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– Tiene menos láudano -expliqué-. No le conviene tomarlo en exceso, excelencia. Su cuerpo empezaría a depender de él del mismo modo que dependía del ófalo.

– Te habrás fijado en lo hermosos que están mis pájaros -dijo con un tono exageradamente desenfadado.

Giré la cabeza y vi a los sorbicuelos en la otra habitación, revoloteando en su jaula dorada, más animados que nunca. Sentí un escalofrío al comprender el significado de aquel comentario. Alveron seguía sin creer que Caudicus lo estaba envenenando.

Estaba demasiado aturdido para replicar con agilidad, pero tras respirar un par de veces, conseguí decir:

– La salud de sus pájaros no me preocupa tanto como la suya, excelencia. Se encuentra mejor, ¿verdad?

– Así es esta enfermedad mía. Viene y va. -El maer dejó su taza de infusión, todavía casi llena-. Al final desaparece por completo, y Caudicus es libre de ausentarse meses seguidos, y recoger ingredientes para sus pociones y amuletos. Por cierto -dijo entrelazando las manos sobre el regazo-, ¿serías tan amable de ir a las habitaciones de Caudicus a buscarme la medicina?

– Por supuesto, excelencia.

Logré esbozar una sonrisa y traté de ignorar el desasosiego que invadía mi pecho. Recogí los utensilios que había empleado para preparar la infusión y me guardé varios paquetes de hierbas en los bolsillos de la capa granate.

El maer dio una cabezada con cortesía, cerró los ojos y, bañado por el sol, pareció sumirse de nuevo en un sereno sueño.

– ¡Nuestro historiador en ciernes! -exclamó Caudicus al tiempo que me invitaba a entrar y me ofrecía un asiento-. Discúlpame un momento. Volveré enseguida.

Me senté en la butaca y solo entonces me fijé en el despliegue de anillos expuestos en una mesita cercana. Caudicus hasta se había tomado la molestia de construir un expositor donde colocarlos. Todos mostraban la parte donde estaba grabado el nombre. Había muchísimos, de plata, hierro y oro.

Mi anillo de oro y el anillo de hierro de Alveron reposaban en una bandejita sobre la mesa. Los recuperé, y tome nota de esa elegante forma de ofrecerse, sin decirlo, a devolver un anillo.

Eché un vistazo a la gran habitación de la torre disimulando mi curiosidad. ¿Qué motivó podía tener Caudicus para envenenar al maer? Con excepción de la propia Universidad, aquel lugar era el sueño de todo arcanista.

Intrigado, me levanté y fui hasta las estanterías. Caudicus tenía una biblioteca muy respetable, con casi un centenar de libros que se amontonaban en los estantes. Reconocí muchos títulos. Algunos eran libros de consulta de química. Otros, de alquimia. Otros trataban sobre ciencias naturales, herbología, fisiología, bestiología. La gran mayoría parecía tener carácter histórico.

Entonces se me ocurrió una cosa. Quizá pudiera aprovecharme del carácter supersticioso de los vínticos. Si Caudicus era un erudito riguroso y medianamente supersticioso como cualquier víntico, quizá supiera algo sobre los Chandrian. Además, como me hacía pasar por un joven noble corto de luces, no tenía que preocuparme por si perjudicaba mi reputación.

Cuando regresó, Caudicus se mostró sorprendido de verme examinando los estantes de libros. Pero se recompuso enseguida y me sonrió con cordialidad.

– ¿Ves algo que te interese?

Me volví y sacudí la cabeza.

– No especialmente -dije-. ¿Sabe algo acerca de los Chandrian?

Caudicus me miró un momento sin comprender, y luego rompió a reír.

– Sé que no van a entrar en tu habitación por la noche y se te van a llevar de la cama -dijo agitando los dedos como si estuviera tomándole el pelo a un niño pequeño.

– Entonces, ¿no estudia mitología? -pregunté combatiendo una oleada de desilusión al ver su reacción. Intenté consolarme pensando que aquello consolidaría la imagen que estaba dando de joven noble corto de luces.

Caudicus resopló.

– Eso no puede llamarse mitología -dijo con desdén-. Ni siquiera merece llamarse folclore. No son más que bobadas supersticiosas, y yo no pierdo el tiempo con esas cosas. Ningún erudito que se precie lo haría.

Empezó a ir y venir por la habitación, poniendo tapones a las botellas y guardándolas en armarios, enderezando montones de papeles y devolviendo libros a los estantes.

– Hablando de erudición… Si no recuerdo mal, tenías cierto interés por la familia Lackless, ¿no es así?

Me quedé mirándolo fijamente. Con todo lo que había pasado desde entonces, me había olvidado por completo de la falsa genealogía anecdótica que me había inventado el día anterior.

– Si no es mucha molestia -me apresuré a decir-. Como ya le dije, no sé prácticamente nada de ellos.

– En ese caso -dijo Caudicus con seriedad-, te convendría analizar su apellido. -Ajustó la llama de una lámpara de alcohol bajo un alambique de cristal que hervía a fuego lento en medio de un despliegue impresionante de tubos de cobre. Fuera lo que fuese lo que estuviera destilando, seguro que no era licor de melocotón-. Los nombres pueden revelarte mucho sobre las cosas, ¿lo sabías?

Sus palabras me hicieron sonreír, pero hice un esfuerzo y controlé mi expresión.

– ¿En serio?

Caudicus se volvió para mirarme en el preciso instante en que yo conseguía contener la lengua.

– Sí, ya lo creo -dijo-. Verás, a veces los nombres se basan en otros más antiguos. Cuanto más antiguo es el nombre, más cerca está de la verdad. Lackless es un apellido relativamente nuevo; no debe de tener más de seiscientos años de antigüedad.

Por una vez, no tuve que fingir perplejidad.

– ¿Un apellido de seiscientos años se considera nuevo?

– La familia Lackless es muy antigua. -Caudicus dejó de pasearse y se sentó en una butaca raída-. Mucho más antigua que la casa de Alveron. Hace mil años, la familia Lackless detentaba un poder como mínimo tan grande como el de los Alveron. Parte de lo que ahora son Vintas, Modeg y los Pequeños Reinos fueron tierras de los Lackless en un momento u otro.

– Y ¿cómo se llamaban antes de llamarse Lackless? -pregunté.

Caudicus cogió un libro grueso y lo hojeó con impaciencia.

– Aquí está. La familia se llamaba Loeclos o Loklos, o Loeloes. Todo viene a ser lo mismo: Lockless, «sin candado». En esa época, la ortografía no tenía tanta importancia.

– ¿En qué época? -pregunté.

Caudicus volvió a consultar el libro.

– Hace unos novecientos años, pero he visto otras historias que mencionan a los Loeclos mil años antes de la caída de Atur.

Me quedé atónito. No era fácil imaginar que existiera una familia más antigua que los imperios.

– ¿Y los Lockless se convirtieron en los Lackless? ¿Qué motivos podía tener una familia para cambiarse el apellido?

– Algunos historiadores se cortarían la mano derecha por esa respuesta -dijo Caudicus-. La teoría más aceptada es que hubo algún tipo de pelea que dividió a la familia. Cada parte adoptó un apellido diferente. En Atur se convirtieron en la familia Lack-key. Eran numerosos, pero les tocó vivir tiempos difíciles. El nombre fue derivando, y de él procede la palabra «lacayo». Aquellos nobles venidos a menos no tuvieron más remedio que hacer economías y doblarse en reverencias para llegar a fin de mes.

»En el sur se convirtieron en los Laclith, que poco a poco se hundieron en la oscuridad. Lo mismo sucedió con los Kaepcaen en Modeg. La rama más numerosa de la familia estaba aquí, en Vintas, solo que entonces Vintas todavía no existía. -Cerró el libro y me lo ofreció-. Si quieres, te lo presto.

– Gracias. -Cogí el libro-. Es usted muy amable.

Se oyó el lejano sonido de una campana.

– Hablo demasiado -dijo Caudicus-. He consumido todo el tiempo que teníamos y no te he dado ningún dato útil que puedas utilizar.

– Nada de eso. Me interesa mucho todo lo que me ha contado -dije, agradecido.

– ¿Estás seguro de que no te interesa que te cuente alguna historia de otras familias? -insistió Caudicus mientras se acercaba a una mesa-. Hace poco pasé un invierno con la familia Anso. El barón es viudo, ¿sabes? Muy rico, y un tanto excéntrico. -Arqueó las cejas, y en su mirada insinuaba escándalos-. Estoy seguro de que si me garantizaran el anonimato recordaría unos cuantos detalles interesantes.