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Pero esas fueron mis palabras. Al fin y al cabo, fui yo quien dijo esas cosas. Nadie más.

Denna correspondió de la misma manera: se mostró tan dolida, furiosa e hiriente como yo. Ambos éramos orgullosos y estábamos llenos de rabia y de la inquebrantable certeza de la juventud. Nos dijimos cosas que de otra forma jamás habríamos dicho, y cuando nos marchamos, no nos marchamos juntos.

El mal genio me mordía y ardía como una barra de hierro candente. Me quemaba por dentro mientras volvía caminando a Severen. Me abrasaba mientras recorría la ciudad y esperaba los montacargas. Me calcinaba mientras recorría el palacio del maer y cerraba de un portazo al entrar en mis habitaciones.

No me enfrié lo suficiente para arrepentirme de mis palabras hasta horas más tarde. Pensé en lo que habría podido decirle a Denna. Pensé que habría podido contarle cómo habían matado a mi troupe, que habría podido hablarle de los Chandrian.

Decidí escribirle una carta. Se lo explicaría todo, por delirante o increíble que pareciera. Saqué una pluma y tinta y puse una hoja de fino papel blanco en el escritorio.

Mojé la pluma e intenté pensar por dónde podía empezar.

Habían asesinado a mis padres cuando yo tenía once años. Fue un golpe tan brutal y tan horripilante que estuve a punto de enloquecer. En todos los años transcurridos desde entonces nunca se lo había contado a nadie. Ni siquiera lo había susurrado en una habitación vacía. Era un secreto que había tenido agarrado tan fuerte, tanto tiempo, que cuando me atrevía a pensar en él, pesaba tanto en mi pecho que apenas me dejaba respirar.

Volví a mojar la pluma, pero las palabras no acudían. Abrí una botella de vino pensando que quizá me ayudaría a soltar el secreto que guardaba. Que me proporcionaría un dedo para hurgar dentro y sacarlo. Bebí hasta que la habitación empezó a dar vueltas y la tinta se secó en el plumín formando una costra.

Horas más tarde, la hoja en blanco seguía contemplándome, y golpeé la mesa con el puño, furioso y frustrado; le pegué tan fuerte que me sangró la mano. Así de pesado puede volverse un secreto. Puede hacer que la sangre fluya más fácilmente que la tinta.

Capítulo 74

Rumores

El día después de discutir con Denna me desperté por la tarde; me sentía fatal, por razones obvias. Comí y me bañé, pero el orgullo me impidió bajar a Bajo Severen a buscar a Denna. Le envié un anillo a Bredon, pero el mensajero volvió con la noticia de que todavía no había regresado al palacio.

Abrí una botella de vino y empecé a hojear el montón de relatos que poco a poco habían ido acumulándose en mi habitación. La mayoría eran textos escandalosos y maliciosos; pero aquella mezquindad encajaba con mi estado de ánimo, y me ayudó a distraerme de mi sufrimiento.

Así fue como me enteré de que el anterior conde Banbride no había muerto de tisis, sino de la sífilis que le contagió un apasionado mozo de cuadra. Lord Veston era adicto a la resina de denner, y financiaba su adicción con el dinero destinado al mantenimiento del camino real.

El barón Anso había pagado a varios funcionarios para evitar el escándalo cuando descubrieron a su hija pequeña en un burdel. Había dos versiones de esa historia; según una, estaba allí vendiendo, y según la otra, comprando. Archivé esa información para utilizarla en el futuro.

Ya había empezado la segunda botella de vino cuando leí que la joven Netalia Lackless se había fugado con una troupe de artistas itinerantes. Sus padres la habían desheredado, por supuesto, y Meluan había pasado a ser la única heredera de las tierras de los Lackless. Eso explicaba el odio que Meluan les tenía a los Ruh, e hizo que me alegrara aún más de no haber revelado mis orígenes Edena en Severen.

Había tres historias diferentes que versaban sobre los ataques de furia que tenía el duque de Cormisant cuando se emborrachaba, durante los que pegaba a quienquiera que tuviera cerca, incluidos su esposa, su hijo y varios invitados. Había un breve relato que especulaba que el rey y la reina celebraban depravadas orgías en sus jardines privados, lejos de las miradas de la corte real.

También aparecía Bredon. Se rumoreaba que celebraba ritos paganos en los apartados bosques de las afueras de sus propiedades septentrionales. Los rituales estaban descritos con tal lujo de detalles que me pregunté si no estarían copiados directamente de las páginas de alguna antigua novela atur.

Leí hasta bien entrada la tarde, y todavía iba por la mitad del montón de historias cuando me acabé la botella de vino. Me disponía a enviar a un criado a buscarme otra cuando oí la suave ráfaga de aire procedente del cuarto contiguo que anunciaba la llegada de Alveron a mis habitaciones por el pasadizo secreto.

Cuando entró en mi estancia, fingí sorpresa.

– Buenas tardes, excelencia -dije poniéndome en pie.

– Siéntate, si quieres-replicó él.

Permanecí de pie por deferencia, pues había comprobado que con el maer era mejor pecar por exceso de formalidad.

– ¿Ha avanzado mucho con su amada? -pregunté. Sabía, por los emocionados comentarios que me había hecho Stapes, que el asunto estaba acercándose rápidamente a su fin.

– Hoy hemos hecho la promesa de matrimonio -dijo distraídamente-. Hemos firmado los papeles y todo eso. Ya está hecho.

– Perdóneme que se lo diga, excelencia, pero no parece usted muy satisfecho.

– Supongo que te habrás enterado de los problemas que ha habido últimamente en el camino del norte, ¿no? -dijo componiendo una sonrisa amarga.

– Solo me han llegado rumores, excelencia.

Alveron soltó una risotada.

– Rumores que he intentado silenciar. Alguien ha estado asaltando a mis recaudadores de impuestos.

Era un asunto muy grave.

– ¿Recaudadores, excelencia? -pregunté poniendo énfasis en él plural-. ¿Cuánto han conseguido sustraer?

El maer me dirigió una mirada severa que me reveló la incorrección de mi pregunta.

– Suficiente. Más que suficiente. Este es el cuarto que pierdo. Más de la mitad de mis impuestos del norte se la han llevado los salteadores de caminos. -Me miró con gravedad-. Ya sabes que las tierras de los Lackless están en el norte.

– ¿Sospecha que son los Lackless quienes asaltan a sus recaudadores?

El maer me miró perplejo.

– ¿Qué? ¡No, claro que no! Son los bandidos del Eld.

Me sonrojé, avergonzado.

– ¿Ha enviado alguna patrulla, excelencia?

– Pues claro que he enviado patrullas -me espetó-. Una docena. Y ni siquiera han encontrado una fogata. -Hizo una pausa y me miró-. Sospecho que hay alguien en mi guardia que está confabulado con ellos. -Su rostro denotaba una gran preocupación.

– Supongo que habrá puesto escoltas a los recaudadores, ¿no, excelencia?

– Dos a cada uno -me contestó-. ¿Sabes cuánto cuesta reemplazar a una docena de guardias? ¿Armaduras, armas, caballos? -Dio un suspiro-. Y por si fuera poco, solo una parte de los impuestos robados es mía; el resto pertenece al rey.

Asentí con la cabeza.

– Imagino que no estará muy satisfecho.

Alveron agitó una mano quitándole importancia a eso.

– Bah, Roderic tendrá su dinero de todas formas. Me considera personalmente responsable de su diezmo. De modo que me veo obligado a volver a enviar a los recaudadores para recoger la parte de su majestad por segunda vez.

– Supongo que eso no le sentará bien al pueblo.

– No, claro. -Tomó asiento en una butaca mullida y se frotó la cara con gesto de cansancio-. Ya no sé qué hacer. ¿Qué pensará Meluan si no puedo garantizar la seguridad en mis propios caminos?

Me senté también, enfrente del maer.

– ¿Y Dagon? -pregunté-. ¿Él no podría encontrarlos?

Alveron soltó una breve y amarga risotada.

– Sí, Dagon los encontraría. Les clavaría la cabeza en picas en solo diez días.