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Alveron asintió despacio.

– No afirmaré que conozca perfectamente este preparado -dije señalando el frasco-. Pero sé que lo que está envenenándolo es el plomo. Eso explica la perlesía y los dolores musculares y de las vísceras. Los vómitos y la parálisis.

– No he tenido parálisis.

– Hummm. -Lo miré de arriba abajo con mirada crítica-. Es una suerte. Pero esta pócima contiene algo más que plomo. Supongo que también contiene una cantidad considerable de ófalo, que no es exactamente venenoso.

– Entonces, ¿qué es?

– Más que una medicina, es una droga.

– ¿En qué quedamos, es droga o medicina?

– ¿Alguna vez ha tomado láudano, excelencia?

– Una vez, cuando era joven. Me rompí una pierna y el dolor no me dejaba dormir.

– El ófalo es una droga parecida, pero suele evitarse su administración, puesto que es muy adictiva. -Hice una pausa-. También se llama resina de denner.

Al oír eso, el maer palideció, y en ese instante, sus ojos se volvieron casi completamente transparentes. Todo el mundo había oído hablar de los comedores de denner.

– Supongo que Caudicus lo añadió porque no se tomaba usted la medicina con regularidad -especulé-. El ófalo le haría desearla, y al mismo tiempo aliviaría sus dolores. También explicaría los antojos de azúcar, los sudores y los sueños extraños que haya tenido. ¿Qué más habrá puesto? -Cavilé un momento-. Seguramente, punturradícula o mannum para que no vomitara demasiado. Muy listo. Horrible y listo.

– No tan listo. -El maer compuso una sonrisa rígida-. No ha conseguido matarme.

Vacilé un momento y decidí decirle la verdad.

– Matarlo habría sido fácil, excelencia. Caudicus habría podido disolver suficiente plomo para matarlo en este frasco. -Lo levanté y lo acerqué a la luz-. Lo difícil es poner la cantidad de plomo suficiente para hacerle enfermar sin matarlo ni paralizarlo por completo.

– ¿Por qué? ¿Por qué querría envenenarme, sino para matarme?

– Estoy seguro de que su excelencia tendrá mejor suerte resolviendo ese acertijo. Usted sabe más que yo de intrigas políticas.

– ¿Por qué querría envenenarme? -El maer parecía sinceramente desconcertado-. Le pago con esplendidez. Es un miembro muy respetado de la corte. Tiene libertad para realizar sus propios proyectos y para viajar cuando se le antoje. Lleva doce años viviendo aquí. ¿Por qué ahora? -Sacudió la cabeza-. No, no tiene sentido.

– ¿Por dinero? -sugerí-. Dicen que todo hombre tiene un precio.

El maer siguió meneando la cabeza, y de pronto alzó la vista.

– No. Ahora me acuerdo. Enfermé mucho antes de que Caudicus empezara a tratarme. -Se detuvo para reflexionar-. Sí, exacto. Acudí a él para ver si tenía algún tratamiento para mi enfermedad. Los síntomas que has mencionado no aparecieron hasta meses después de que él empezara a medicarme. No pudo ser él.

– El plomo a pequeñas dosis actúa despacio, excelencia. Si Caudicus tenía intención de envenenarlo, no le convenía que usted empezara a vomitar sangre diez minutos después de tomarse su medicina. -De pronto recordé con quién estaba hablando-. No me he expresado con delicadeza, excelencia. Le ruego que me disculpe.

El maer aceptó mis disculpas con una inclinación de cabeza.

– Casi todo lo que dices se acerca demasiado a la verdad para que yo lo ignore. Sin embargo, no puedo creer que Caudicus hiciera una cosa semejante.

– Podemos hacer una prueba, excelencia.

Me miró.

– ¿Qué clase de prueba?

– Ordene que traigan media docena de pájaros a sus aposentos. Los sorbicuelos serían ideales.

– ¿Sorbicuelos?

– Unas avecillas pequeñas -levanté una mano con los dedos pulgar e índice separados unos cinco centímetros-, de plumaje amarillo y rojo brillante. Abundan en sus jardines. Se beben el néctar de las flores de selas.

– Ah. Nosotros los llamamos zunzún.

– Mezclaremos su medicina con el néctar que se beben los pájaros, a ver qué pasa.

El rostro del maer se ensombreció.

– Si como dices, el plomo actúa lentamente, eso podría llevarnos meses. No estoy dispuesto a prescindir de mi medicina durante meses basándome en una fantasía tuya sin confirmar. -Su mal genio volvió a arder llegando casi hasta la superficie de su voz.

– Esas avecillas pesan mucho menos que usted, excelencia, y su metabolismo es mucho más rápido. Deberíamos obtener resultados al cabo de un día, dos a lo sumo. -O eso esperaba yo.

El maer lo tomó en consideración.

– Muy bien -dijo, y levantó una campanilla que tenía en la mesilla de noche.

Me apresuré a hablar antes de que el maer pudiera hacerla sonar.

– ¿Puedo pedirle a su excelencia que invente alguna razón por la que necesita esos pájaros? No estará de más que seamos cautos.

– Conozco a Stapes de toda la vida -dijo el maer con firmeza, dirigiéndome una mirada afilada-. Confío en él en todo lo relacionado con mis tierras, mi caja de caudales y mi vida. No quiero oírte insinuar siquiera que no sea absolutamente digno de mi confianza. -Su voz denotaba una fe inquebrantable.

Bajé la mirada.

– Sí, excelencia.

Hizo sonar la campanilla, y apenas habían pasado dos segundos cuando el corpulento valet abrió la puerta.

– ¿Sí, señor?

– Stapes, echo de menos mis paseos por los jardines. ¿Podrías traerme media docena de zunzunes?

– ¿Zunzunes, señor?

– Sí -confirmó el maer como si encargara el almuerzo-. Son unas criaturillas preciosas. Creo que oírlos me ayudará a dormir.

– Veré lo que puedo hacer, señor. -Antes de cerrar la puerta, Stapes me miró con cara de pocos amigos.

Cuando la puerta se hubo cerrado, miré al maer.

– ¿Puedo preguntarle por qué, excelencia?

– Para que Stapes no tenga que mentir. Ese don no lo tiene. Además, lo que has dicho es cierto: la cautela es siempre la herramienta de la sabiduría.

Vi que una fina capa de sudor le cubría la cara.

– Si no me equivoco, excelencia, esta va a ser una noche difícil.

– Últimamente todas las noches son difíciles -repuso él con amargura-. ¿Por qué iba a ser esta peor que la anterior?

– Por el ófalo, excelencia. Su cuerpo lo ansia. Dentro de un par de días ya habrá pasado lo peor, pero hasta entonces sentirá… molestias considerables.

– Explícate mejor.

– Tendrá dolor en la mandíbula y la cabeza, sudores, náuseas, calambres y espasmos, sobre todo en las piernas y en la parte baja de la espalda. Quizá pierda el control de los esfínteres, y tendrá periodos alternos de vómitos y sed intensa. -Me miré las manos-. Lo siento, excelencia.

Cuando terminé mi descripción, Alveron tenía muy mala cara, pero asintió con la cabeza y, con dignidad, dijo:

– Prefiero saberlo.

– Hay algunas cosas que pueden hacer que esas molestias resulten más tolerables, excelencia.

– ¿Como qué? -dijo con interés.

– El láudano, por ejemplo. En pequeñas cantidades, para aliviar el ansia del cuerpo. Y otras cosas cuyos nombres no tienen importancia. Puedo hacer una mezcla para prepararle una infusión. Otro problema es que seguirá teniendo una cantidad considerable de plomo acumulado en su organismo, y que este no lo eliminará por sí solo.

Eso pareció alarmarlo más que todo lo que le había dicho hasta entonces.

– ¿No lo eliminaré sin más?

Negué con la cabeza.

– Los metales son venenos insidiosos. Quedan atrapados en el cuerpo. El plomo solo puede filtrarse con ayuda.

El maer frunció el ceño.

– ¿Con ayuda? Maldita sea. Odio las sanguijuelas.

– Era una forma de hablar, excelencia. En estos tiempos, solo los imbéciles y los charlatanes utilizan sanguijuelas. Tenemos que extraer el plomo de su organismo. -Me planteé decirle la verdad: que lo más probable era que jamás se librara por completo de él; pero decidí reservarme esa información.