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Como ambos trabajábamos para mecenas muy celosos de su intimidad, Denna y yo no solíamos hablar de nuestro trabajo. Comparábamos las manchas de tinta de nuestros dedos y nos lamentábamos de nuestras dificultades, pero sin entrar en detalles.

– Nada me gustaría más -respondí mientras Denna cogía el estuche de su arpa y echaba a andar por la calle. Me puse a su lado-. Pero ¿no le importará a tu mecenas?

Denna encogió los hombros con aparente despreocupación.

– Dice que quiere que mi primera canción sea algo que los hombres canten los próximos cien años, de modo que no pretenderá que la esconda eternamente. -Me miró de reojo-. Iremos a algún sitio donde no nos vean y te dejaré oírla. No pasará nada, a menos que te pongas a gritarla desde los tejados.

Nos dirigimos hacia la puerta occidental de común y mudo acuerdo.

– Habría traído mi laúd -dije-, pero por fin he encontrado a un lutier de confianza. Le he pedido que me arregle esa clavija.-Hoy prefiero tenerte de público -replicó Denna-. Siéntate a escuchar embelesado mientras toco. Mañana yo te contemplaré a ti, con los ojos húmedos de emoción. Me maravillaré de tu habilidad, tu ingenio y tu encanto. -Se pasó el arpa al otro hombro y me sonrió-. A menos que también los hayas dejado en la tienda para que te los arreglen.

– Podríamos formar un dueto -propuse-. La combinación de arpa y laúd no se ve mucho, pero tampoco es insólita.

– Te has expresado con gran delicadeza. -Me miró de soslayo-. Me lo pensaré.

Como había hecho ya una docena de veces, contuve el impulso de confesarle que había recuperado el anillo que Ambrose le había quitado. Quería contarle toda la historia, errores incluidos. Pero estaba convencido de que el impacto romántico de mi gesto habría quedado disminuido por el final de la historia, donde empeñaba el anillo antes de marcharme de Imre. Pensé que sería mejor guardarlo en secreto de momento, y sorprender a Denna devolviéndole el anillo.

– Dime, ¿qué te parecería tener de mecenas al maer Alveron? -pregunté.

Denna dejó de andar y se volvió para mirarme.

– ¿Cómo?

– Resulta que le caigo simpático -dije-. Y me debe un par de favores. Sé que has estado buscando un mecenas.

– Ya tengo un mecenas -dijo con firmeza-. Un mecenas que me he ganado yo misma.

– Tienes medio mecenas -puntualicé-. ¿Dónde está tu título de mecenazgo? Tu maese Fresno quizá pueda procurarte apoyo financiero, pero tan importante como eso es el nombre del mecenas. El nombre es como una armadura. Es como una llave que abre…

– Ya sé en qué consiste un mecenazgo -me atajó Denna.

– Entonces debes de saber que maese Fresno no es justo contigo -dije-. Si el maer hubiera sido tu mecenas cuando las cosas se pusieron feas en aquella boda, nadie en aquel poblacho de mala muerte se habría atrevido a levantarte la voz, y mucho menos la mano. El nombre del maer te habría protegido incluso a mil kilómetros de distancia. Te habría mantenido a salvo.

– Un mecenas puede ofrecer algo más que un nombre y dinero -replicó Denna con tono hostil-. No necesito la protección de un título nobiliario, y, francamente, me molestaría que un hombre me obligara a vestirme con sus colores. Mi mecenas me ofrece otras cosas. Sabe cosas que yo necesito saber. -Me lanzó una mirada enojada y se apartó el pelo de los hombros-. Ya te he explicado todo esto antes. De momento estoy contenta con él.

– ¿Por qué no los tienes a los dos? -sugerí-. Al maer en público y a tu maese Fresno en secreto. Estoy seguro de que no pondría objeciones a eso. Seguramente Alveron podría investigar a ese otro individuo para asegurarse de que no intenta ganarse tu confianza con falsas…

Denna me miró, horrorizada.

– ¡Dios mío, no! -Se volvió hacia mí con expresión grave-. Prométeme que no intentarás averiguar nada sobre él. Eso podría estropearlo todo. Eres el único al que se lo he contado, pero él se pondría furioso si supiera que le he hablado a alguien de él.

Al oír eso, noté un extraño centelleo de orgullo.

– Si de verdad prefieres que no…

Denna se paró y dejó el estuche del arpa sobre los adoquines, produciendo un ruido sordo.

– Prométemelo -dijo, muy seria.

Seguramente no habría cedido si no me hubiera pasado la noche anterior siguiéndola por la ciudad con la esperanza de descubrir precisamente eso. Pero lo había hecho. Y luego, por si fuera poco, la había escuchado a hurtadillas. De modo que ese día estaba muerto de arrepentimiento.

– Te lo prometo -dije. Como su rostro seguía expresando una profunda angustia, añadí-: ¿No te fías de mí? Si así vas a quedarte tranquila, puedo jurártelo.

– ¿Por qué me lo jurarías? -me preguntó, y empezó a sonreír de nuevo-. ¿Qué hay tan importante para ti que te haría mantener tu palabra?

– ¿Mi nombre y mi poder? -dije.

– Eres muchas cosas -repuso ella con aspereza-, pero no eres Táborlin el Grande.

– ¿Mi buena mano derecha?

– ¿Solo una mano? -preguntó Denna, y la picardía volvió a asomar en su voz. Me cogió ambas manos, les dio la vuelta y fingió examinarlas minuciosamente-. Me gusta más la izquierda -decidió-. Júramelo por esa.

– ¿Por mi buena mano izquierda? -pregunté con recelo.

– Está bien -concedió-. Por la derecha. Qué tradicional eres.

– Juro que no intentaré descubrir la identidad de tu mecenas-dije de mala gana-. Lo juro por mi nombre y mi poder. Lo juro por mi buena mano izquierda. Lo juro por la luna en constante movimiento.

Denna me observó atentamente, como si no estuviera segura de si me burlaba de ella.

– Muy bien -dijo encogiéndose de hombros y recogiendo el arpa-. Me has convencido.

Seguimos caminando, traspasamos las puertas occidentales y salimos al campo. El silencio se prolongó y empezó a resultar incómodo.

Temiendo que aumentara la tensión, dije lo primero que me pasó por la cabeza.

– ¿Hay algún hombre nuevo en tu vida?

Denna rió por lo bajo.

– Ahora pareces maese Fresno. Siempre me pregunta por ellos. Cree que ninguno de mis pretendientes es lo bastante bueno para mí.

Estaba completamente de acuerdo con eso, pero no me pareció prudente confesarlo.

– Y ¿qué piensa de mí?

– ¿Qué? -preguntó, desconcertada-. Ah. No sabe nada de ti -dijo-. ¿Por qué iba a hablarle de ti?

Me encogí de hombros intentando aparentar indiferencia, pero no debí de resultar muy convincente, porque Denna soltó una carcajada.

– Pobre Kvothe. Era una broma. Solo le hablo de los que se pasan el día rondándome, jadeando y husmeando como perros. Tú no eres como ellos. Tú siempre has sido diferente.

– Siempre me he enorgullecido de no jadear ni husmear alrededor de nadie.

Denna se giró un poco y me golpeó juguetonamente con el arpa que llevaba colgada al hombro.

– Ya sabes a qué me refiero. Vienen y se van sin haber ganado ni perdido nada. Tú eres el oro tras la basura que el viento arrastra. Quizá maese Fresno piense que tiene derecho a enterarse de mis asuntos personales, mis idas y venidas. -Frunció un poco el entrecejo-. Pero no es así. De momento estoy dispuesta a concederle un poco…

Me cogió por un brazo con gesto posesivo.

– Pero tú no entras en el trato -dijo casi con fiereza-. Tú eres mío. Solo mío. No tengo intención de compartirte.

La tensión desapareció, y seguimos caminando por el ancho camino alejándonos de Severen, riendo y hablando de cosas sin importancia. Medio kilómetro más allá de la última posada de la dudad había un bosquecillo tranquilo con un solo itinolito, alto, en el centro. Lo habíamos descubierto mientras buscábamos fresas silvestres, y se había convertido en uno de nuestros sitios favoritos para huir del ruido y los malos olores de la ciudad.

Denna se sentó junto a la base del itinolito y apoyó la espalda en él. Entonces sacó el arpa del estuche y se la acercó al pecho; se le levantó el bajo del vestido exponiendo un trozo escandaloso de pierna. Denna me miró, arqueó una ceja y sonrió como si supiera exactamente en qué estaba pensando yo.