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– ¿Puedes conseguirlo?

Me quedé pensando un buen rato.

– Seguramente soy su mejor opción, excelencia. Estamos muy lejos de la Universidad. Dudo mucho que haya uno entre diez médicos de por aquí con una preparación decente, y no sé quiénes de ellos conocen a Caudicus. -Seguí pensando y sacudí la cabeza-. Se me ocurren cincuenta personas más capacitadas para este trabajo, pero todas están a más de mil kilómetros de aquí.

– Te agradezco tu sinceridad.

– Casi todo lo que necesito puedo conseguirlo en Bajo Severen. Sin embargo… -Dejé la frase en el aire con la esperanza de que el maer entendiera lo que quería decir y me ahorrara el bochorno de tener que pedirle dinero.

Pero Alveron se quedó mirándome sin comprender.

– Sin embargo, ¿qué?

– Necesitaré dinero, excelencia. Esos ingredientes que preciso no son fáciles de conseguir.

– Ah, claro. -Sacó una bolsa y me la dio. Me sorprendió un poco descubrir que el maer tenía al menos una bolsa bien provista de monedas al alcance de la mano. De pronto recordé el sermón que le había soltado a un sastre en Tarbean, años atrás. ¿Qué le había dicho? ¿Un caballero nunca debe separarse de su bolsa? Reprimí una inoportuna carcajada.

Stapes regresó al poco rato. En una exhibición sorprendente de inventiva, presentó al maer una docena de sorbicuelos en una pajarera con ruedas del tamaño de un armario.

– Caramba, Stapes -exclamó el maer cuando su valet entró por la puerta con aquella jaula de malla fina-. Te has superado a ti mismo.

– ¿Dónde quiere que la ponga, señor?

– Déjala ahí mismo, de momento. Ya le pediré a Kvothe que la mueva.

Stapes se mostró ligeramente ofendido.

– No me importa hacerlo.

– Ya sé que lo harías de buen grado, Stapes. Pero preferiría que fueras a buscarme una jarra de zumo de manzana. Creo que le sentará bien a mi estómago.

– Por supuesto. -Stapes salió apresuradamente por la puerta y la cerró.

En cuanto se cerró la puerta, me acerqué a la jaula. Los pajaritos, brillantes como piedras preciosas, revoloteaban de una percha a otra a una velocidad asombrosa.

– Qué bonitos son -oí que decía el maer-. De niño me fascinaban. Recuerdo que pensaba que debía de ser maravilloso alimentarse únicamente de azúcar.

Atados a la parte exterior de la pajarera había tres bebederos, unos tubos de cristal llenos de agua azucarada. Dos tenían un pequeño pitorro con forma de flor de selas, y el tercero imitaba la estilizada forma de un lirio. Aquellas aves eran la mascota perfecta para la nobleza. ¿Quién más podía permitirse el lujo de darle azúcar a su mascota todos los días?

Desenrosqué la parte superior de los bebederos y vertí una tercera parte de la medicina del maer en cada uno de ellos. Le mostré el frasco vacío a Alveron y pregunté:

– ¿Qué hace normalmente con los frascos?

El mismo lo dejó en la mesilla, junto a su cama.

Me quedé junto a la jaula hasta que vi que uno de los pájaros volaba hasta un bebedero y sorbía de él.

– Si le dice a Stapes que quiere alimentarlos usted mismo, ¿cree que se abstendrá de hacerlo él?

– Sí. Siempre obedece mis instrucciones.

– Estupendo. Deje que vacíen los bebederos antes de volver a llenarlos. Así ingerirán mejor la dosis, y veremos los resultados más deprisa. ¿Dónde quiere que ponga la pajarera?

El maer miró alrededor con lentitud.

– Junto a la cómoda del salón -dijo por fin-. Así podré verla desde aquí.

Hice rodar la jaula a la habitación de al lado. Cuando volví, encontré a Stapes sirviéndole un vaso de zumo de manzana al maer.

Saludé a Alveron con una reverencia.

– Con su permiso, excelencia.

El maer me despidió con un ademán y dijo:

– Kvothe volverá un poco más tarde, Stapes. Déjalo pasar, aunque esté durmiendo.

Stapes hizo un gesto afirmativo con la cabeza y volvió a lanzarme una mirada de desaprobación.

– Es posible que me traiga unas cosas. Te ruego que no lo comentes con nadie.

– Si necesita algo, señor…

Alveron sonrió, cansado.

– Sé que lo harías, Stapes. Solo intento utilizar al chico para algo. Prefiero tenerte cerca. -Alveron aplacó a su valet dándole unas palmaditas en el brazo. Salí de la habitación.

Mi excursión a Bajo Severen se prolongó mucho más de lo necesario. Aunque me irritara, era un retraso forzoso. Mientras recorría las calles de la ciudad, me había fijado en que me seguían.

No me sorprendió. Había comprobado que en la corte del maer abundaban los entrometidos, y suponía que un par de criados caminarían a hurtadillas detrás de mí para enterarse de qué recados había ido a hacer a Bajo Severen. Como ya he dicho, a esas alturas los miembros de la corte del maer sentían una gran curiosidad por mí, y no tenéis ni idea de hasta dónde podía llegar un noble aburrido para husmear en los asuntos de otras personas.

Si bien no me preocupaban lo más mínimo los rumores en sí, era consciente de que sus efectos podían ser catastróficos. Si Caudicus se enteraba de que había ido de compras a las boticas después de visitar al maer, ¿qué medidas tomaría? Cualquiera que estuviera dispuesto a envenenar al maer no dudaría en deshacerse de mí.

Así pues, para no levantar sospechas, lo primero que hice cuando llegué a Severen fue cenar. Me zampé un buen estofado caliente con pan de campo. Estaba harto de comida elegante que para cuando llegaba a mis habitaciones se había quedado tibia.

Después compré dos petacas, como las que se usan normalmente para el brandy. A continuación pasé media hora relajándome, viendo cómo una pequeña troupe itinerante representaba el final de El fantasma y la pastora en una esquina. No eran Edena Ruh, pero no lo hacían nada mal. La bolsa del maer fue generosa con ellos cuando pasaron la gorra.

Finalmente busqué una botica bien abastecida. Compré varias cosas al azar, fingiendo nerviosismo. Cuando ya tenía todo lo que necesitaba y algunas cosas que no, pregunté al dueño qué le aconsejaría tomar a un hombre que tuviera… ciertos problemas… en la alcoba.

El boticario, muy serio, me recomendó varias cosas sin inmutarse. Compré un poco de cada una, y entonces fingí un torpe intento de amenazarlo y sobornarlo para que guardara silencio. Cuando salí de la botica, el dueño se sentía insultado y sumamente irritado. Si alguien le hacía preguntas, sin duda alguna le contaría la historia de un caballero muy maleducado interesado en remedios para la impotencia. No era una versión que estuviera deseando añadir a mi reputación, pero por lo menos contribuiría a que Caudicus no llegara a saber que había comprado láudano, ortiga muerta, bitófola y otras drogas igualmente sospechosas.

Por último, recuperé mi laúd de la casa de empeños, un día antes de vencer el plazo. Con eso, la bolsa del maer quedó casi vacía, pero era mi último recado. Cuando llegué a los pies del Tajo, empezaba a ponerse el sol.

Para ir de Alto Severen a Bajo Severen y viceversa solo había unas pocas opciones. La más corriente eran las dos escaleras estrechas excavadas en la pared del precipicio. Eran viejas y desmoronadizas, y tenían tramos muy estrechos; pero eran gratis, y por lo tanto, el camino que solían utilizar los ciudadanos de Bajo Severen.

Aquellos a quienes no les entusiasmaba la idea de subir sesenta metros de estrechos escalones tenían otras opciones. Un par de antiguos alumnos de la Universidad manejaban unos montacargas. No eran arcanistas, sino tipos inteligentes que sabían suficiente simpatía e ingeniería para encargarse de la tarea, en realidad bastante rutinaria, de subir y bajar carromatos y caballos por el Tajo sobre una gran plataforma de madera.

A los pasajeros les cobraban un penique para subir y medio penique para bajar, aunque a veces tenías que esperar a que algún comerciante terminara de cargar o descargar sus mercancías antes de que el montacargas pudiera hacer el viaje.