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– Maravilloso -dije con desánimo dándole vueltas con los dejos-. Y eso ¿qué significa? ¿Que me clavará un puñal en el hígado y me tirará a un pozo seco?

Bredon esbozó su amplia y cálida sonrisa.

– Un anillo de hueso indica una deuda profunda y duradera.

– Entiendo. -Lo froté con los dedos-. He de admitir que prefiero que me deban un favor.

– No es un simple favor -aclaró Bredon-. Tradicionalmente, un anillo como este está hecho con el hueso de un familiar difunto. -Arqueó una ceja-. Y pese a que dudo que en este caso sea así, lleva implícito un mensaje muy claro.

Levanté la cabeza; todavía estaba un poco aturdido con todo aquello.

– Y ¿cuál es el mensaje?

– Que un anillo como ese no se regala a la ligera. No forma parte de los juegos a que juega la nobleza, y no es la clase de anillo que deberías exhibir. -Me miró a los ojos-. Yo, en tu lugar, lo guardaría bien.

Me lo metí con cuidado en el bolsillo.

– Me has ayudado mucho -dije-. Me gustaría poder recompensarte…

Bredon levantó una mano, interrumpiéndome a media frase. Entonces, moviéndose con gran solemnidad, apuntó hacia abajo, cerró la mano y golpeó el tablero de tak con los nudillos.

Sonreí y saqué las piedras.

– Me parece que por fin estoy cogiéndole el tranquillo a este juego -comenté una hora más tarde, después de perder por un margen muy estrecho.

Bredon apartó su silla de la mesa con gesto de desagrado.

– No -me contradijo-. Todo lo contrario. Entiendes lo básico, pero todavía no has captado lo más importante.

Empecé a separar las piedras.

– Lo más importante es que por fin estoy a punto de ganarte, después de tanto tiempo.

– No -insistió Bredon-. No se trata de eso. El tak es un juego sutil. Por eso tengo tantos problemas para encontrar contrincantes. Ahora mismo vas dando tumbos como un matón. Es más, yo diría que juegas peor que hace dos días.

– Admítelo -dije-. En esta última partida casi te gano.

Bredon se limitó a fruncir el entrecejo y señalar la mesa con gesto imperioso.

Inicié la partida con determinación, sonriendo y tarareando, convencido de que ese día lo vencería por fin.

Pero estaba muy equivocado. Bredon colocó sus piedras sin piedad, sin vacilar ni un instante entre jugada y jugada. Me destrozó con la misma facilidad con que rasgas una hoja de papel por la mitad.

La partida acabó tan deprisa que me quedé sin aliento.

– Otra vez -dijo Bredon, con un deje de autoridad en la voz que nunca antes le había oído.

Intenté recuperarme, pero la siguiente partida fue aún peor. Me sentía como un cachorro peleando con un lobo. No: era un ratón a merced de un búho. Ni siquiera fingía luchar. Lo único que podía hacer era correr.

Pero no podía correr suficiente. Esa partida terminó antes incluso que la anterior.

– Otra vez -exigió Bredon.

Y volvimos a jugar. Esa vez, yo ni siquiera era un ser vivo. Bredon jugaba con la serenidad y el desapasionamiento de un carnicero con un cuchillo de deshuesar. La partida duró aproximadamente lo mismo que se tarda en destripar y deshuesar un pollo.

Al final, Bredon arrugó la frente y sacudió enérgicamente las manos a ambos lados del tablero, como si acabara de lavárselas y tratase de secárselas.

– De acuerdo -dije recostándome en el respaldo de la silla-. Ya lo capto. Hasta ahora habías jugado sin ánimo de humillarme.

– No -dijo Bredon mirándome con gravedad-. Eso no tiene nada que ver con lo que intento enseñarte.

– Entonces, ¿de qué se trata?

– Intento hacerte entender el juego -dijo-. Todo el juego, no solo lo de mover las piedras por el tablero. No se trata de jugar con todo el rigor que puedas. Se trata de ser atrevido. Peligroso. Elegante.

Golpeó el tablero con dos dedos.

– Cualquiera que esté medianamente despierto puede ver una trampa que le han preparado. Pero entrar en ella con audacia, con un plan para darle la vuelta, eso es maravilloso. -Sonrió, pero no por ello perdió su expresión severa-. Tender una trampa y saber que alguien llegará, cauteloso, con su propio truco preparado, y entonces vencerlo. Eso es doblemente maravilloso.

La expresión de Bredon se suavizó, y su voz se convirtió casi en una súplica.

– El tak refleja el sutil movimiento del mundo. Es un espejo donde se refleja la vida. Nadie gana un baile, muchacho. El sentido del baile es el movimiento que hace el cuerpo. Una partida de tak bien jugada revela el movimiento de una mente. Estas cosas tienen su propia belleza, pero solo pueden verla quienes tienen ojos para ella.

Señaló la escueta y brutal disposición de las piedras entre ambos.

– Mira eso. ¿Por qué iba a querer yo ganar una partida así?

Miré el tablero.

– ¿El objetivo no es ganar? -pregunté.

– El objetivo -dijo Bredon solemnemente- es jugar una hermosa partida. -Levantó ambas manos y encogió los hombros, y entonces en su rostro se distendió una sonrisa beatífica-. ¿Qué interés podría tener yo en ganar una partida que no fuera hermosa?

Capítulo 66

Al alcance de la mano

Un poco más tarde, esa misma noche, me quedé a solas en lo que suponía que debía de ser mi salón. O quizá fuera mi sala de estar. Sinceramente, no estaba muy seguro de qué diferencia había entre una cosa y otra.

Contrariamente a lo que esperaba, mis nuevas habitaciones me gustaban mucho. Y no porque fueran más amplias. Ni porque tuvieran mejores vistas del jardín. Ni porque el dibujo del suelo de mármol fuera más agradable a la vista. Ni siquiera porque la habitación tuviera su propio mueble de las bebidas, excelentemente abastecido, aunque ese era un detalle muy atractivo.

No. Mis nuevas habitaciones me gustaban más porque tenían varias sillas de asiento acolchado pero sin brazos que resultaban perfectas para tocar el laúd. Es incómodo tocar mucho rato en una silla con brazos. En la otra habitación, la mayoría de las veces acababa sentándome en el suelo.

Decidí llamar «laudería» a la habitación con esas sillas tan cómodas. O quizá «cámara de interpretación». Necesitaría tiempo para dar con algo suficientemente pedante.

Huelga decir que estaba encantado con el reciente giro de los acontecimientos. Para celebrarlo, abrí una botella de excelente vino tinto de Feloran, me relajé y saqué el laúd del estuche.

Empecé a tocar deprisa, automáticamente, interpretando «Tintatatornin» para calentar los dedos. Luego toqué dulce y sencillo un rato, reencontrándome poco a poco con mi laúd. Cuando llevaba tocando el tiempo que tardé en beberme media botella, me sentía muy a gusto y mi música sonaba sosegada y satisfecha como un gato tumbado al sol.

Entonces fue cuando oí el ruido a mis espaldas. Dejé de tocar de golpe, desmontando un acorde, y me puse rápidamente en pie temiendo encontrar a Caudicus, o a los guardias, o cualquier otro grave peligro.

Pero encontré al maer, con una sonrisa de turbación en los labios, como un niño que acaba de gastar una broma.

– Espero que tus nuevas habitaciones sean de tu agrado.

Me recompuse e hice una pequeña reverencia.

– Son excesivas para alguien como yo, excelencia.

– Son insignificantes teniendo en cuenta lo que te debo -replicó Alveron. Se sentó en un diván e hizo un ademán para indicar que podía sentarme si quería-. ¿Qué era eso que estabas tocando?

– En realidad no era una canción, excelencia -dije volviendo a mi silla-. Solo tocaba por tocar.

El maer arqueó una ceja.

– ¿Era de tu invención? -Asentí, y él añadió-: Siento haberte interrumpido. Continúa, por favor.

– ¿Qué le gustaría oír, excelencia?

– Sé de buena fuente que a Meluan Lackless le gustan la música y las palabras dulces -dijo-. Algo en esa línea.

– Hay muchos tipos de dulzura, excelencia -expliqué. Toqué las primeras notas de «Violeta espera», que sonaron ligeras, dulces y tristes. Entonces cambié a «La balada de Savien»; mis dedos se movían deprisa para componer los complejos acordes, arrancándole al laúd un sonido cortante.