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Volví a mi habitación justo después de cenar y me puse a escribir. Cuando vino a verme el maer, yo ya tenía tres borradores de una carta, el boceto de una canción y cinco hojas llenas de notas y frases que esperaba poder utilizar más adelante.

– Pase, excelencia. -Cuando el maer entró en mi habitación, lo miré y pensé en que no se parecía en nada al hombre enfermizo y débil al que yo había devuelto k salud. Había engordado y era como si le hubieran quitado cinco años de encima.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó Alveron-. ¿Ha mencionado a algún pretendiente mientras conversabais?

– No, excelencia -respondí, y le entregué una hoja de papel doblada-. Esta es la primera carta que debe enviarle. Espero que encuentre una forma discreta de hacérsela llegar.

Alveron desdobló la hoja y empezó a leer; sus labios se movían en silencio. Elaboré otro verso de una canción y anoté los acordes junto a las palabras. Al final el maer levantó la cabeza.

– ¿No te parece que es un poco excesivo? -preguntó, un tanto turbado.

– No. -Dejé de escribir el tiempo suficiente para apuntar con la pluma hacia otra hoja de papel-. Esa sí es excesiva. La que tiene usted en la mano es correcta. Lady Lackless posee una vena romántica. Está deseando que la lleven en volandas, aunque probablemente lo negaría.

El maer seguía mirándome indeciso, así que me aparté de la mesa y dejé la pluma.

– Tenía usted razón, excelencia. Es una mujer a la que vale la pena conquistar. Dentro de unos días habrá una docena de nobles en las fincas dispuestos a desposarse con ella, ¿me equivoco?

– Ya hay una docena, y aquí mismo -repuso él con seriedad-. Pronto habrá tres docenas.

– Añada otra docena que lady Lackless conocerá en las cenas o paseando por el jardín. Y otra docena que la cortejarán por el simple placer de perseguir una presa. De todas esas docenas, ¿cuántos hombres le escribirán cartas y poemas? Le enviarán flores, alhajas, prendas de su afecto. Dentro de nada, estará recibiendo un aluvión de atenciones. Sin embargo, usted tiene una ventaja.

Señalé la carta y continué:

– Actúe deprisa. Esa carta encenderá su imaginación, despertará su curiosidad. Dentro de un par de días, cuando las notas de todos esos pretendientes cubran por completo su escritorio, ella ya estará esperando su segunda carta.

El maer vaciló un instante, y luego dejó caer los hombros.

– ¿Estás seguro?

– En esto no hay certezas, excelencia -respondí sacudiendo la cabeza-. Solo esperanzas. Y esa es la mejor que puedo ofrecerle.

Alveron titubeó.

– Yo no entiendo nada de galanteos -dijo con un deje de petulancia-. Ojalá hubiera algún libro con normas que pudiéramos seguir. -Por un instante pareció un hombre normal y corriente, y no el maer Alveron.

La verdad es que yo también estaba preocupado. Todos mis conocimientos sobre el arte de cortejar a las mujeres habrían cabido cómodamente en un dedal sin necesidad de quitármelo del dedo.

Por otra parte, tenía infinidad de conocimientos de segunda mano. Diez mil canciones románticas, obras de teatro e historias tenían que servirme de algo. Además, había visto a Simmon perseguir a casi todas las mujeres en un radio de cinco kilómetros de la Universidad con el condenado entusiasmo de un niño que intenta volar. Es más, había visto a un centenar de hombres estrellarse contra Denna como barcos que no hacen caso de la marea.

Alveron me miró; su rostro seguía revelando una sincera preocupación.

– ¿Crees que bastará con un mes?

Cuando contesté, me sorprendió la seguridad que transmitía mi voz:

– Excelencia, si no consigo ayudarlo a conquistarla en un mes, es que es imposible.

Capítulo 68

El precio de un pan

Transcurrieron unos días agradables. Pasaba las horas diurnas con Denna en Bajo Severen, explorando la ciudad y los campos circundantes. Montábamos a caballo, nadábamos, cantábamos o sencillamente charlábamos hasta el anochecer. La halagaba escandalosamente y sin abrigar ninguna esperanza, porque solo un loco habría soñado con conquistarla.

Luego volvía a mis habitaciones y redactaba la carta que durante todo el día se había ido construyendo en mi interior. O vertía un torrente de música. Y en esa carta o esa canción decía todo lo que no me había atrevido a decirle a Denna durante el día. Cosas con las que sabía que solo habría conseguido ahuyentarla.

Después de terminar la carta o la canción, la reescribía. Le recortaba un poco los bordes, eliminaba uno o dos detalles excesivamente sinceros, la alisaba y cosía hasta que le encajaba a Meluan Lackless como un guante de piel de becerro.

Era una situación idílica. En Severen me costaba mucho menos que en Imre encontrar a Denna. Pasábamos horas seguidas juntos, a veces más de una vez al día, a veces tres o cuatro días seguidos.

No obstante, para ser sincero he de decir que no todo era perfecto. Había algunos abrojos en la manta, como solía decir mi padre.

El primero era un joven caballero llamado Gerred que acompañaba a Denna una de las primeras veces que nos vimos en Bajo Severen.

El no la conocía por el nombre de Denna, por supuesto. La llamaba Alora, y yo hice otro tanto durante el resto del día.

El rostro de Gerred tenía esa expresión de condena que yo tan bien conocía. Se había enamorado de Denna, pero empezaba a comprender que el tiempo a su lado se estaba agotando.

Yo lo observaba y le veía cometer los mismos errores que había visto cometer a otros antes que él. La rodeaba con el brazo con aire posesivo. Le regaló un anillo. Mientras paseábamos por la ciudad, si ella fijaba la vista en algo más de tres segundos, él se ofrecía a comprárselo. Intentaba arrancarle una promesa de un encuentro posterior. ¿Un baile en la mansión DeFerre? ¿Una cena en La Tabla Dorada? Al día siguiente, los hombres del conde Abelardo iban a representar El rey Diezpeniques…

Tomadas individualmente, cualquiera de esas cosas habría estado bien. Quizá hasta habrían sido un detalle bonito. Pero juntas no transmitían nada más que desesperación pura y dura. Gerred se aferraba a Denna como si estuviera ahogándose y ella fuera una plancha de madera.

Cuando ella estaba distraída, Gerred me miraba con odio; y esa noche, cuando Denna se despidió de nosotros, Gerred estaba pálido y demacrado como si llevara dos días muerto.

El segundo abrojo fue peor. Cuando llevaba casi dos ciclos ayudando al maer a cortejar a su dama, Denna desapareció. Sin señal o previo aviso. Sin una nota de despedida o disculpa. Esperé tres horas en la caballeriza donde habíamos quedado; después fui a su posada, y me enteré de que se había marchado la noche anterior llevándose todas sus pertenencias.

Fui al parque donde habíamos comido el día anterior, y a una docena de sitios más que solíamos frecuentar. Ya era casi medianoche cuando cogí el elevador para subir a lo alto del Tajo. Incluso entonces, mi parte más delirante confiaba en que ella me saludaría al llegar arriba, y que volvería a arrojarse a mis brazos con su entusiasmo salvaje.

Pero no estaba allí. Esa noche no escribí ninguna canción ni ninguna carta para Meluan.

El segundo día deambulé durante horas por Bajo Severen como un alma en pena, preocupado y dolido. Esa noche, en mis habitaciones, sudé, maldije y arrugué veinte hojas de papel hasta que conseguí tres párrafos pasables, muy breves, que entregué al maer para que hiciera con ellos lo que quisiera.

El tercer día tenía el corazón duro como una piedra. Traté de terminar la canción que había estado escribiendo para el maer, pero pese a mis esfuerzos no obtuve nada que valiera la pena. Durante la primera hora, las notas que tocaba sonaban pesadas y sin vida. En la segunda hora se volvieron discordantes e inseguras. Seguí intentándolo, pero los únicos sonidos que conseguí arrancarle a mi laúd fueron unos chiflidos espantosos parecidos al roce de un cuchillo contra los dientes.