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Tiré el libro sobre la mesa con un descuido que habría encolerizado al maestro Lorren. Si el maer creía que esa clase de información bastaba para conquistar a una mujer, me necesitaba más de lo que imaginaba.

Pero tal como estaban las cosas, dudaba que el maer me pidiera ayuda para nada, y menos aún para algo tan delicado como cortejar a una dama. El día anterior ni siquiera me había llamado.

Era evidente que había caído en desgracia, y tenía la impresión de que Stapes había tenido algo que ver. Después de lo que había visto dos noches atrás en la torre de Caudicus, era evidente que Stapes participaba en la conspiración para envenenar al maer.

Decidí esperar, aunque eso significara pasarme todo el día encerrado en mis habitaciones. No era tan necio como para arriesgar la opinión que Alveron tenía de mí, que ya era bastante pobre, presentándome en sus aposentos sin que me hubiera llamado. Una hora antes de la comida, vino a verme el vizconde Guermen con unas cuantas hojas de chismorreos escritas a mano. También llevaba una baraja de cartas; quizá se hubiera propuesto imitar a Bredon. Me propuso enseñarme a jugar a truz, y como yo estaba aprendiendo ese juego, accedí a jugar apostando un sueldo de plata por mano.

Guermen cometió el error de dejarme repartir, y se marchó un tanto enfurruñado después de que le ganara dieciocho manos seguidas. Supongo que habría podido ser un poco más sutil. Habría podido jugar con él como con un pescado colgando de una caña, y estafarle la mitad de su finca, pero no estaba de humor para esas cosas. No tenía pensamientos agradables, y prefería estar a solas con ellos.

Una hora después de comer, decidí que ya no me interesaba conseguir el favor del maer. Si Alveron quería confiar en el traidor de su valet, era asunto suyo. No pensaba pasar ni un minutó más sentado sin hacer nada en mi habitación, esperando junto a la puerta como un perro apaleado.

Me eché la capa sobre los hombros, cogí el estuche de mi laúd y decidí dar un paseo por la calle de los Hojalateros. Si el maer me necesitaba mientras yo estaba fuera, podía dejarme una nota.

Nada más salir al pasillo vi al guardia en posición de firmes junto a mi puerta. Era uno de los guardias de Alveron, y llevaba sus colores, azul zafiro y marfil.

Nos quedamos un momento quietos. No tenía sentido preguntarle si estaba allí por mí. No había ninguna otra puerta a menos de seis metros en una u otra dirección. Lo miré a los ojos.

– ¿Cómo te llamas?

– Jayes, señor.

Al menos todavía merecía que me llamaran «señor». Eso ya era algo.

– Y estás aquí porque…

– Tengo que acompañarlo si sale de su habitación. Señor.

– Muy bien. -Entré de nuevo en la habitación y cerré la puerta.

¿De quién habría recibido las órdenes, de Alveron o de Stapes? En realidad no importaba.

Salí por la ventana al jardín, crucé el arroyo, pasé detrás de un seto y trepé por un muro de piedra decorativo. Mi capa de color granate no era idónea para escabullirme, por el jardín, pero en cambio me camuflaría muy bien contra el rojo de las tejas del tejado.

A continuación subí al tejado de los establos, pasé por un pajar y| salí por la puerta trasera de un granero abandonado. Una vez allí solo tenía que saltar una valla y habría salido del palacio del maer. Fue muy sencillo.

Entré en doce posadas de Hojalateros hasta que encontré en la que se hospedaba Denna. Como no estaba allí en ese momento, seguí paseando por la calle, con los ojos muy abiertos y confiando en mi suerte.

Al cabo de una hora la vi. Estaba de píe detrás de un corro de gente, mirando una representación callejera de Tres peniques por un deseo, lo creáis o no.

Tenía la piel más bronceada que la última vez que la había visto un la Universidad, y llevaba un vestido de cuello alto a la moda loen. Su melena, lisa y oscura, le caía por la espalda, excepto una fina trenza que colgaba junto a su cara.

Nuestras miradas se encontraron en el preciso instante en que irriga Muerta recitaba su primer verso de la obra:

¡Curo vuestras dolencias!

¡Son remedios sin falencia!

¡Pociones a penique, garantizo el resultado!

Si el corazón fastidiado tienes,

o si las piernas no le abrieres,

a mi carro derecho vente,

¡encontrarás lo que tanto habías buscado!

Denna sonrió al verme. Habríamos podido quedarnos a ver la obra, pero yo ya sabía cómo acababa.

Unas horas más tarde, Denna y yo comíamos uvas dulces de Vint a la sombra del Tajo. Algún picapedrero diligente había tallado un pequeño nicho en la piedra blanca del precipicio, proporcionando unos asientos lisos de piedra. Era un sitio acogedor que habíamos descubierto mientras paseábamos sin rumbo fijo por la ciudad. Estábamos solos, y yo me consideraba el hombre más afortunado del mundo.

Lo único que lamentaba era no tener el anillo de Denna conmigo. Habría sido el regalo sorpresa perfecto para nuestro encuentro sorpresa. Peor aún, ni siquiera podía hablarle a Denna del anillo. Si lo hacía, me vería obligado a admitir que lo había utilizado como garantía del préstamo de Devi. -Veo que te van bastante bien las cosas -comentó Denna frotando el dobladillo de mi capa granate con dos dedos-. ¿Te has hartado de andar todo el día entre libros?

– Me he tomado unas vacaciones -dije, evasivo-. De momento estoy ayudando al maer Alveron con un par de cosillas.

Denna abrió mucho los ojos apreciativamente.

– Cuéntame.

Desvié la mirada, incómodo.

– Me temo que no puedo. Asuntos delicados, ya sabes. -Carraspeé y traté de cambiar de tenia-. ¿Y tú? A ti tampoco debe de irte mal, por lo que se ve. -Pasé dos dedos por el bordado que decoraba el cuello alto de su vestido.

– Bueno, yo no me codeo con el maer -dijo haciendo un gesto exageradamente deferente hacia mí-. Pero como mencionaba en mis cartas, he…

– ¿Cartas? -la interrumpí-. ¿Me enviaste más de una?

– Te envié tres desde que me marché -me contestó Denna-. Iba a empezar la cuarta, pero me has ahorrado ese trabajo.

– Pues solo recibí una -aclaré.

– De todas maneras, prefiero decírtelo en persona -dijo Denna encogiéndose de hombros. Hizo una pausa teatral y añadió- Por fin tengo un mecenas oficial.

– ¿En serio? -dije, gratamente sorprendido-. ¡Es una estupenda noticia, Denna!

Sonrió, orgullosa. El blanco de sus dientes se destacaba contra el bronceado de su cara. Tenía los labios rojos, como siempre, sin necesidad de pintárselos.

– ¿Es algún miembro de la corte de Severen? -pregunté-. ¿Cómo se llama?

Denna se puso seria, y su abierta sonrisa se transformó en una débil mueca de confusión.

– Ya sabes que eso no puedo decírtelo. Ya sabes lo maniático que es respecto a su intimidad.

De pronto todo mi entusiasmo se esfumó, dejándome helado.

– No. Denna. Dime que no es aquel individuo. El que te envió a tocar a aquella boda en Trebon.

– Pues claro que sí -dijo Denna mirándome desconcertada-. No puedo revelarte su verdadero nombre. ¿Cómo lo llamaste aquella vez? ¿Maese Olmo?

– Maese Fresno -dije, y al pronunciar ese nombre me pareció que se me llenaba la boca del sabor a la corteza cenicienta del fresno-. ¿Tú sabes cómo se llama, al menos? ¿Te lo dijo antes de que firmaras el contrato?

– Sí, creo que sé cómo se llama. -Se pasó una mano por el pelo. Cuando sus dedos tocaron la trenza, pareció sorprenderle encontrar la allí, y rápidamente empezó a deshacerla con ágiles movimientos-… Pero ¿qué importancia tiene eso? Todos tenemos secretos, Kvothe. Mientras siga tratándome bien, no me importa mucho saber cuáles son los suyos. Ha sido muy generoso conmigo.

– No es simplemente reservado, Denna -protesté-. Por cómo lo has descrito, yo diría que es paranoico o está metido en asuntos peligrosos.

– No sé por qué le guardas tanto rencor.