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Alveron estiró el cuello con dificultad para ver qué hacía.

– ¿Qué estás poniendo ahí?

– Una cosa para evitar que tenga náuseas, y otra para ayudar a que su organismo elimine el veneno. Un poco de láudano para aliviar las ansias. Y té. ¿Toma usted azúcar, excelencia?

– Normalmente no. Pero supongo que sin azúcar sabrá a agua de ciénaga.

Añadí una cucharada, removí y le acerqué la taza.

– Tú primero -dijo Alveron. Me miró, pálido y demacrado, con sus afilados y grises ojos. Esbozó una sonrisa terrible.

Vacilé, pero solo un instante.

– A la salud de su excelencia -dije, y di un buen trago. Hice una mueca y añadí otra cucharada de azúcar-. Tenía usted razón, excelencia. Sabe a agua de ciénaga.

Alveron cogió la taza con ambas manos y empezó a beber dando sorbos cortos pero decididos.

– Espantoso -se limitó a decir-. Pero es mejor que nada. ¿Sabes lo horroroso que es tener sed y no poder beber por temor a vomitar? Es algo que no le deseo ni a un perro.

– Espere un poco antes de terminárselo -le advertí-. Dentro de unos minutos le habrá calmado el estómago.

Fui a la otra habitación y vertí el contenido del nuevo frasco de medicina en los bebederos de los zunzunes. Me tranquilizó comprobar que todavía bebían el néctar mezclado con la medicina, pues me preocupaba que pudieran evitarlo debido al cambio de sabor o a algún instinto natural de supervivencia.

También me preocupaba la posibilidad de que el plomo no fuera venenoso para los sorbicuelos. Me preocupaba que pudieran tardar un ciclo en mostrar sus efectos, y no unos días. Me preocupaba el mal genio del maer. Me preocupaba su enfermedad. Me preocupaba la posibilidad de estar equivocado respecto a todas mis suposiciones.

Volví junto al maer y lo encontré con la taza vacía en las manos. Le preparé una segunda taza, parecida a la primera, y él se la bebió deprisa. Luego nos quedamos callados unos quince minutos.

– ¿Cómo se encuentra, excelencia?

– Mejor -admitió de mala gana. Detecté cierto embotamiento en su voz-. Mucho mejor.

– Debe de ser el láudano -comenté-. Pero su estómago ya debería de estar calmado. -Cogí la botella de aceite de hígado de bacalao-. Dos buenos tragos, excelencia.

– ¿De verdad que no hay otro remedio? -preguntó el maer, asqueado.

– Si tuviera acceso a las boticas que hay cerca de la Universidad, podría buscarle algo más agradable, pero de momento esto es lo único que puedo ofrecerle.

– Prepárame otra taza de té para ayudarme a tragarlo. -Cogió la botella, dio dos sorbitos y me la devolvió haciendo una mueca de asco.

Suspiré por dentro.

– Si va a bebérselo a sorbitos, nos pasaremos toda la noche así. Dos buenos tragos, como los que dan los marineros para beberse el whisky barato.

El maer me miró con mala cara.

– No me hables como si fuera un crío.

– Pues entonces, compórtese como un hombre -dije con brusquedad; lo dejé anonadado, porque se quedó mudo-. Dos tragos cada cuatro horas. Así, se habrá terminado la botella mañana por la mañana.

Entrecerró sus grises ojos con aire amenazador.

– Permíteme recordarte con quién estás hablando.

– Estoy hablando con un enfermo que no quiere tomarse la medicina -dije desapasionadamente.

Vi arder la ira tras los ojos del maer, adormecidos por el láudano.

– Medio litro de aceite de pescado no es una medicina -dijo entre dientes-. Es una exigencia cruel e irrazonable. Lo que me estás pidiendo es sencillamente imposible.

Le lancé mi mirada más fulminante y le quité la botella de las manos. Sin apartar la vista de sus ojos, me bebí todo el contenido. Un trago tras otro de aceite pasó por mi gaznate mientras le sostenía la mirada al maer. Vi cómo su expresión pasaba del enfado al asco, y acababa en mudo respeto. Puse la botella boca abajo, pasé un dedo por el interior del cuello y me lo chupé.

Saqué la otra petaca del bolsillo de mi capa.

– Esta iba a ser su dosis de mañana, pero tendrá que tomársela esta noche. Si lo prefiere, puede dar un trago cada dos horas. -Se la acerqué sin dejar de mirarlo a los ojos.

Alveron cogió la botella sin rechistar, dio dos buenos tragos y tapó la botella con decisión. Con los nobles, el orgullo siempre funciona mejor que la razón.

Metí la mano en uno de los bolsillos de mi bonita capa granate y saqué el anillo del maer.

– Antes se me ha olvidado devolverle esto, excelencia. -Le ofrecí el anillo.

Estiró una mano para cogerlo, pero se detuvo.

– Quédatelo, de momento -dijo-. Supongo que te lo has ganado.

– Gracias, excelencia -dije cuidando de mantener una expresión serena. Alveron no me estaba invitando a llevar su anillo, pero que me permitiera quedármelo suponía un gran paso adelante en nuestra relación. No sabía si conseguiría que el maer tuviera éxito cortejando a lady Lackless, pero ese día lo había impresionado.

Le puse más infusión en la taza y decidí terminar de darle las instrucciones aprovechando que todavía me prestaba atención.

– Debe terminarse toda la infusión esta noche, excelencia. Pero recuerde que es lo único que podrá beber hasta mañana. Cuando envíe a buscarme, le prepararé más. Esta noche debe intentar ingerir todo el líquido que pueda. Leche, por ejemplo. Añádale un poco de miel y le costará menos tragarla.

El maer asintió; me pareció que se estaba quedando dormido. Sabía lo mal que lo iba a pasar esa noche, y decidí dejarlo tranquilo. Recogí mis cosas y salí del dormitorio.

Stapes me esperaba en las habitaciones exteriores. Le comenté que el maer dormía, y le dije que no tirara el té de la tetera, pues su excelencia se lo pediría cuando despertara.

La mirada que me lanzó Stapes cuando salí por la puerta no fue meramente fría, como lo había sido antes. Era una mirada de odio, prácticamente venenosa. Cuando el valet cerró la puerta detrás de mí, comprendí lo que debía de parecerle todo aquello. Debía de pensar que me estaba aprovechando del maer en aquellos momentos de debilidad.

Hay muchísima gente así en el mundo, médicos itinerantes sin escrúpulos que se aprovechan del miedo de quienes están gravemente enfermos. El mejor ejemplo es Ortiga Muerta, el vendedor de pociones de Tres peniques por un deseo. Quizá sea uno de los personajes más odiados del teatro, y no hay ningún público que no aplauda cuando ponen a Ortiga Muerta en la picota, en el cuarto acto.

Sin olvidar eso, empecé a pensar en lo frágil y gris que había visto al maer. Cuando vivía en Tarbean, había visto morir a jóvenes sanos por síndrome de abstinencia de ófalo, y el maer ni era joven ni estaba sano.

¿A quién culparían si moría? Desde luego, no a Caudicus, su fiel consejero. Ni a Stapes, su querido valet…

A mí. Me culparían a mí. Su estado había empeorado poco después de mi llegada. No tenía ninguna duda de que Stapes se apresuraría a recordar a todos que yo había estado a solas con el maer en sus aposentos. Que le había preparado una infusión justo antes de que el maer pasara una noche terrible.

Me considerarían, con suerte, un joven Ortiga Muerta. Y sin suerte, un asesino.

En eso iba pensando mientras volvía a mis habitaciones por los pasillos del palacio del maer; solo me detuve una vez para asomarme por una de las ventanas que daban a Bajo Severen y vomitar medio litro de aceite de hígado de bacalao.

Capítulo 62

Crisis

A la mañana siguiente fui a Bajo Severen antes de que saliera el sol.

Desayuné huevos con patatas mientras esperaba a que abriera alguna botica. Cuando terminé, compré un litro más de aceite de hígado de bacalao y unas cuantas cosas más en las que no había caído el día anterior.

Luego recorrí toda la calle de los Hojalateros con la esperanza de tropezarme con Denna, pese a que era demasiado temprano para que ella estuviera levantada y paseando. Los carromatos y los carros de los granjeros competían por el espacio en las calles adoquinadas. Los mendigos ambiciosos trataban de apoderarse de las esquinas más concurridas mientras los tenderos abrían los postigos de sus tiendas y colgaban sus letreros.