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Estuve tentado de abandonar mi personaje para oír aquello, pero negué con la cabeza.

– Tal vez cuando haya acabado de trabajar en el capítulo sobre los Lackless -dije con toda la autosuficiencia de alguien entregado a un proyecto completamente inútil-. Mi investigación es muy delicada. No quiero hacerme un taco.

Caudicus frunció ligeramente el ceño, pero decidió no darle más vueltas; se arremangó y empezó a preparar la medicina del maer.

Volví a fijarme en cómo realizaba los preparativos. No era alquimia: eso lo sabía porque había visto trabajar a Simmon. Aquello ni siquiera podía llamarse química. Su forma de mezclar los ingredientes se parecía, más que a ninguna otra cosa, a seguir los pasos de una receta de cocina. Pero ¿cuáles eran los ingredientes?

Observé cómo trabajaba, paso a paso. La hoja seca debía de ser bitófola. El líquido del frasco cerrado con un tapón tenía que ser muratum o aqua fortis, pero sin duda algún tipo de ácido. Cuando burbujeaba y humeaba en el cuenco de plomo disolvía una pequeña cantidad de plomo, quizá solo un cuarto de escrúpulo. Seguramente, el polvo blanco era el ófalo.

Añadió un pellizco del último ingrediente; ese no tenía ni idea de qué podía ser. Parecía sal, pero claro, casi todo parece sal.

Mientras hacía su trabajo, Caudicus no paraba de hablar sobre los nobles de la corte. El hijo mayor de DeFerre se había roto una pierna al saltar desde la ventana de un burdel. El último amante de lady Hesua era de Yll y no hablaba ni una sola palabra de atur. Se rumoreaba que había salteadores de caminos al norte del camino real, pero siempre se rumorea que hay bandidos, de modo que eso no era ninguna novedad.

A mí no me interesan lo más mínimo las habladurías, pero sé fingir interés cuando me conviene. Entretanto, observaba atentamente a Caudicus en busca de alguna señal reveladora. Un susurro de nerviosismo, una gota de sudor, una breve vacilación. Pero no percibí nada, ni la menor indicación de que estuviera preparando un veneno para el maer. Se encontraba perfectamente cómodo y relajado.

¿Y si estaba envenenando al maer sin saberlo? Imposible. Cualquier arcanista digno de su florín sabía suficiente química para…

Entonces caí. Quizá Caudicus no fuera arcanista. Quizá fuera simplemente un hombre con una túnica negra que no sabía distinguir un caimán de un cocodrilo. Quizá solo fuera un farsante avispado que estaba envenenando al maer por pura ignorancia.

Quizá eso que había en su destilería sí era licor de melocotón.

Caudicus tapó el frasco de líquido ambarino con el tapón de corcho y me lo entregó.

– Aquí tienes -dijo-. Llévaselo enseguida. Conviene que se lo tome cuando todavía está caliente.

La temperatura de un medicamento no tiene ninguna importancia. Eso lo sabe cualquier fisiólogo.

Cogí el frasco y apunté a Caudicus en el pecho como si acabara de fijarme en algo.

– ¿Qué es eso? ¿Un amuleto?

Al principio, Caudicus se mostró confuso, pero entonces sacó el cordón de cuero de debajo de la túnica.

– Algo así -dijo esbozando una sonrisa tolerante. A simple vista, el trozo de plomo que llevaba colgado del cuello parecía un florín del Arcano.

– ¿Lo protege de los espíritus? -pregunté en voz baja.

– Sí, claro -respondió Caudicus con ligereza-. De toda clase de espíritus.

Tragué saliva, nervioso.

– ¿Me deja tocarlo?

Se encogió de hombros y se inclinó hacia delante, acercándome el colgante.

Lo cogí tímidamente entre el pulgar y el índice, y rápidamente di un paso hacia atrás.

– ¡Me ha mordido! -exclamé modulando la voz entre la indignación y la ansiedad mientras me retorcía la mano.

Vi que Caudicus reprimía una sonrisa.

– Ah, sí. Creo que tengo que darle de comer. -Se lo guardó entre los pliegues de la túnica-. Vete ya. -Hizo un ademán señalando la puerta.

Volví a los aposentos del maer, y por el camino me masajeé los dedos entumecidos tratando de devolverles la sensibilidad. Era un florín del Arcano, auténtico. Caudicus era un verdadero arcanista. Sabía exactamente qué estaba haciendo.

En los aposentos del maer, mantuve con él cinco minutos de charla insustancial, dolorosamente formal, mientras rellenaba los bebederos de los zunzunes con la medicina, todavía caliente. Los pájaros gorjeaban y trinaban alegremente exhibiendo una energía que me desconcertaba.

El maer se bebió una taza de infusión mientras charlábamos, mirándome en silencio desde la cama. Cuando hube terminado con los pájaros, me despedí y salí del dormitorio tan aprisa como me lo permitía el decoro.

Pese a que nuestra conversación no había versado sobre nada más serio que el tiempo, yo había podido leer el mensaje subyacente de Alveron como si me lo hubiera escrito en una hoja para que lo leyese. Él controlaba la situación. Estaba dejando varias opciones abiertas. No confiaba en mí.

Capítulo 63

La jaula dorada

Después de saborear brevemente la libertad, volví a quedar atrapado en mis habitaciones. Confiaba en que el maer hubiera superado ya la parte más difícil de su recuperación, pero de todas formas necesitaba estar cerca por si su estado empeoraba y enviaba a buscarme. No podía justificar ni la más breve excursión a Bajo Severen, aunque me muriera de ganas de volver a la calle de los Hojalateros con la esperanza de encontrar a Denna.

Así que llamé a Bredon y pasé una tarde muy agradable jugando a tak. Jugamos una partida tras otra, y yo las perdí todas, de nuevas y emocionantes maneras. Esa vez, cuando se marchó, Bredon dejó la mesita en mi habitación, y explicó que sus criados estaban hartos de trasladarla de un sitio para otro.

Además de las partidas de tak con Bredon y de mi música, tenía una nueva distracción, si bien es cierto que un poco irritante. Caudicus resultó ser el chismoso que aparentaba ser, y se había extendido la noticia de que yo preparaba una genealogía. De modo que, además de los cortesanos que trataban de sonsacarme información, ahora tenía que hacer frente a un flujo constante de personas ansiosas por airear la ropa sucia del vecino.

Disuadí a todos los que pude, y a los más furibundos los animé a poner por escrito sus historias y enviármelas. Un número sorprendente de ellos se tomó la molestia de hacerlo, y en una mesa de una de las habitaciones que no utilizaba empezaron a acumularse montones de historias difamatorias.

Al día siguiente, tras recibir el aviso del maer, entré en su dormitorio y lo encontré sentado en una butaca cerca de la cama, leyendo un ejemplar de Un derecho de reyes de Fyoren en su lengua original, víntico éldico. Tenía muy buen color y me fijé en que no le temblaban las manos al pasar una página. Alveron no levantó la cabeza cuando entré en la habitación.

Sin decir nada, preparé otra infusión con el agua caliente que ya había en la mesilla de noche del maer. Le serví una taza y la dejé en la mesilla, cerca de su codo.

Fui a ver la jaula dorada, que estaba en el saloncito. Los zunzunes revoloteaban y sorbían de los bebederos, realizando juegos aéreos vertiginosos que dificultaba mucho contarlos. Sin embargo, creí poder afirmar que había doce pájaros. Y no parecían en absoluto desmejorados tras tres días de dieta venenosa. Contuve el impulso de sacudir un poco la pajarera.

Por último, fui a sustituir la botella de aceite de hígado de bacalao del maer y comprobé que todavía estaba casi llena. Otra señal de mi debilitada credibilidad.

Recogí mis cosas sin decir palabra y me dispuse a marcharme, pero antes de que llegara a la puerta, el maer levantó la mirada del libro.