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Pensé en los cientos de nobles y cortesanos que había conocido en los últimos meses, pero me costaba concentrarme en sus caras. El fuego de mis entrañas fue extendiéndose hasta invadir todo mi pecho.

– Pero ya basta -dijo Denna agitando las manos, impaciente.

Apartó el arpa y se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba-. Me estás martirizando. ¿Qué te ha parecido?

Me miré las manos y me entretuve dando vueltas a la trenza de hierba que había tejido. Tenía un tacto fresco y suave. No recordaba cómo había pensado unir los extremos para formar un anillo con ella.

– Ya sé que hay trozos sin pulir -oí decir a Denna con una voz rebosante de nerviosismo y emoción-. Tendré que arreglar lo de ese nombre que has mencionado, si estás seguro de que es el correcto. El principio no está muy pulido, y la séptima estrofa es un desastre, ya lo sé. Tengo que alargar las batallas y la relación de Lanre con Lyra.

Y tengo que reforzar el final. Pero en general, ¿qué te ha parecido?

Cuando la hubiera pulido, quedaría estupenda. Era una canción preciosa que habrían podido escribir mis padres, pero eso solo empeoraba las cosas.

Me temblaban las manos, y me sorprendió lo que me costó controlarlas. Aparté la vista de ellas y miré a Denna. Al verme la cara, su emoción se desvaneció.

– Vas a tener que cambiar algo más que ese nombre. -Intenté mantener un tono de voz tranquilo-. Lanre no fue ningún héroe.

Denna me miró con extrañeza, como tratando de discernir si bromeaba.

– ¿Cómo dices?

– Lo has interpretado todo mal -dije-. Lanre era un monstruo. „ Un traidor. Tienes que cambiarlo.

Denna echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Al ver que yo no la imitaba, ladeó la cabeza, desconcertada.

– ¿Lo dices en serio?

Asentí.

El rostro de Denna se endureció. Entornó los ojos y sus labios dibujaron una línea delgada.

– Debes de estar bromeando. -Movió los labios sin articular palabra, y luego sacudió la cabeza-. No tendría sentido. Si Lanre no es el héroe, la canción se viene abajo.

– No, se trata de que contenga los elementos de una buena historia -dije-. Se trata de que sea verdad.

– ¿Verdad? -Me miró con incredulidad-. Esto solo es una vieja historia folclórica. Los lugares que se mencionan no son reales. Los personajes no son reales. Es como si te ofendieras porque había añadido una estrofa nueva a «Calderero, curtidor».

Noté cómo las palabras ascendían por mi garganta como el ardiente fuego de una chimenea. Tragué saliva y las obligué a permanecer en mi interior.

– Hay historias que son solo historias -concedí-. Pero esta no. No es culpa tuya. Tú no podías saber…

– Muchas gracias, hombre -dijo ella con mordacidad-. Me alegro de que no sea culpa mía.

– Muy bien -dije con acritud-. Sí es culpa tuya. Debiste investigar más.

– ¿Cómo sabes tú si he investigado mucho o poco? -me preguntó-. ¡No tienes ni idea! ¡He ido por todo el mundo recogiendo fragmentos de esta historia!

Era lo mismo que había hecho mi padre. Había empezado a escribir una canción sobre Lanre, pero sus investigaciones lo llevaron hasta los Chandrian. Había pasado años persiguiendo historias medio olvidadas y rescatando rumores. Quería que su canción contara la verdad sobre los Chandrian, y ellos habían matado a toda mi troupe para impedirlo.

Miré la hierba y pensé en el secreto que llevaba tanto tiempo ocultando. Pensé en el olor a sangre y a pelo quemado. Pensé en herrumbre y en fuego azul y en los cuerpos destrozados de mis padres. ¿Cómo podía explicar algo tan horrible y tan pavoroso? ¿Por dónde podía empezar? Notaba el secreto en lo más hondo de mí, inmenso y pesado como una piedra.

– En la versión de la historia que yo oí -dije bordeando la periferia de mi secreto-, Lanre se convertía en uno de los Chandrian. Deberías tener cuidado. Hay historias que son peligrosas.

Denna se quedó mirándome fijamente.

– ¿Los Chandrian? -dijo con incredulidad. Entonces se puso a reír. No era su encantadora risa de siempre, sino una risa afilada y llena de desdén-. ¿Cómo puedes ser tan crío?

Yo sabía perfectamente que mi afirmación me hacía parecer un crío. Noté que me ponía colorado de vergüenza, y de pronto me encontré bañado en sudor. Abrí la boca para hablar, y fue como si abriera la puerta de un horno.

– ¿Tan crío? -dije con rabia-. ¿Qué vas a saber tú, so…? -Casi me mordí la punta de la lengua para no gritar «puta».

– Te crees que lo sabes todo, ¿verdad? Como has estado en la Universidad, crees que los demás somos…

– ¡Deja de buscar excusas para enojarte y escúchame! -le espeté. Las palabras salieron en tropel de mi boca, como hierro fundido-. ¡Estás haciendo una pataleta, como una niñita mimarla!

– ¿Cómo te atreves? -Me amenazó con un dedo-. No me hables como si fuera una especie de aldeana estúpida. ¡Yo sé cosas que no se enseñan en tu preciosa Universidad! ¡Cosas secretas! ¡No soy imbécil!

– ¡Pues te comportas como una imbécil! -le grité, tan fuerte que me dolió la garganta-. ¡Ni siquiera puedes estarte callada un momento para escucharme! ¡Solo intento ayudarte!

Denna se quedó callada en medio de un silencio helado, mirándome con dureza.

– Se trata de eso, ¿verdad? -dijo con frialdad. Se pasó los dedos por el pelo; sus movimientos, rígidos, delataban su irritación. Se deshizo las trenzas, se alisó el pelo y luego, distraída, volvió a trenzárselo de otra manera-. No soportas que no acepte tu ayuda. No soportas que no te deje arreglar todo lo que no funciona de mi vida, ¿verdad?

– Pues mira, quizá necesites que alguien te arregle la vida -le solté-. Porque has organizado un buen embrollo con ella, ¿no?

Denna permaneció muy quieta, con la mirada llena de rabia.

– ¿Qué te hace pensar que sabes algo de mi vida?

– Sé que te da tanto miedo que alguien se acerque a ti que no puedes dormir cuatro días seguidos en la misma cama -solté sin saber ya lo que decía. Las palabras, rabiosas, salían por mi boca como la sangre que mana de una herida-. Sé que te pasas la vida quemando puentes. Sé que solucionas tus problemas huyendo…

– Y ¿qué te hace pensar que tus consejos valen más que un carajo? -me espetó Denna-. Hace medio año, tenías un pie en el arroyo. Ibas con el pelo enmarañado y solo poseías tres camisas harapientas. No hay ni un solo noble en un radio de doscientos kilómetros de Imre que meara encima de ti si estuvieras ardiendo. Tuviste que recorrer mil quinientos kilómetros para encontrar un mecenas.

Cuando mencionó mis tres camisas, se me encendió el rostro de vergüenza, y la ira volvió a prender dentro de mí.

– Claro, tienes razón -repliqué con tono cáustico-. En cambio, a ti te va mucho mejor. Estoy seguro de que a tu mecenas no le importaría mear encima de ti…

– ¿Lo ves? -dijo alzando ambas manos-. No te gusta mi mecenas porque tú podrías encontrarme otro mejor. No te gusta mi canción porque es diferente de la que tú conoces. -Cogió el estuche del arpa con movimientos bruscos y rígidos-. Eres como todos.

– ¡Intento ayudarte!

– Intentas arreglarme -dijo Denna con aspereza mientras guardaba el arpa-. Intentas comprarme. Organizarme la vida. Quieres conservarme, como si fuera tu mascota. Como si fuera tu perro fiel.

– Yo jamás te compararía con un perro -dije componiendo una sonrisa crispada-. Los perros saben escuchar. Los perros son lo bastante sensatos para no morder la mano que intenta ayudarlos.

A partir de ese momento, nuestra conversación descendió en espiral.

Llegados a este punto de la historia, estoy tentado de mentir. De afirmar que dije esas cosas llevado por una ira incontrolable. Que me abrumaba el doloroso recuerdo de la matanza de mi familia. Estoy tentado de afirmar que noté un sabor a ciruela y nuez moscada. Así tendría alguna excusa…