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Trasvasó el líquido al cazo suspendido sobre las velas. Añadió la hoja seca, un pellizco de otra cosa y una medida de polvo blanco. Agregó unas gotas de un fluido que deduje que debía de ser simple agua, lo removió y lo vertió por un filtro en un frasco de cristal transparente que tapó con un tapón de corcho.

Me mostró el resultado para que lo viera: un líquido claro de color ámbar, con un tinte ligeramente verdoso.

– Aquí lo tienes. Recuérdale que debe bebérselo todo.

Cogí el frasco, que estaba caliente.

– ¿Qué era esa reliquia?

Caudicus se lavó las manos en una jofaina de porcelana y las agitó para secarlas.

– He oído que en las partes más antiguas de las tierras de los Lackless, en la parte más antigua de su ancestral propiedad, hay una puerta secreta. Una puerta sin pomo ni bisagras. -Me miró para asegurarse de que le prestaba atención-. No hay forma de abrirla. Está cerrada, pero paradójicamente no tiene cerradura. Nadie sabe qué hay al otro lado.

Apuntó con la barbilla al frasco que yo tenía en la mano.

– Ahora llévale eso al maer. Le hará más efecto si se lo bebe mientras está caliente. -Me acompañó hasta la puerta-. Vuelve mañana. -Sonrió con complicidad-. Sé una historia sobre los Menebra que te dejará el pelo blanco.

– Ah, no. Investigo a las familias de una en una -dije, pues no quería arriesgarme a que me enredara en interminables habladurías de la corte-. Dos, como mucho. Ahora investigo a los Alveron y a los Lackless. No puedo empezar con una tercera familia. -Compuse una sonrisa boba-. Me haría un lío.

– Es una pena -repuso Caudicus-. Verás, yo viajo bastante. Muchos nobles están ansiosos por hospedar al arcanista del maer. -Me lanzó una mirada maliciosa-. De ese modo, me entero de cosas interesantes. -Abrió la puerta-. Piénsalo. Y pasa a verme mañana. Seguiremos hablando de los Lackless, como mínimo.

Llegué ante las puertas de los aposentos del maer antes de que el frasco se hubiera enfriado. Stapes me abrió la puerta y me guió hasta las cámaras privadas del maer.

El maer Alveron dormía en la misma postura en que yo lo había dejado. Cuando Stapes cerró la puerta detrás de mí, el maer abrió un ojo y, sin fuerzas, me hizo señas para que me acercara.

– Te has tomado tu tiempo -me recriminó.

– Excelencia, yo…

Volvió a hacerme señas, esa vez con más ímpetu.

– Dame la medicina -dijo con voz pastosa-. Y luego márchate. Estoy cansado.

– Me temo que lo que tengo que decirle es importante, excelencia.

Abrió los dos ojos, y volví a ver en ellos aquella ira abrasadora.

– ¿Qué pasa? -me espetó.

Me acerqué a un lado de la cama y me incliné sobre el maer. Antes de que él pudiera protestar por mi falta de decoro, le cuchicheé al oído:

– Excelencia, Caudicus lo está envenenando.

Capítulo 60

La herramienta de la sabiduría

A1 oír mis palabras, el maer abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró. Pese a su estado de debilidad, Alveron conservaba su agudeza.

– Has hecho bien al hablarme al oído y en voz baja -dijo-. Estás pisando terreno peligroso. Pero habla, te escucho.

– Excelencia, sospecho que en su carta Threpe no mencionó que, además de músico, soy alumno de la Universidad.

El maer me miró sin comprender.

– ¿Qué universidad?

– La Universidad, excelencia -dije-. Soy miembro del Arcano.

– Eres demasiado joven para hacer semejante afirmación -repuso Alveron frunciendo el entrecejo-. Y ¿por qué dejaría de mencionarlo Threpe en su carta?

– Usted no buscaba un arcanista, excelencia. Y en Vintas, esos estudios están un tanto estigmatizados. -Era lo más parecido a la verdad que podía decir: que los vínticos son supersticiosos hasta la idiotez.

El maer parpadeó lentamente, y su expresión se endureció.

– Está bien -dijo-. Si eres lo que dices, haz alguna obra de magia.

– Todavía no soy un arcanista plenamente capacitado, excelencia. Pero si quiere ver una demostración… -Miré las tres lámparas que bordeaban las paredes, me chupé los dedos, me concentré y así la mecha de la vela que el maer tenía en la mesilla de noche.

La habitación se quedó a oscuras, y oí que el maer aspiraba bruscamente por la boca. Saqué mi anillo de plata, y al cabo de un momento empezó a brillar emitiendo una luz azulada. Se me enfriaron las manos, pues no tenía otra fuente de calor que mi propio cuerpo.

– Con eso ya basta -dijo el maer. Su voz no delató ni pizca de turbación.

Crucé la habitación y abrí los postigos de las ventanas. La luz del sol inundó la habitación. Percibí el aroma de las flores de selas, y oí el trino de los pájaros.

– Siempre he pensado que tomar el aire es bueno para las dolencias del cuerpo, aunque haya quienes discrepen -dije sonriendo.

El maer no me devolvió la sonrisa.

– Sí, sí. Eres muy listo. Ven aquí y siéntate. -Acerqué una silla a la cama de Alveron-. Ahora, explícate.

– Le he dicho a Caudicus que estoy recopilando historias sobre las familias de la nobleza -dije-. Es una excusa útil, porque también explica por qué he pasado tanto tiempo con usted.

El maer mantuvo una expresión adusta. Vi que el dolor enturbiaba brevemente su mirada, como cuando una nube pasa por delante del sol.

– Demostrarme que eres un mentiroso excelente no te granjeará mi confianza.

Empezó a formárseme un nudo frío en el estómago. Había dado por hecho que el maer aceptaría la verdad más fácilmente.

– Permítame matizar, excelencia. Le he mentido a él y le estoy diciendo la verdad a usted. Como me ha tomado por un joven noble ocioso, Caudicus me ha dejado mirar mientras preparaba su medicina. -Levanté el frasco de color ámbar. La luz se descompuso en arcos iris al chocar contra el cristal.

Alveron seguía sin inmutarse. La confusión y el dolor nublaban sus ojos, normalmente claros.

– Te pido que me des pruebas y tú me cuentas una historia. Caudicus es mi fiel sirviente desde hace doce años. Sin embargo, tendré presente lo que me has dicho. -El tono en que lo dijo indicaba que lo tendría muy poco en cuenta. Extendió una mano para que le entregara el frasco.

Sentí nacer dentro de mí una llama de ira que me ayudó a aliviar el frío temor que se estaba instalando en mis entrañas.

– ¿Su excelencia necesita pruebas?

– ¡Quiero mi medicina! -me espetó-. Y quiero dormir. Haz el favor de…

– Excelencia, puedo…

– ¿Cómo osas interrumpirme? -Alveron intentó incorporarse en la cama y, furioso, me gritó-: ¡Has ido demasiado lejos! Márchate ahora mismo, y quizá me plantee mantenerte a mi servicio. -Temblaba de rabia, y seguía extendiendo una mano hacia el frasco.

Hubo un momento de silencio. Le tendí el frasco, pero antes de que el maer pudiera cogerlo, dije:

– Últimamente vomita un líquido blanco y lechoso.

Aumentó la tensión del ambiente, pero el maer se quedó inmóvil al oír mis palabras.

– Nota la lengua hinchada y pesada. Tiene la boca seca y con un gusto extraño e intenso. Tiene antojos de comer dulces, azúcar. Se despierta por las noches y no puede moverse ni hablar. Tiene parálisis, cólicos y un pánico irracional.

Mientras yo hablaba, el maer fue apartando lentamente la mano del frasco. Ya no estaba lívido de rabia. Su mirada reflejaba inseguridad, casi miedo, pero volvía a tener los ojos claros, como si el temor hubiera despertado una cautela hasta entonces dormida.

– Eso te lo ha dicho Caudicus -dijo el maer, pero no parecía nada convencido.

– ¿Acaso cree que Caudicus comentaría los detalles de su enfermedad con un desconocido? -pregunté con una pizca de ironía-. A mí me preocupa su vida, excelencia. Si debo infringir las normas del decoro para salvarla, lo haré. Si me da dos minutos para hablar, le ofreceré las pruebas que me pide.