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Bast hizo una pausa y se agachó para recoger la bola de papel.

– No-dijo Kvothe-. Déjalo.

Bast se quedó quieto con la mano extendida; entonces se levantó y salió de la habitación.

Kvothe lo siguió y cerró la puerta.

Capítulo 72

Caballos

Unos días después de que Denna y yo paseáramos por el jardín a la luz de la luna, terminé una canción para Meluan titulada «Para ti, solo rosas». Me la había encargado el maer, y me puse a trabajar con empeño, sabiendo que Denna se partiría de risa cuando la tocara para ella.

Metí la canción del maer en un sobre y miré la hora. Creía que iba a estar ocupado toda la noche terminándola, pero me había salido con una facilidad asombrosa, de modo que tenía el resto de la noche libre. Era tarde, pero no mucho. No lo bastante tarde para tratarse de una noche de Prendido en una ciudad tan animada como Severen. Quizá no demasiado tarde para encontrar a Denna.

Me puse ropa limpia y salí del palacio. Como el dinero que llevaba en la bolsa lo había obtenido vendiendo materiales de Caudicus y jugando a las cartas con nobles que entendían más de moda que de estadística, pagué un sueldo de plata y bajé en el elevador, y luego fui corriendo hasta la calle Neolín. Aminoré el paso cuando solo quedaban unas manzanas. El entusiasmo resulta halagador, pero no quería presentarme en la posada de Denna resollando y sudando como un caballo extenuado.

No me sorprendió no encontrarla en Las Cuatro Candelas. No era de las que se quedaba esperando haciendo girar los pulgares solo porque yo estaba ocupado. Pero llevábamos casi un mes explorando la ciudad juntos, y se me ocurrieron algunos sitios donde podía encontrarla.

La vi cinco minutos después. Iba andando por una calle muy concurrida como si la moviera un propósito determinado, como si tuviera que acudir a un sitio importante.

Eché a andar hacia ella, y entonces vacilé. ¿Adónde iría tan decidida, sola, a esas horas de la noche? A encontrarse con su mecenas.

Me gustaría poder afirmar que estuve dudando de si debía seguirla o no, pero mentiría. La tentación de descubrir por fin la identidad de su mecenas era demasiado fuerte, sencillamente.

Así que me puse la capucha de la capa y empecé a seguir a Denna entre la multitud. Resulta muy fácil si tienes un poco de práctica. Yo solía hacerlo en Tarbean: seguía a alguien solo para ver cuánto tardaba en descubrirme, por pura distracción. A mi favor jugaba el hecho de que, como Denna no era idiota, iba por las mejores zonas de la ciudad, donde las calles estaban atestadas de gente; además, en la penumbra mi capa parecía casi negra.

La seguí durante media hora. Pasamos por delante de vendedores ambulantes que vendían castañas y grasientos pasteles de carne. Había guardias entre los transeúntes, y las calles estaban iluminadas con farolas y farolillos colgados junto a las puertas de las posadas. Algún que otro músico andrajoso tocaba con una gorra al lado, y una vez pasamos por delante de una troupe de actores que representaban una obra de teatro folclórico en una placita adoquinada.

Entonces Denna se desvió y dejó atrás las calles más decentes. Al poco rato ya había menos luces y menos juerguistas achispados. Los músicos dieron paso a mendigos que gritaban o se te colgaban de la ropa cuando pasabas a su lado. Todavía salía luz por las ventanas de las tabernas y las posadas, pero la calle ya no estaba tan concurrida. La gente iba en parejas o en grupos de tres; las mujeres llevaban corsé y los hombres tenían la mirada dura.

Aquellas calles no eran peligrosas, en un sentido estricto. O mejor dicho, eran peligrosas como el cristal roto. El cristal roto no se aparta de su camino para hacerte daño; hasta puedes tocarlo si vas con cuidado. Hay otras calles que son peligrosas como perros rabiosos, y por muy prudente que seas, en ellas nunca estás a salvo.

Empezaba a ponerme nervioso cuando vi que Denna paraba de pronto en la entrada de un callejón en sombras. Estiró el cuello un momento, como si escuchara algo. Entonces, tras escudriñar la oscuridad, se internó en el callejón.

¿Era allí donde se encontraba con su mecenas? ¿Estaba tomando un atajo para llegar a otra calle? ¿O sencillamente seguía las instrucciones de su paranoico mecenas para asegurarse de que nadie la seguía?

Empecé a maldecir por lo bajo. Si me metía en el callejón y ella me veía, sería evidente que la había seguido. Pero si no lo hacía, se me escaparía. Y si bien aquella no era una parte de la ciudad muy peligrosa, no quería dejar a Denna caminando por allí sola tan tarde.

Examiné los edificios cercanos y vi uno con la fachada revestida de piedra desmoronadiza. Eché un vistazo alrededor y trepé por la fachada, rápido como una ardilla; otra habilidad, muy útil, adquirida en mi disipada juventud.

Una vez en el tejado, se trataba solo de correr por los tejados de varios edificios más, para luego esconderme detrás de una chimenea, desde donde podría espiar el callejón. Había un creciente de luna en el cielo, y pensé que vería a Denna recorriendo su atajo a toda prisa, o teniendo allí mismo un encuentro clandestino con su sospechoso mecenas.

Pero lo que vi no tuvo nada que ver con eso. La débil luz de una lámpara que salía por una ventana alta de un edificio me mostró a una mujer tendida en el suelo, inmóvil. El corazón me latió varias veces muy fuerte en el pecho, hasta que comprendí que no era Denna. Denna llevaba pantalones y camisa, mientras que aquella mujer tendida vestía un vestido blanco, arrugado; sus piernas, desnudas y pálidas, destacaban contra la piedra oscura de la calzada.

Miré a un lado y a otro hasta que entreví a Denna fuera del alcance de la luz. Estaba de pie cerca de un hombre ancho de espaldas en cuya calva se reflejaba la luz de la luna. ¿Lo estaba abrazando? ¿Era su mecenas?

Por fin mis ojos se acostumbraron lo suficiente a la oscuridad y pude ver que estaban muy cerca el uno del otro y muy quietos, pero que Denna no lo abrazaba. Denna tenía un brazo estirado y tenso, y en su mano, pegada al cuello de aquel hombre, distinguí un destello blanco de luna sobre metal, como una lejana estrella.

La mujer que estaba tendida en el suelo empezó a moverse, y Denna le dijo algo. La mujer se levantó con dificultad, tambaleándose un poco al pisarse el borde del vestido; entonces pasó despacio al lado de la pareja, manteniéndose cerca de la pared al dirigirse hacia la entrada del callejón.

Una vez que la mujer se hubo retirado, Denna dijo algo más. Estaba demasiado lejos para entender lo que decía, pero su voz, dura y crispada, hizo que se me erizara el vello de los brazos.

Denna se apartó del hombre; él retrocedió y se llevó una mano a un lado del cuello. Empezó a insultarla ferozmente, escupiendo y amenazándola con la mano que tenía libre. Su voz era más potente que la de Denna, pero arrastraba las palabras y no entendí prácticamente nada de lo que decía, aunque sí distinguí la palabra «puta» varias veces.

Pese a hablar mucho, el hombre no volvió a acercarse a Denna. Ella se quedó plantada ante él, con los pies bien afianzados en el suelo. Sujetaba el cuchillo, inclinado hacia arriba, delante del cuerpo. Su postura era casi despreocupada. Casi.

Después de maldecir durante cerca de un minuto, el hombre dio medio paso adelante, alzando un puño. Denna dijo algo e hizo un rápido y breve movimiento con el cuchillo hacia la entrepierna del hombre. El callejón quedó en silencio, y el hombre levantó un poco los hombros. Denna repitió aquel movimiento, y el hombre empezó a maldecir en voz más baja, se dio la vuelta y echó a andar por el callejón sin dejar de apretarse el cuello con una mano.

Denna esperó a que el hombre se perdiera de vista; entonces se relajó y, con cuidado, se guardó el cuchillo en un bolsillo. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada del callejón.