ¿Quiere que le redacte un par de cartas? ¿Que le escriba canciones? ¿Que trepe hasta su balcón a la luz de la luna para dejar flores en el antepecho de su ventana? ¿Que baile con ella oculto tras una máscara, haciéndome pasar por usted? -Esbocé una sonrisa-. Le advierto que no soy un gran bailarín, excelencia.

Alveron soltó una sonora y sincera carcajada, pero pese al alegre sonido, me fijé en que reír le producía dolor.

– Yo había pensado en las dos primeras cosas, más bien -admitió, y volvió a recostarse en las almohadas. Le pesaban los párpados.

Asentí.

– Necesitaré saber algo más sobre ella, excelencia -dije-. Cortejar a una mujer sin conocerla sería algo peor que una estupidez.

Alveron asintió con gesto cansado.

– Caudicus te proporcionará la información necesaria. Sabe mucho de la historia de las familias. La familia es la base que sustenta a un hombre. Si tienes que cortejarla, necesitarás saber cuáles son sus orígenes. -Me hizo señas para que me acercara y me tendió un anillo de hierro; le temblaba el brazo por el esfuerzo de mantenerlo en alto-. Enséñale esto a Caudicus para que sepa que te he enviado yo.

Me apresuré a coger el anillo.

– ¿Sabe Caudicus que tiene intenciones de casarse con esa dama?

– ¡No! -Alveron abrió los ojos de golpe-. ¡No hables de esto con nadie! Invéntate alguna excusa para hacer preguntas. Ve a buscarme la medicina.

Se tumbó y cerró los ojos. Al marcharme le oí decir con voz débiclass="underline"