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La miré con mi mejor expresión de ofendido y me llevé una mano, al pecho.

– Señora, como caballero le aseguro que…

Me dio un manotazo.

– Una vez me dijiste que no eres ningún caballero -dijo-. Eres un ladrón, y lo que quieres es robar una mirada. -Dio un paso atrás e imitó el gentil movimiento que acababa de hacer yo-. Milord…

Pasamos por el pajar, subimos al tejado y nos colamos en el jardín. El creciente de luna plateado que brillaba en el cielo era más fino que un suspiro, y tan pálido que no alcanzaba a atenuar la luz de las estrellas.

Los jardines estaban asombrosamente tranquilos para tratarse de una noche tan templada y agradable. Normalmente, incluso a esas horas de la noche, había parejas paseando por los senderos, o hablándose al oído en los bancos de las enramadas. Me pregunté si esa noche se habría celebrado algún baile o alguna función en la corte.

Los jardines del maer eran enormes, con sinuosos senderos y setos astutamente distribuidos que los hacían parecer aún más grandes. Denna y yo caminábamos lado a lado, escuchando el suspiro del viento entre las hojas. Era como si fuéramos los únicos habitantes del planeta.

– No sé si te acordarás -dije en voz baja, reacio a perturbar el silencio-. De una conversación que mantuvimos hace tiempo. Sobre flores.

– Sí, me acuerdo -dijo ella, también en voz baja.

– Dijiste que creías que todos los hombres habían aprendido a cortejar con el mismo libro trillado.

Denna rió sin hacer apenas ruido. Se llevó una mano a los labios.

– Oh. Se me había olvidado. Dije eso, ¿verdad?

Asentí.

– Dijiste que todos te regalaban rosas.

– Y siguen haciéndolo -repuso ella-. Me gustaría que encontraran un libro nuevo.

– Me pediste que escogiera la flor más adecuada para ti -continué.

Denna me miró con timidez.

– Sí, ya me acuerdo. Quería ponerte a prueba. -Arrugó la frente-. Pero te libraste escogiendo una de la que yo no había oído hablar y que nunca había visto.

El sendero describía una curva hacia el túnel verde oscuro de un emparrado.

– No sé si las habrás visto ya -dije-, pero aquí tienes tu flor de selas.

Solo las estrellas nos iluminaban el camino. El creciente de luna era tan fino que apenas podía llamarse luna. Bajo la emparrada estaba tan oscuro como el cabello de Denna.

Teníamos los ojos muy abiertos para ver en la oscuridad, y donde la luz de las estrellas se filtraba entre las hojas, veíamos cientos de capullos de selas abriéndose como bostezos. De no ser porque el perfume de las selas es muy delicado, no habríamos podido respirar.

– ¡Oh! -suspiró Denna mirando alrededor con los ojos como platos. Bajo la enramada su piel brillaba más que la luna. Estiró ambos brazos hacia los lados-. ¡Qué suaves son!

Caminamos en silencio. Alrededor de nosotros, las enredaderas de selas trepaban por el emparrado aferrándose a la madera y el alambre, ocultándose del cielo nocturno. Cuando por fin llegamos al otro lado, la claridad nos pareció comparable a la de la luz del día.

El silencio se prolongó hasta que empecé a sentirme incómodo.

– Ahora ya conoces tu flor -dije-. Era una lástima que nunca hubieras visto ninguna. Tengo entendido que son difíciles de cultivar.

– Entonces quizá encaje conmigo -dijo Denna en voz baja agachando la cabeza-. Yo no echo raíces fácilmente. Seguimos andando hasta que el sendero describió una curva y el emparrado quedó oculto detrás de nosotros.

– Me tratas mejor de lo que merezco -dijo Denna por fin.

Su afirmación me pareció ridícula, y me reí. Si no solté una ruidosa carcajada, fue por respetar el silencio del jardín. Contuve la risa cuanto pude, aunque el esfuerzo me hizo perder el paso y tambalearme.

Muy cerca, Denna me observaba mientras una sonrisa asomaba a su rostro.

Al final me recompuse.

– Tú, que cantaste conmigo la noche que me gané el caramillo. Tú, que me has hecho el regalo más bonito que jamás he recibido. -Entonces se me ocurrió una cosa-. ¿Sabías que el estuche del laúd me salvó la vida?

La sonrisa de sus labios se ensanchó, abriéndose como una flor.

– ¿En serio?

– Sí -confirmé-. Es imposible que te trate tan bien como mereces. Teniendo en cuenta lo que te debo, esto es lo menos que puedo hacer para recompensarte.

– Bueno, creo que es un comienzo precioso. -Miró al cielo e inspiró hondo-. Siempre he preferido las noches sin luna. A oscuras es más fácil hablar. Es más fácil ser uno mismo.

Echó a andar de nuevo, y yo me puse a su lado. Pasamos junto a una fuente, un estanque, una pared cubierta de pálido jazmín abierto a la noche. Cruzamos un pequeño puente de piedra que nos devolvió al refugio de los setos.

– Podrías rodearme con el brazo, ¿sabes? -dijo Denna con naturalidad-. Estamos paseando por los jardines, a solas. A la luz de la luna, aunque haya poca. -Denna me miró de reojo y torció una comisura de la boca-. Supongo que sabes que esas cosas están permitidas.

Su inesperado cambio de actitud me pilló desprevenido. Desde que nos habíamos encontrado en Severen, yo la había cortejado con desesperada ostentación, y ella me había seguido la corriente. Me devolvía cada piropo, cada ocurrencia, cada broma, y no como un eco, sino como una segunda voz. Nuestro toma y daca era como un dueto.

Sin embargo, aquello era diferente. El tono de Denna era menos juguetón y más directo. Era un cambio tan repentino que no supe qué contestar.

– Hace cuatro días me torcí el tobillo al pisar una losa suelta -dijo en voz baja-. ¿Te acuerdas? Paseábamos por el pasaje de Mincet. Me resbaló el pie y tú me sujetaste casi antes de que me diera cuenta de que había tropezado. Pensé que debías de estar vigilándome muy atentamente para reaccionar tan deprisa.

Tomamos una curva del sendero, y Denna siguió hablando sin mirarme, con una voz suave, pensativa, casi como si hablara sola.

– Me sujetaste con firmeza y me enderezaste. Casi me abrazaste. En ese momento lo tuviste muy fácil. Era cuestión de centímetros. Pero cuando recobré el equilibrio, apartaste las manos. Sin vacilar. Sin entretenerte. Sin hacer nada que yo pudiera tomarme a mal.

Fue a volver la cara hacia mí, pero rectificó y dirigió la vista abajo.

– Es curioso -dijo-. Hay un montón de hombres que no se proponen otra cosa que tumbarme. Y solo hay uno que intenta todo lo contrario. Asegurarse de que tengo los pies firmes en el suelo, para que no me caiga.

Estiró un brazo casi con timidez.

– Cuando voy a cogerte del brazo, lo aceptas con naturalidad. Hasta posas tu mano sobre la mía, para que no la aparte. -Explicó mi movimiento con exactitud mientras yo lo hacía, y tuve que esforzarme para que el gesto no me resultara de pronto incómodo-. Pero nada más. Nunca te sobrepasas. Nunca presionas. ¿Te das cuenta de lo extraño que eso me resulta?

Nos miramos un momento en aquel jardín silencioso y oscuro. Notaba el calor de Denna cerca de mí, su mano aferrándose a mi brazo.

Pese a la poca experiencia que tenía con las mujeres, hasta yo podía interpretar aquella señal. Intenté decir algo, pero sus labios me tenían embelesado. ¿Cómo podía tenerlos tan rojos? Hasta las flores de selas parecían oscuras a la pálida luz de la luna. ¿Cómo podía ella tener los labios rojos?

Entonces Denna se quedó inmóvil. En ese momento estábamos casi parados, pero ella se quedó quieta como una estatua, con la cabeza ladeada, como un ciervo que ha detectado un ruido.

– Viene alguien -dijo-. Vamos.

Se cogió de mi brazo y tiró de mí apartándonos del sendero; pasamos por encima de un banco de piedra y a través de una abertura estrecha entre los setos.

Acabamos en medio de un tupido arbusto que formaba un hueco donde cabíamos los dos agachados. Gracias al trabajo de los jardineros, no había maleza en el suelo, ni hojas secas ni ramitas que pudieran crujir bajo el peso de nuestras manos o nuestras rodillas. De hecho, la hierba que cubría el suelo de aquel pequeño refugio era gruesa y blanda como el césped más mullido.