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Para mí, después de haber contrariado a Alveron, contar de nuevo con su favor era un gran alivio. Sin embargo, me daba cuenta de lo cerca que había estado del desastre.

Fui sincero con el maer respecto a mis equivocadas sospechas sobre Stapes, y ofrecí al valet mis sinceras disculpas. Stapes, a su vez, admitió las dudas que había abrigado respecto a mí. Al final nos dimos la mano y pensamos mejor el uno del otro.

Estábamos charlando mientras terminábamos de cenar, cuando Stapes se levantó de pronto, pidió disculpas y salió precipitadamente de la habitación.

– La puerta -explicó el maer-. Tiene el oído de un perro. Es asombroso.

Stapes le abrió la puerta al individuo alto con la cabeza afeitada al que yo había visto examinando unos mapas con Alveron el día de mi llegada. El comandante Dagon.

Dagon entró en la habitación y sus ojos se dirigieron rápidamente hacia cada uno de los rincones, hacia la ventana, hacia la otra puerta; entonces se clavaron en mí y otra vez en el maer. Cuando nuestras miradas se encontraron, los instintos salvajes que me habían mantenido vivo en las calles de Tarbean me aconsejaron huir. Esconderme. Hacer cualquier cosa con tal de alejarme de aquel hombre.

– ¡Dagon! -dijo el maer alegremente-. ¿Cómo va todo?

– Bien, excelencia. -Se quedó de pie, alerta, sin mirar a los ojos al maer.

– ¿Serías tan amable de arrestar a Caudicus por traición?

Hubo una breve pausa.

– Sí, excelencia.

– Calculo que serán suficientes ocho hombres, siempre que no se dejen llevar por el pánico ante una situación complicada.

– Sí, excelencia. -Empecé a captar sutiles diferencias en las respuestas de Dagon.

– Vivo -añadió Alveron como si contestara una pregunta-. Pero no hace falta que seas muy delicado con él.

– Sí, excelencia. -Dicho eso, Dagon se dio la vuelta.

– Si de verdad es un arcanista, debería usted tomar ciertas precauciones, excelencia -me apresuré a intervenir. Me arrepentí de haber empleado la palabra «debería» nada más pronunciarla, porque sonó excesivamente presuntuosa. Tendría que haber dicho «quizá quiera tomar ciertas precauciones».

Pero Alveron no debió de reparar en mi error.

– Sí, por supuesto. Para atrapar a un ladrón hace falta ser ladrón. Cuando lo dejes abajo, Dagon, átale las manos y los pies con unas buenas cadenas de hierro. De hierro puro. Amordázalo y véndale los ojos… -Caviló un instante dándose golpecitos en el labio con un dedo-. Y córtale los pulgares.

– Sí, excelencia.

– ¿Crees que con eso será suficiente? -me preguntó Alveron.

Contuve las náuseas y me esforcé para no retorcerme las manos sobre el regazo. No sabía qué era lo que me producía mayor desasosiego: la alegría con que Alveron daba las órdenes o la impasibilidad con que Dagon las aceptaba. Con un arcanista de verdad no se podía jugar» pero la idea de dejar lisiado a Caudicus me parecía más horrorosa que la de matarlo.

Dagon se marchó, y cuando se cerró la puerta Stapes se estremeció y dijo:

– Dios mío, Rand, cada vez que lo veo es como si me echaran un chorro de agua fría por la espalda. No sé por qué no te libras de él.

– ¿Para que se lo quede otro? -repuso el maer riendo-. No, Stapes. Lo quiero aquí. Mi perro rabioso, atado con una correa corta.

Stapes frunció el entrecejo, pero antes de que pudiera decir nada más, desvió la mirada hacia la puerta abierta que daba a la salita.

– Vaya, otro. -Fue hasta la jaula y volvió con otro zunzún muerto en la mano. Tras mostrárnoslo, se llevó aquel cuerpecillo diminuto fuera de la estancia-. Ya sé que tenías que probar la medicina con algo -dijo desde la habitación contigua-, pero estos pobres calanthis… no se lo merecen.

– ¿Cómo ha dicho? -pregunté.

– Stapes es un poco anticuado -me explicó Alveron con una sonrisa en los labios-. Y más educado de lo que está dispuesto a admitir. «Calanthis» es su nombre en víntico éldico.

– Juraría haber oído esa palabra en algún otro sitio.

– También es el apellido del linaje real de Vintas -dijo Alveron con tono reprobatorio-. Para ser alguien que sabe tantas cosas, tienes unas lagunas sorprendentes.

Stapes estiró el cuello y volvió a mirar hacia la jaula.

– Ya sé que tenía que hacerlo -me dijo-, pero ¿por qué no usar ratones, o ese perrito repugnante de la condesa DeFerre?

Fui a contestar, pero entonces se oyó un golpazo en otra habitación, y un guardia irrumpió en la que estábamos nosotros antes de que Stapes pudiera ponerse en pie.

– Excelencia -dijo el guardia, resoplando, al mismo tiempo que se lanzaba hacia la única ventana de la estancia y cerraba de golpe los postigos. Entonces fue corriendo a la salita e hizo lo mismo con la ventana que había allí. Recorrió el resto de los aposentos, que yo nunca había visto, y de ellos llegaron ruidos parecidos. También le oí arrastrar algún mueble.

Stapes, desconcertado, fue a ponerse en pie, pero el maer sacudió la cabeza y le hizo una seña para que se sentara.

– ¿Teniente? -gritó con un deje de irritación en la voz.

– Le ruego que me disculpe, excelencia -dijo el guardia al volver a la habitación, respirando entrecortadamente-. Son órdenes de Dagon. Tenía que asegurar sus aposentos inmediatamente.

– Deduzco que no ha salido todo bien -dijo Alveron con aspereza.

– Caudicus no nos abrió la puerta cuando fuimos a la torre. Dagon nos hizo derribarla. Había… no sé qué era, excelencia. Una especie de espíritu maligno. Anders está muerto, excelencia. Caudicus no estaba en sus habitaciones, pero Dagon ha salido en su busca.

El rostro de Alveron se ensombreció.

– ¡Maldita sea! -bramó golpeando el brazo de su butaca con un puño. Arrugó la frente y dio un suspiro explosivo-. Muy bien.

– Despachó al guardia con un ademán.

El guardia se quedó de pie, rígido.

– Señor. Dagon me ha dicho que no debo dejarlo sin vigilancia.

Alveron le lanzó una mirada amenazadora.

– Está bien, pero quédate allí. -Señaló un rincón del aposento.

Al guardia no pareció importarle tener que quedarse en segundo plano. Alveron se inclinó hacia delante apretándose la frente con las yemas de los dedos.

– ¿Cómo demonios lo habrá sospechado?

Parecía una pregunta retórica, pero hizo que mi mente se pusiera en funcionamiento.

– ¿Ayer fue a buscar su medicina, excelencia?

– Sí, sí. Hice lo mismo que los días anteriores.

«Excepto enviarme a mí a buscar su medicina», pensé.

– ¿Conserva el frasco?

Sí, lo conservaba. Stapes me lo trajo. Le quité el tapón y pasé un dedo por el interior del cristal.

– ¿A qué sabe su medicina, excelencia?

– Ya te lo he dicho. Es amarga, salobre. -Vi que el maer abría mucho los ojos al ver que me llevaba el dedo a la boca y me tocaba con él la punta de la lengua-. ¿Estás loco? -me dijo, atónito.

– Dulce -me limité a decir. Entonces me enjuagué la boca con agua y escupí tan delicadamente como pude en un vaso vacío. Saqué un paquetito que llevaba en el bolsillo del chaleco, lo abrí, puse un poco de su contenido en mi mano y me lo comí haciendo una mueca de asco.

– ¿Qué es eso? -me preguntó Stapes.

– Lígulo -mentí; sabía que la respuesta verdadera, carbón vegetal, solo suscitaría más preguntas. Di un sorbo de agua y lo escupí también. Esa vez el agua salió negra, y Alveron y Stapes se quedaron mirándola, pasmados.

Me permití un pequeño alarde.

– Algo debió de hacer sospechar a Caudicus que no se estaba tomando la medicina, excelencia. Si de pronto usted le hubiera notado un sabor diferente, le habría pedido explicaciones.

– Lo vi ayer por la noche -dijo el maer-. Me preguntó cómo me encontraba. -Golpeó suavemente el brazo de la butaca con el puño-. Maldita suerte. Si es medianamente listo, ya lleva medio día fuera de aquí. No lo alcanzaremos nunca.