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– Hay un millar de muchachas que podrían pasear contigo por los senderos del jardín a la luz de la luna -dijo Denna con un hilo de voz-. Pero solo hay una que se escondería contigo en los arbustos. -Me sonrió. Su voz burbujeaba de regocijo.

Denna espió entre las hojas para observar el sendero, y yo la miré a ella. Su pelo caía como una cortina por un lado de su cabeza, y se veía asomar la punta de una oreja. En ese instante me pareció lo más precioso que había visto jamás.

Entonces oí el débil crujido de pasos por el sendero. También llegaba el sonido de voces que se filtraba a través del seto: un hombre y una mujer. Al cabo de un momento, aparecieron por la curva del sendero, cogidos del brazo. Los reconocí de inmediato.

Me volví y me incliné hacia Denna para hablarle al oído:

– Es el maer -dije-. Y su joven amada.

Denna se estremeció; me quité la capa granate y se la eché por encima de los hombros.

Volví a mirar a la pareja. Mientras los observaba, Meluan rió de algo que él dijo, y apoyó una mano sobre la de él, que reposaba sobre su brazo. Pensé que si ya se trataban con tanta confianza, pronto el maer no necesitaría de mis servicios.

– Para ti no, querida -oí decir claramente al maer cuando pasaron cerca de nosotros-. Tú te mereces rosas.

Denna me miró con los ojos muy abiertos. Se tapó la boca con ambas manos para reprimir la risa.

Los vimos pasar de largo, caminando despacio, al mismo paso. Denna se destapó la boca y respiró hondo varias veces seguidas.

– El maer también tiene un ejemplar de ese libro trillado -dijo con mirada risueña.

No pude evitar sonreír.

– Se ve que sí.

– Así que ese es el maer -dijo entonces mirando con sus oscuros ojos entre las hojas-. Es más bajo de lo que yo imaginaba.

– ¿Te gustaría conocerlo? -pregunté-. Podría presentártelo.

– Oh, sí, me encantaría -respondió con tono burlón. Rió entre dientes, pero al ver que yo no me reía, me miró y se puso seria-. ¿Lo dices en serio? -Ladeó la cabeza; su expresión era una mezcla de diversión y desconcierto.

– Supongo que no estaría bien que saliéramos de detrás de un seto y nos abalanzáramos sobre él -razoné-. Pero podríamos salir por el otro lado y dar la vuelta para encontrárnoslo de cara. -Tracé con una mano la ruta que podíamos tomar-. No digo que vaya a invitarnos a cenar ni nada parecido, pero podemos saludarlo educadamente con una inclinación de cabeza al cruzarnos en el sendero.

Denna siguió mirándome fijamente, frunciendo ligeramente las cejas.

– Lo dices en serio -concluyó.

– ¿Qué…? -Me interrumpí al comprender lo que quería decir su expresión-. Creías que te mentía cuando te decía que estaba al servicio del maer -dije-. Creías que te mentía cuando te decía que podía invitarte a venir aquí.

– Los hombres se inventan muchos cuentos -dijo ella quitándole importancia-. Les gusta fanfarronear un poco. El hecho de que me contaras algún cuento no me hizo pensar mal de ti.

– Yo nunca te mentiría -dije, y luego me lo pensé mejor-. Bueno, no. Eso no es verdad. Te mentiría. Vale la pena mentir por ti. Pero no te mentía. También vale la pena decir la verdad por ti.

Denna me sonrió con cariño.

– A veces eso es más difícil que mentir.

– ¿Qué me dices? -pregunté-. ¿Quieres conocerlo?

Denna volvió a asomarse entre las hojas del seto y miró hacia el sendero.

– No. -Cuando sacudió la cabeza, su pelo ondeó como una sombra fugaz-. Te creo. No hace falta. -Agachó la cabeza-. Además, tengo manchado de hierba el vestido. ¿Qué pensaría el maer?

– Yo tengo hojas en el pelo -admití-. Sé lo que pensaría.

Salimos del arbusto. Me quité las hojas del pelo, y Denna se sacudió la falda haciendo una mueca al pasar las manos por encima de las manchas de hierba.

Volvimos al sendero y continuamos nuestro paseo. Pensé rodear a Denna con un brazo, pero me contuve. Yo no tenía muy buen ojo para esas cosas, pero me pareció que el momento de hacerlo había quedado atrás.

Denna levantó la cabeza cuando pasamos al lado de la estatua de una mujer cogiendo una flor. Dio un suspiro.

– Era más emocionante cuando no sabía que tenía permiso -admitió con un deje de decepción en la voz.

– Sí, suele ocurrir -coincidí.

Capítulo 71

Interludio: el arcón tricerrado

Kvothe hizo parar a Cronista levantando una mano. El escribano limpió el plumín de la pluma con un trapo e hizo rodar el hombro, entumecido. Sin decir nada, Kvothe sacó una vieja baraja de cartas y empezó a repartirlas. Bast cogió las suyas y las examinó con curiosidad.

– ¿Qué…? -empezó a decir Cronista frunciendo el entrecejo.

Se oyeron pasos en el porche de madera, y la puerta de la Roca de Guía se abrió revelando a un individuo calvo y gordo que llevaba una chaqueta bordada.

– ¡Alcalde Lant! -lo saludó el posadero dejando sus cartas y poniéndose en pie-. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Le apetece beber algo? ¿Comer algo?

– Un vaso de vino no estaría mal -dijo el alcalde, y entró en la taberna-. ¿Tienes tinto de Gremsby?

– Me temo que no -respondió el posadero meneando la cabeza-. Los caminos, ya sabe. No es fácil abastecerse.

El alcalde asintió.

– Entonces sírveme algún otro tinto -dijo-. Pero te advierto que no pagaré más de un penique por él.

– Por supuesto que no, señor -repuso el posadero, solícito, retorciéndose un poco las manos-. ¿Algo de comer?

– No -contestó el alcalde-. La verdad es que he venido para solicitar los servicios del escribano. He preferido esperar a que las cosas se calmaran un poco, para que pudiéramos tener intimidad. -Paseó la mirada por la sala vacía-. Supongo que no te importará que ocupe tu taberna durante media hora, ¿verdad?

– En absoluto. -El posadero sonrió, obsequioso. Le hizo señas a Bast para que se levantara y se marchase.

– ¡Pero si tenía unas cartas buenísimas! -protestó Bast levantándolas.

El posadero miró con el ceño fruncido a su ayudante y se metió en la cocina.

El alcalde se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla mientras Bast, refunfuñando, recogía el resto de las cartas.

El posadero volvió con un vaso de vino tinto y cerró la puerta principal con una gran llave de latón.

– Me llevaré el chico arriba -dijo al alcalde- para que tenga usted intimidad.

– Te lo agradezco muchísimo -repuso el alcalde, y se sentó enfrente de Cronista-. Daré una voz cuando haya terminado.

El posadero asintió; se llevó a Bast de la taberna y subió con él la escalera. Kvothe abrió la puerta de su habitación e hizo entrar a Bast.

– Me pregunto qué será eso que el viejo Lant quiere guardar en secreto -dijo Kvothe en cuanto hubo cerrado la puerta-. Espero que no se entretenga demasiado.

– Tiene dos hijos de la viuda Creel -dijo Bast con desenvoltura.

– ¿En serio? -Kvothe arqueó una ceja.

Bast se encogió de hombros.

– Lo sabe todo el pueblo.

Kvothe puso cara de escepticismo y se sentó en una butaca tapizada.

– ¿Qué podemos hacer para entretenernos media hora? -preguntó.

– Hace muchísimo tiempo que no damos clase. -Bast arrastró una silla del pequeño escritorio y se sentó en el borde del asiento-. Podrías enseñarme algo.

– Clase -caviló Kvothe-. Podrías leer tu Celum Tinture.

– ¡Es tan aburrido, Reshi! -dijo Bast, suplicante-. No me importa dar clase, pero ¿tienen que ser necesariamente lecciones de un libro?

El tono de Bast le arrancó una sonrisa a Kvothe.

– ¿Prefieres que te plantee un enigma?-Bast sonrió-. Está bien, déjame pensar un poco. -Kvothe se dio golpecitos en los labios con las yemas de los dedos y paseó los ojos por la habitación. Al cabo de un momento, detuvo la mirada a los pies de la cama, donde estaba el arcón de madera oscura. Hizo un ademán displicente y preguntó-: ¿Cómo abrirías mi arcón si tuvieras que hacerlo?