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– No quisiera ser indiscreto, excelencia, pero en su juventud, ¿intentó alguna vez ganarse el afecto de una joven dama?

Alveron sonrió por el cuidado con que me había expresado.

– Adelante, sé indiscreto.

– ¿Cuáles le parecieron más interesantes? ¿Las que corrían a sus brazos enseguida, o las que eran más difíciles y se mostraban reacias, incluso indiferentes a sus atenciones? -El maer se quedó mirando al vacío sumido en los recuerdos-. Con las mujeres pasa lo mismo. Algunas no soportan que un hombre se aferre a ellas. Y a todas les gusta que les dejen hacer sus propias elecciones. Es difícil ansiar algo que ya tenemos.

Alveron asintió con la cabeza.

– Eso es verdad. La ausencia alimenta el afecto. -Volvió a asentir, esa vez con más firmeza-. Muy bien. Tres días. -Miró de nuevo el reloj-. Y ahora tengo que…

– Una cosa más, excelencia -me apresuré a añadir-. El amuleto que voy a fabricar debe estar especialmente calibrado para usted. Necesitaré su cooperación. -Carraspeé-. Concretamente, un poco de su… -volví a carraspear- sustancia.

– Dilo sin rodeos.

– Una pequeña cantidad de sangre, saliva, piel, pelo y orina. -Suspiré por dentro, consciente de que para alguien con la mentalidad supersticiosa de los vínticos, aquello debía parecer una receta para hacer un enviamiento o alguna otra cosa igual de ridícula.

Tal como había imaginado, el maer entrecerró los ojos al oír la lista.

– No soy ningún experto -dijo-, pero esas parecen precisamente las cosas de que debería evitar separarme. ¿Cómo puedo confiar en ti?

Habría podido reafirmar mi lealtad, recordarle los servicios que le había prestado en el pasado o que ya le había salvado la vida una vez. Pero en el último mes había tenido ocasión de entender cómo funcionaba la mente del maer.

Compuse una sonrisa cómplice.

– Es usted un hombre inteligente, excelencia. Estoy seguro de que sabe la respuesta sin necesidad de que yo se la dé.

Me devolvió la sonrisa.

– De acuerdo, comprobémoslo.

Encogí los hombros.

– No me sirve de nada muerto, excelencia.

Sus ojos grises escudriñaron brevemente los míos; luego el maer asintió, satisfecho.

– Cierto. Envíame un mensaje cuando necesites esas cosas. -Se volvió para marcharse-. Tres días.

Capítulo 69

Semejante locura

Hice varios viajes a Bajo Severen para proveerme de los materiales que necesitaba para fabricar el gram de Alveron. Oro en bruto. Níquel y hierro. Carbón y ácidos de grabado. Conseguí el dinero para esas compras vendiendo diversas herramientas que encontré en el taller de Caudicus. Habría podido pedirle dinero al maer, pero prefería demostrarle que tenía mis propios recursos, pues no quería que me viera como una sangría continua.

Por casualidad, mientras compraba y vendía visité muchos de los lugares donde había estado con Denna.

Me había acostumbrado tanto a encontrármela que me parecía verla a cada momento aunque no estuviera allí. Todos los días, mi esperanzado corazón daba un vuelco al verla doblar una esquina, entrar en la tienda de un zapatero, levantar una mano y saludarme desde el otro lado de un patio. Pero siempre resultaba no ser ella, y todas las noches volvía al palacio del maer más desanimado que el día anterior.

Por si eso fuera poco, Bredon se había marchado de Severen unos días atrás para ir a visitar a unos parientes suyos. No me di cuenta de lo mucho que dependía de él hasta que se hubo ido.

Como ya he dicho, fabricar un gram no es muy difícil si tienes el material adecuado, un esquema y un Alar como una hoja de acero de Ramston. Las herramientas de metalistería que había en la torre de Caudicus me sirvieron, aunque no podían compararse con las que utilizábamos en la Factoría. Reproducir el esquema tampoco fue difícil, porque tengo buena memoria para esas cosas.

Mientras trabajaba en el gram del maer, empecé a fabricar otro para sustituir el que había perdido. Por desgracia, por culpa de las herramientas, relativamente bastas, con que trabajaba, no tuve tiempo de acabarlo como me habría gustado. Terminé el gram del maer tres días después de nuestra última conversación, y seis después de la repentina desaparición de Denna. A la mañana siguiente abandoné mi infructuosa búsqueda y me instalé en uno de los cafés al aire libre, y me dediqué a buscar inspiración para la canción que le debía al maer. Pasé diez horas allí, y el único acto de creación que conseguí fue transformar por arte de magia casi un galón de café en una orina maravillosa y aromática.

Esa noche bebí una cantidad desaconsejable de scutten y me quedé dormido sobre mi escritorio. La canción de Meluan todavía estaba inacabada. El maer no estaba nada contento.

Denna reapareció al séptimo día, cuando yo paseaba por nuestros lugares de encuentro habituales de Severen. Pese a lo concentrado que estaba en mi búsqueda, ella me vio primero y vino riendo a mi lado, y, emocionada, me habló de una canción que había oído el día anterior. Pasamos la jornada juntos, como si nunca se hubiera marchado.

No le pregunté por su inesperada desaparición. Ya hacía más de un año que conocía a Denna, y entendía algunos de los misteriosos giros de su corazón. Sabía que valoraba su intimidad. Sabía que tenía secretos.

Esa noche estábamos en un jardincillo junto al mismísimo borde del Tajo. Sentados en un banco de madera, contemplábamos la ciudad que se extendía a nuestros pies: una caótica plétora de lámparas, farolas, luces de gas, con algún que otro punto más destacado de luz simpática.

– Lo siento mucho -dijo ella en voz baja.

Llevábamos casi un cuarto de hora allí sentados, contemplando las luces de la ciudad en silencio. Quizá Denna estuviera retomando una conversación previamente interrumpida, pero yo no la recordaba.

– ¿Cómo dices?

Como Denna tardaba en contestarme, me volví y la observé. Era una noche oscura, sin luna. El rostro de Denna estaba débilmente iluminado desde abajo por el millar de luces de la ciudad.

– A veces tengo que marcharme -dijo por fin-. Por la noche. Deprisa y sin hacer ruido.

Denna no me miraba mientras hablaba, sino que mantenía los oscuros ojos fijos en la ciudad que se extendía a nuestros pies.

– Es lo que suelo hacer -continuó con un hilo de voz-. Me marcho. Sin avisar antes. Sin dar explicaciones después, A veces es lo único que puedo hacer.

Entonces me miró, y vi que estaba muy seria.

– Espero que lo sepas aunque no te lo haya dicho nunca -prosiguió-. Espero que no haga falta que te lo diga…

Volvió a girar la cabeza y se quedó contemplando las trémulas luces de la ciudad.

– Pero por si sirve de algo, lo siento.

Seguimos un rato callados, disfrutando de un silencio agradable. Yo quería decir algo. Quería decirle que no me importaba, pero habría mentido. Quería decirle que lo único que de verdad me importaba era que regresara, pero temía que eso fuera demasiado cierto.

Así pues, en lugar de arriesgarme y decir algo que no debía, me callé. Sabía lo que les pasaba a los hombres que se aferraban demasiado a ella. Esa era la diferencia entre ellos y yo. Yo no me aferraba a Denna, no trataba de poseerla. No entrelazaba un brazo con el suyo, ni le murmuraba al oído, ni le besaba la mejilla por sorpresa.

Sí, lo pensaba. Todavía recordaba su calor el día que me abrazó junto al elevador. Había veces en que habría dado mi mano derecha a cambio de volver a abrazarla.

Pero entonces pensaba en las caras de los otros hombres cuando se daban cuenta de que Denna los estaba abandonando. Pensaba en todos los que habían intentado retenerla y habían fracasado. Así que me abstuve de enseñarle las canciones y los poemas que había escrito, pues sabía que demasiada verdad puede ser demoledora.