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Y si eso significaba que Denna no era completamente mía, ¿qué? Yo siempre sería la persona a la que ella podía acudir sin temor a recriminaciones ni preguntas. Así que no intentaba conquistarla y me contentaba con jugar una hermosa partida.

Pero siempre había una parte de mí que deseaba algo más, y por tanto siempre había una parte de mí que deliraba.

Pasaban los días, y Denna y yo explorábamos las calles de Severen. Nos sentábamos en los cafés, veíamos obras de teatro, íbamos a montar a caballo. Subimos hasta lo alto del Tajo por el camino solo para poder decir que lo habíamos hecho. Visitamos los mercados del muelle, una colección de fieras itinerante y varios gabinetes de maravillas.

Algunos días no hacíamos otra cosa que sentarnos y hablar, y esos días nada llenaba nuestras conversaciones tanto como la música.

Pasábamos horas y horas hablando del oficio de músico. De cómo encajaban las canciones. De cómo se combinaban las estrofas y los estribillos; del tono, del modo, del compás.

Eran cosas que yo había aprendido de pequeño y en las que pensaba a menudo. Y si bien para Denna eran materias nuevas, en cierto modo eso era una ventaja para ella. Yo había aprendido música antes que aprender a hablar. Conocía diez mil reglas de melodía y estrofa mejor de lo que conocía el dorso de mis propias manos.

Denna no. En cierto modo, eso la limitaba, pero por otra parte hacía que su música fuera extraña y maravillosa…

Sé que no lo estoy explicando muy bien. Imaginad que la música es una gran ciudad enmarañada, como Tarbean. En los años que pasé viviendo allí, acabé conociendo bien sus calles. No solo las principales. No solo los callejones. Conocía atajos y tejados y secciones de las alcantarillas. Gracias a eso, podía moverme por la ciudad como un conejo entre las zarzas. Era rápido, ingenioso, astuto.

Denna, en cambio, no había recibido ninguna instrucción. No conocía ningún atajo. Lo lógico habría sido que hubiera deambulado por la ciudad, perdida e impotente, atrapada en un retorcido laberinto de piedra y argamasa.

Pero no: ella atravesaba las paredes. No sabía hacer otra cosa. Nadie le había dicho nunca que no pudiera hacerlo. Por eso se movía por la ciudad como un ser feérico. Paseaba por calles que nadie podía ver, y eso hacía que su música fuera salvaje, extraña, libre.

Al final costó veintitrés cartas, seis canciones y, aunque me avergüenza decirlo, un poema.

No fue solo eso, desde luego. Las cartas por sí solas no pueden conquistar el corazón de una mujer. Alveron también cumplió con su papel en el cortejo. Y después de revelarse como el pretendiente anónimo de Meluan, hizo la mejor parte del trabajo, atrayendo lentamente a Meluan a su lado con la tierna reverencia que sentía por ella.

Pero mis cartas llamaron la atención de Meluan. Mis canciones la atrajeron lo suficiente para que Alveron pudiera desplegar su lento y locuaz encanto.

Aun así, solo puedo reclamar una pequeña parte del mérito por las cartas y las canciones. Y en cuanto al poema, solo hay una cosa en el mundo que podría llevarme a cometer semejante locura.

Capítulo 70

Aferrado

Encontré a Denna frente a su posada del pasaje de Gres, un pequeño establecimiento llamado Las Cuatro Candelas. Al doblar la esquina y verla allí de pie, bajo la luz del farol que colgaba sobre la puerta, sentí una oleada de júbilo por el simple hecho de haberla encontrado cuando había salido a buscarla.

– Recibí tu nota -dije-. No sabes lo contento que me he puesto.

Denna sonrió e hizo una pequeña reverencia. Llevaba una falda, no una de esas complicadas que lucían las mujeres de la nobleza, sino una de tela sencilla que le habría servido para aventar el trigo o para ir a un baile de pueblo.

– No estaba segura de que pudieras venir -dijo-. Porque a estas horas, la mayoría de la gente civilizada ya se ha acostado.

– He de admitir que me ha sorprendido -dije-. Si fuera más entrometido, me preguntaría qué te ha mantenido ocupada hasta tan tarde.

– Negocios -contestó ella dando un suspiro teatral-. Una reunión con mi mecenas.

– ¿Ha vuelto a la ciudad? -pregunté.

Ella asintió.

– ¿Y quería verte a medianoche? Qué… raro.

Denna se apartó de la puerta de la posada y empezamos a andar juntos por la calle.

– La mano que sujeta la bolsa… -dijo, y encogió los hombros-. Las horas intempestivas y los lugares inusitados son la norma con maese Fresno. A veces sospecho que quizá sea solo un noble solitario que se aburriría con un mecenazgo normal y corriente. Me pregunto si le procura algo de emoción fingir que está metido en alguna intriga misteriosa, en lugar de limitarse a encargarme canciones.

– Y ¿qué tienes planeado para esta noche? -pregunté.

– Nada. Solo pasar el rato en tu agradable compañía. -Estiró un brazo y lo entrelazó con el mío.

– En ese caso -repuse-, quiero enseñarte una cosa. Es una sorpresa. Tendrás que confiar en mí.

– Todas esas cosas las he oído un montón de veces. -En los ojos oscuros de Denna destellaba un brillo travieso-. Pero nunca todas juntas, y nunca me las habías dicho tú. -Sonrió-. Te concederé el beneficio de la duda y me reservaré las burlas de hastío para más tarde. Llévame adónde quieras.

Subimos a Alto Severen en el elevador, y desde arriba contemplamos boquiabiertos las luces de la ciudad, como dos estúpidos de humilde cuna. La llevé a dar un largo paseo por las calles adoquinadas, mostrándole las tiendas y los jardincillos. Luego dejamos atrás los edificios, saltamos una valla baja de madera y nos dirigimos hacia la oscura silueta de un granero vacío.

Una vez allí, Denna ya no pudo seguir callada.

– Bueno, lo has conseguido -dijo-. Me has sorprendido.

Sonreí y seguí guiándola hasta el interior del granero. Olía a heno y animales, pese a que no había ninguno. La conduje hasta una escalerilla que se perdía en la oscuridad que reinaba por encima de nuestras cabezas.

– ¿Un pajar? -me preguntó, incrédula. Se paró y me lanzó una mirada de curiosidad-. Es evidente que me has confundido con alguna aldeana de catorce años llamada… -murmuró algo-. No sé, algún nombre rústico.

– ¿Gretta?-sugerí.

– Por ejemplo. Es evidente que me has confundido con alguna aldeana de corpiño escotado llamada Gretta.

– Tranquila -dije-. Si pretendiera seducirte, no lo haría así.

– Ah, ¿no? -Se pasó una mano por el pelo. Sus dedos empezaron a tejer una trenza distraídamente; de pronto se paró y se soltó la trenza-. En ese caso, ¿qué hacemos aquí?

– Comentaste que te gustaban mucho los jardines -dije-. Y los jardines de Alveron son muy bonitos. Pensé que te gustaría verlos.

– A estas horas de la noche -dijo Denna.

– Un agradable paseo a la luz de la luna -la corregí.

– Esta noche no hay luna -me recordó-. O si la hay, no es más que un fino creciente.

– Bueno, no importa -dije sin dejarme intimidar-. ¿Cuánta luna se necesita para disfrutar del perfume de los primeros brotes de jazmín?

– En un pajar -dijo Denna con escepticismo.

– El pajar es la forma más fácil de llegar al tejado -expliqué-.

Y desde allí podemos acceder al palacio del maer. Y a su jardín.

– Si estás al servicio del maer -dijo ella-, ¿no sería más sencillo pedirle que nos dejara entrar?

– ¡Eh! -Levanté un dedo con gesto teatral-. Ahí está la gracia de la aventura. Hay un centenar de hombres que podrían llevarte a pasear por los jardines del maer. Pero solo hay uno que pueda colarte en él. -Sonreí-. Estoy ofreciéndote una oportunidad única, Denna.

– Ah, qué bien conoces mi corazón secreto -replicó sonriendo.

Le ofrecí mi mano como si la ayudara a subir a un carruaje.

– Milady…

Denna me cogió la mano, pero nada más poner el pie en el primer travesaño de la escalerilla, se detuvo.

– Un momento. No lo haces por caballerosidad. Lo que quieres es mirar debajo de mi vestido.