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– No puede salir de sus habitaciones -dijo Jayes con seriedad. Me fijé en que esa vez no me había llamado «señor».

Me quedé quieto, con una mano sobre el picaporte.

– ¿Cómo dice?

– Debe permanecer en sus habitaciones hasta nueva orden -sentenció-. Y uno de nosotros debe quedarse con usted todo el tiempo.

Me enfurecí.

– Y eso ¿lo sabe Alveron? -pregunté con aspereza.

Los dos guardias se miraron, dubitativos.

De modo que había sido Stapes quien les había dado las órdenes. Esa duda sería suficiente para que no se atrevieran a tocarme.

– Vamos a aclarar esto ahora mismo -decidí, y eché a andar por el pasillo a buen paso; los guardias intentaron seguirme haciendo sonar sus armaduras.

A medida que recorría los pasillos, iba poniéndome más furioso. Si ya no tenía ninguna credibilidad ante el maer, prefería liquidar el asunto definitivamente. Ya que no podía ganarme su confianza, al menos podría recuperar mi libertad y la capacidad para ver a Denna siempre que quisiera.

Doblé una esquina justo a tiempo para ver al maer saliendo de sus aposentos. Llevaba un fajo de papeles bajo un brazo, y nunca lo había visto con un aspecto más saludable.

Al verme, la irritación se reflejó en su rostro, y creí que ordenaría a los guardias que se me llevaran. Sin embargo, lo abordé con toda tranquilidad, como si hubiera recibido una invitación escrita.

– Excelencia -dije con tono alegre y cordial-, ¿podemos hablar un momento?

– Por supuesto -replicó él con un tono similar, al mismo tiempo que abría las puertas que había estado a punto de cerrar al salir-. Pasa.

Escudriñé sus ojos y vi en ellos una ira tan intensa como la mía. Una parte de mí, la más sensata, tembló un instante, pero mi mal genio, imparable, galopaba sin freno.

Dejamos a los desconcertados guardias en la antecámara, y Alveron me condujo por otra puerta hasta sus aposentos privados. Se palpaba un silencio amenazador, como la calma antes de una inesperada tormenta de verano.

– No puedo creer que seas tan insolente -dijo el maer entre dientes una vez que se hubieron cerrado las puertas-. Tus descabelladas acusaciones. Tus ridículas afirmaciones. No me gusta hacer escenas en público, de modo que ya nos ocuparemos de eso más tarde. -Hizo un ademán imperioso-. Vuelve a tus habitaciones y no salgas hasta que decida qué quiero hacer contigo.

– Excelencia…

Supe por cómo cuadraba los hombros que estaba a punto de llamar a los guardias.

– No te oigo -dijo con rotundidad.

Entonces nuestras miradas se cruzaron. El maer tenía los ojos duros como el pedernal, y me di cuenta de que estaba verdaderamente furioso. Aquella no era la ira de un patrón o un empleador. No era alguien molesto porque yo no hubiera respetado el orden social. Era un hombre que había dirigido cuanto sucedía alrededor desde los dieciséis años. Aquel hombre no tenía ningún reparo en colgar a alguien de una jaula para reafirmar su autoridad. Era un hombre que, de no ser por un giro de la historia, en ese momento sería el rey de toda Vintas.

Mi genio chisporroteó y se apagó como una vela, dejándome helado. Entonces comprendí que había juzgado muy mal mi situación.

Cuando era un niño sin hogar en las calles de Tarbean había „ aprendido a tratar con gente peligrosa: estibadores borrachos, guardias, hasta un niño mendigo con un puñal hecho con un cristal de botella puede matarte. La clave para seguir con vida era conocer las reglas de la situación. Un guardia nunca te pegaba en medio de la calle. Un estibador nunca te perseguía si echabas a correr.

De pronto comprendí con una claridad asombrosa cuál había sido mi error. El maer no tenía que cumplir ninguna regla. Podía ordenar que me mataran y que luego colgaran mi cuerpo sobre las puertas de la ciudad. Podía encerrarme en la cárcel y olvidarse de mí. Podía dejarme allí mientras yo me moría de hambre y enfermaba. Yo no tenía posición, ni amigos que pudieran interceder por mí. Me hallaba indefenso como un niño con una espada hecha con una rama de sauce.

Comprendí todo eso de golpe y noté que un temor lacerante se instalaba en mis entrañas. Debí quedarme en Bajo Severen mientras todavía podía. Jamás debí ir allí y mezclarme en los asuntos de la gente poderosa.

Entonces apareció Stapes, que venía del vestidor del maer. Al vernos, en su semblante, normalmente plácido, se reflejaron brevemente el pánico y la sorpresa. Pero se recuperó enseguida.

– Les ruego que me disculpen, señores -dijo; dio media vuelta y se marchó por donde había llegado.

– Stapes -dijo el maer antes de que el valet desapareciera-. Ven aquí.

Stapes volvió a entrar en la habitación. Se retorcía las manos con nerviosismo. Tenía la mirada acongojada de un hombre culpable, un hombre al que habían sorprendido haciendo algo que no debía.

– Stapes, ¿qué llevas ahí? -inquirió Alveron con seriedad.

Me acerqué más y vi que el valet no se retorcía las manos, sino que llevaba algo en ellas.

– No es nada…

– ¡Stapes! -bramó el maer-. ¡Cómo te atreves a mentirme! ¡Enséñamelo ahora mismo!

El corpulento valet se quedó como aturdido y abrió las manos. En la palma tenía un pajarillo brillante como una piedra preciosa, sin vida. Stapes había palidecido por completo.

Desde que el mundo es mundo, jamás la muerte de una criatura tan bonita había traído tanto alivio y tanta alegría. Yo llevaba tiempo convencido de que Stapes era un traidor, y allí tenía la prueba irrefutable de su traición.

Sin embargo, guardé silencio. El maer tenía que verlo con sus propios ojos.

– ¿Qué significa eso? -preguntó el maer.

– No es bueno pensar en esas cosas, señor -dijo el valet, aturullado-, y peor aún darle mucha importancia. Iré a buscar otro. Cantará igual de bien.

Hubo una larga pausa. Vi que Alveron se esforzaba para contener la ira que había estado a punto de desatar sobre mí. El silencio siguió prolongándose.

– Stapes -dije despacio-, ¿cuántos pájaros ha sustituido estos últimos días?

Stapes se volvió hacia mí con expresión indignada.

Antes de que el valet pudiera hablar, el maer intervino:

– Contéstale, Stapes -dijo con voz casi entrecortada-. ¿Ha muerto alguno más?

Stapes miró al maer aflicción

– Oh, Rand, no quería molestarte. Estabas muy enfermo. Entonces me pediste que te llevara los pájaros, y pasaste una noche espantosa. Y al día siguiente había muerto uno.

Miraba el pajarillo que tenía en la palma de la mano y hablaba cada vez más deprisa, atropelladamente. Aquella falta de fluidez tenía que ser a la fuerza sincera.

– No quería llenarte la cabeza de ideas macabras hablándote de animales muertos. Así que lo saqué de la jaula y metí otro nuevo. Entonces empezaste a encontrarte mejor, y todos los días morían cuatro o cinco pájaros. Cada vez que miraba, encontraba otro en el suelo de la jaula, como una pequeña flor cortada. En cambio, tú te recuperabas muy bien. Por eso no quise mencionarlo.

Stapes tapó al sorbicuelo muerto con la mano ahuecada.

– Es como si estuvieran entregando sus pequeñas almas para que tú te curases. -De pronto algo se soltó en su interior, y rompió a llorar. Eran los profundos y desconsolados sollozos de un hombre sincero que lleva mucho tiempo asustado y sintiéndose impotente, viendo morir poco a poco a un amigo querido.

Alveron se quedó inmóvil un momento, perplejo, y toda su ira lo abandonó. Entonces avanzó y abrazó a su valet.

– Stapes… -dijo en voz baja-. En cierto modo es así. Tú no has hecho nada de lo que se te pueda culpar.

Salí discretamente de la habitación y me puse a retirar los bebederos de la jaula dorada.

Una hora más tarde estábamos los tres cenando juntos en los aposentos del maer. Alveron y yo explicamos a Stapes lo que había estado pasando aquellos últimos días. Stapes estaba loco de alegría; su amo no solo estaba curado, sino que su salud seguiría mejorando.