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No podía creer lo que Denna acababa de decir.

– Denna, te dio una paliza.

Ella se quedó muy quieta.

– No. -Se llevó una mano al cardenal, ya amarillento, que tenía en el pómulo-. No, no es verdad. Ya te lo he dicho. Me caí montando. Aquel caballo estúpido no sabía distinguir un palo de una serpiente.

Negué con la cabeza.

– Me refería al otoño pasado, en Trebon.

Denna bajó la mano hasta su regazo, donde hizo un distraído movimiento tratando de hacer girar un anillo que no llevaba. Me miró con gesto inexpresivo.

– ¿Cómo sabes eso?

– Me lo contaste tú misma. Aquella noche en la colina, mientras esperábamos a que apareciera el draccus.

Denna agachó la cabeza y pestañeó.

– No recuerdo… haber dicho eso.

– Aquel día estabas un poco confundida -le recordé con gentileza-. Pero me lo dijiste. Me lo contaste todo. No deberías quedarte con una persona así, Denna. Cualquiera que fuera capaz de hacerte aquello…

– Lo hizo por mi bien -dijo Denna, y sus oscuros ojos empezaron a brillar de ira-. ¿Eso no te lo dije? Todos los invitados a la boda habían muerto, y allí estaba yo, sin un solo arañazo. Ya sabes cómo son los pueblos pequeños. Incluso después de encontrarme inconsciente creyeron que yo podía haber tenido algo que ver con lo ocurrido. Te acuerdas, ¿verdad?

Agaché la cabeza y la sacudí como un buey que trata de librarse del yugo.

– No te creo. Tenía que haber alguna otra forma de solventar la situación. Yo habría encontrado otra forma.

– Ya, pero no todos somos tan inteligentes como tú.

– ¡No tiene nada que ver con ser inteligente! -Casi gritaba-. ¡El habría podido llevársete con él! ¡Habría podido dar la cara y responder por ti!

– No, porque nadie podía saber que él estaba allí -replicó Denna-. Me dijo…

– Te pegó.

Al pronunciar esas palabras, noté que se acumulaba dentro de mí una ira terrible. No era una ira furiosa y candente, como la que solía caracterizar mis brotes de mal genio. Era una emoción diferente, fría y lenta. Y nada más sentirla, me di cuenta de que llevaba mucho tiempo dentro de mí, cristalizando, como un estanque que poco a poco se hiela a lo largo de una noche de invierno.

– Te pegó -repetí, y noté la ira dentro de mí, un bloque sólido de cólera gélida-. Nada que digas podrá cambiar eso. Y si alguna vez lo veo, seguramente le clavaré un puñal en lugar de estrecharle la mano.

Entonces Denna levantó la cabeza y me miró, y vi que la irritación desaparecía de su semblante. Me miró con cariño mezclado con compasión. La clase de mirada que le lanzas a un cachorro cuando gruñe creyéndose terriblemente fiero. Me puso una suave mano en la mejilla, y noté que me ruborizaba, avergonzado de pronto de mi propio melodrama.

– No discutamos, por favor -me suplicó-. Por favor. Hoy no. Llevaba tanto tiempo sin verte…

Decidí dejarlo para no arriesgarme a alejar a Denna de mí. Sabía lo que pasaba cuando los hombres la presionaban demasiado.

– Está bien -cedí-. Vamos a dejarlo por hoy. Pero ¿puedes decirme, al menos, para qué te ha traído tu mecenas aquí?

Denna recostó la espalda y sonrió de oreja a oreja.

– Lo siento. Asuntos delicados, ya sabes -dijo imitándome.

– No seas así -protesté-. Te lo contaría si pudiera, pero el maer valora mucho su intimidad.

Denna volvió a inclinarse hacia delante y puso una mano sobre la mía.

– Pobre Kvothe, no es por maldad. Mi mecenas es tan reservado como el maer. Me dejó muy claro que no quería que hiciera pública w nuestra relación. Puso mucho énfasis en eso. -Se había puesto seria-. Es un hombre poderoso. -Me pareció que iba a añadir algo más, pero entonces se contuvo.

Lo entendí, a mi pesar. Mi reciente roce con la ira del maer me había enseñado a ser precavido.

– ¿Qué puedes contarme de él?

Denna se dio unos golpecitos en los labios con la yema de un dedo, pensativa.

– Es un bailarín excelente. Creo que eso puedo decirlo sin traicionar nada. Se mueve con mucha gracia -dijo, y rió al ver mi expresión-. Le estoy ayudando a hacer unas investigaciones. Historias y genealogías antiguas. Él me ayuda a escribir un par de canciones para que pueda hacerme un nombre… -Titubeó y meneó la cabeza-. Me parece que no puedo revelar nada más.

– ¿Podré oír esas canciones cuando las hayas terminado?

– Supongo que sí. -Sonrió con timidez. Entonces se levantó, me cogió por el brazo y tiró de mí para que me pusiera en pie-. Basta de hablar. ¡Ven a pasear conmigo!

Sonreí; el entusiasmo de Denna era contagioso, como el de un crío. Pero cuando tiró de mí, dio un gritito, hizo una mueca de dolor y se llevó una mano al costado.

Me levanté de un brinco.

– ¿Qué te pasa?

Denna encogió los hombros y compuso una sonrisa forzada mientras se abrazaba las costillas.

– La caída -dijo-. Qué caballo tan estúpido. Si me olvido y me muevo demasiado deprisa, me duele.

– ¿Te lo ha visto alguien?

– Solo es un cardenal -dijo-. Y de la clase de doctores que puedo permitirme no me fío.

– ¿Y tu mecenas? -pregunté-. Seguro que él puede buscarte un buen médico.

– No tiene importancia. -Se enderezó lentamente. Levantó ambos brazos por encima de la cabeza e hizo un ágil paso de baile; al ver lo serio que me había puesto, soltó una carcajada-. Dejemos de hablar de secretos. Ven a pasear conmigo. Cuéntame habladurías morbosas de la corte del maer.

– Muy bien-dije, y empezamos a andar-. Me han dicho que el maer se recupera estupendamente de una larga enfermedad.

– Eres un chismoso pésimo. Eso lo sabe todo el mundo.

– El baronet Bramston jugó una partida de faro malísima anoche.

Denna puso los ojos en blanco.

– Aburrido.

– La condesa DeFerre perdió la virginidad mientras asistía a una representación de Daeonica.

– Oh. -Denna se llevó una mano a los labios y reprimió una risa-. ¿En serio?

– Al menos no la tenía después del entreacto -dije en voz baja-. Pero resulta que se la había dejado en sus habitaciones. De modo que en realidad no la perdió, sino que no recordaba dónde la había dejado. Los criados la encontraron dos días más tarde mientras limpiaban. Resulta que se había ido rodando debajo de una cómoda.

– ¡No puedo creer que te haya creído! -protestó Denna, indignada. Me dio un manotazo; entonces volvió a hacer una mueca de dolor y aspiró bruscamente entre los dientes.

– Ya sabes que he estudiado en la Universidad -dije con dulzura-. No soy fisiólogo, pero entiendo un poco de medicina. Si quieres, puedo examinarte ese golpe.

Denna me miró largamente, como si no estuviera segura de cómo debía interpretar mi ofrecimiento.

– Me parece que esa es la táctica más circunspecta que nadie ha probado jamás para conseguir que me desnude.

– Yo… -Me puse rojo como un tomate-. Denna, yo no pretendía…

Denna se rió de mi turbación.

– Si tuviera que dejar que alguien jugara a los médicos conmigo, serías tú, mi Kvothe -dijo-. Pero de momento me ocuparé yo misma. -Entrelazó un brazo con el mío y seguimos caminando por la calle-. Sé cuidarme sola.

Horas más tarde regresé al palacio del maer; fui por el camino directo, y no por los tejados. Cuando llegué al pasillo que conducía a mis habitaciones, vi que había dos guardias apostados en lugar de uno solo, como antes de salir. Deduje que habían descubierto que me había escapado.

Ni siquiera eso consiguió desanimarme mucho, pues el rato que había pasado con Denna me había levantado el espíritu. Además, había quedado con ella al día siguiente pata ir a montar a caballo. Tratándose de Denna, era un lujo haber quedado en un sitio y a una hora concretos.

– Buenas noches, caballeros -saludé al llegar ante mi puerta-, ¿Ha pasado algo interesante durante mi ausencia?