Выбрать главу

Conté veintitrés posadas y pensiones en la calle de los Hojalateros. Tras tomar nota de las que me pareció que Denna encontraría más atractivas, volví al palacio del maer. Esa vez subí en el montacargas, en parte para confundir a cualquiera que me estuviera siguiendo, pero también porque la bolsa que me había dado el maer estaba casi vacía.

Como necesitaba aparentar normalidad, me quedé en mis habitaciones esperando a que el maer me llamara. Le envié mi tarjeta y mi anillo a Bredon, y al poco rato lo tenía sentado enfrente de mí, dándome una paliza en una partida de tak y contándome historias.

– … y el maer lo hizo colgar en una jaula. Junto a la puerta Este. Se pasó días allí colgado, aullando y maldiciendo. Decía que era inocente. Decía que no era justo y que quería un juicio.

– ¿En una jaula? -dije sin poder dar crédito a lo que oía.

– Sí, una jaula de hierro -confirmó Bredon-. Quién sabe dónde la encontraría en estos tiempos. Parecía sacada de una obra de teatro.

Pensé qué podía decir sin comprometerme. Pese a que sonaba grotesco, no quería criticar abiertamente al maer.

– Bueno -dije-, el bandidaje es algo terrible.

Bredon fue a poner una piedra sobre el tablero, pero se lo pensó mejor.

– Hubo mucha gente que pensó que todo aquello era… -carraspeó- de mal gusto. Pero nadie lo dijo en voz alta, no sé si me explico. Fue muy truculento. Pero el maer consiguió lo que quería.

Decidió, por fin, dónde quería colocar su piedra, y seguimos jugando un rato en silencio.

– Qué raro -comenté-. El otro día me encontré a una persona que no sabía qué categoría tenía Caudicus en la corte.

– Pues a mí no me sorprende mucho -repuso Bredon. Señaló el tablero-. El intercambio de anillos se parece mucho al tak. Aparentemente, las reglas son sencillas. En la práctica, resultan bastante complicadas. -Colocó otra piedra y sonrió; alrededor de sus oscuros ojos aparecieron pequeñas arrugas-. De hecho, el otro día tuve que explicarle las complejidades de esa costumbre a un extranjero que no estaba familiarizado con ella.

– Fue usted muy amable.

– A simple vista parece sencillo -dijo Bredon tras aceptar mi agradecimiento con una inclinación de cabeza-. Un barón está por encima de un baronet. Pero a veces, el dinero joven vale más que la sangre vieja. A veces, el control de un río es más importante que el número de soldados que puedas llevar a la batalla. A veces una persona es, en realidad, más que una persona, técnicamente hablando. El conde de Svanis también es, gracias a una extraña herencia, el vizconde de Tevn. Un solo hombre, pero dos entidades políticas diferentes.

– Una vez mi madre me contó que conocía a un hombre que se debía fidelidad a sí mismo -dije sonriendo-. Tenía que pagarse una parte de sus propios impuestos todos los años, y en caso de que se sintiera amenazado, había tratados vigentes que exigían que se proporcionara a sí mismo apoyo militar urgente e incondicional.

– Sí, ocurre más a menudo de lo que la gente cree -dijo Bredon-. Sobre todo en el seno de las familias más antiguas. Stapes, por ejemplo, tiene diversas calidades.

– ¿Stapes? Pero si solo es un valet, ¿no?

– Sí, es un valet -dijo Bredon lentamente-. Pero no es solo un valet. Su familia es muy antigua, pero él no tiene ningún título propio. Técnicamente, no tiene más categoría que un cocinero. Pero posee tierras. Tiene dinero. Y es el valet del maer. Se conocen desde que eran unos críos. Todo el mundo sabe que goza de la confianza de Alveron.

Bredon me escudriñó con la mirada.

– ¿Quién se atrevería a insultar a un hombre así con un anillo de hierro? Si vas a su habitación, lo comprobarás: en su cuenco solo hay oro.

Al poco rato de terminar nuestra partida, Bredon se disculpó alegando un compromiso previo. Por suerte, ya tenía mi laúd para distraerme. Me puse a afinarlo, revisando los trastes y mimando la clavija que se aflojaba continuamente. Habíamos pasado mucho tiempo separados, y necesitábamos tiempo para volver a intimar.

Pasaban las horas. Me sorprendí tocando «El lamento de Ortiga Muerta» y me obligué a parar. Llegó el mediodía. Me trajeron la comida y me recogieron los platos. Volví a afinar el laúd y toqué unas cuantas escalas. Sin darme cuenta, me puse a tocar «Vete de la ciudad, calderero». Entonces comprendí qué era eso que mis manos trataban de decirme. Si el maer siguiera con vida, ya me habría llamado.

Dejé de tocar y me puse a pensar a toda velocidad. Tenía que marcharme. Cuanto antes. Stapes había visto cómo le llevaba medicinas al maer. Hasta podrían acusarme de manipular el frasco que le había llevado de las habitaciones de Caudicus.

Poco a poco, el miedo empezó a atenazarme el estómago y me di cuenta de que mi situación era desesperada. No conocía el palacio del maer lo suficiente para huir de allí de forma inteligente. Esa mañana, de camino a Bajo Severen, me había despistado y había tenido que detenerme para que me indicaran el camino.

Llamaron a mi puerta. Los golpes fueron más fuertes de lo normal, más vehementes que los del mensajero que normalmente venía a traerme la invitación del maer. Guardias. Me quedé paralizado. ¿Qué sería mejor, abrir la puerta y decir la verdad, o saltar por la ventana al jardín y huir a la desesperada?

Volvieron a llamar, más fuerte.

– ¿Señor? ¿Señor?

La voz llegaba amortiguada desde el otro lado de la puerta, pero no era una voz de guardia. Abrí la puerta y vi a un joven que llevaba una bandeja con una tarjeta y el anillo de hierro del maer.

Los cogí. En la tarjeta había una sola palabra escrita con caligrafía temblorosa: «Inmediatamente».

Stapes estaba inusitadamente desgreñado, y me recibió con una mirada gélida. El día anterior me había dado la impresión de que le habría gustado verme muerto y enterrado. Ese día, su mirada insinuaba que se habría contentado con verme enterrado.

El dormitorio del maer estaba decorado con abundantes flores de selas. Su delicado perfume casi lograba encubrir los olores que sin duda se habían propuesto disimular con ellas. Ese detalle, combinado con la actitud de Stapes, me confirmó que mis predicciones sobre las molestias de la noche pasada habían sido acertadas.

Alveron, incorporado en la cama, estaba tal como yo esperaba encontrarlo: exhausto, pero sin sudores y sin dolores atroces. De hecho, tenía un aspecto casi angelical. El sol entraba por la ventana y lo cubría con un rectángulo de luz que aportaba a su piel una frágil transparencia y hacía que su despeinado cabello brillara como una corona de plata alrededor de su cabeza.

Al acercarme, Alveron abrió los ojos, y aquella beatífica ilusión se descompuso. No podía haber ningún ángel con unos ojos tan astutos como los de Alveron.

– ¿Cómo se encuentra, excelencia? -pregunté educadamente.

– Bastante bien -me contestó. Pero no era más que un formulismo que no me indicaba nada.

– ¿Cómo se siente? -insistí adoptando un tono más serio.

Alveron me dirigió una larga mirada para hacerme saber que no aprobaba que me dirigiera a él en un tono tan informal, y dijo:

– Viejo. Me siento viejo y débil. -Inspiró hondo-. Pero aparte de eso, me siento mejor que los últimos días. Tengo un poco de dolor, y estoy agotado. Pero me siento… limpio. Creo que he superado la crisis.

No le pregunté cómo había pasado la noche.

– ¿Quiere que le prepare más infusión?

– Sí, por favor. -Hablaba con comedimiento y educación.

Incapaz de adivinar de qué humor estaba, me apresuré a prepararle la infusión y le acerqué una taza.

– Esta sabe diferente -dijo el maer después de probarla.