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– Entonces, ¿por qué no lo envía? -pregunté, extrañado.

– Porque Dagon siempre toma el camino más corto. Arrasaría una docena de aldeas y prendería fuego a quinientas hectáreas del Eld para encontrarlos. -Sacudió la cabeza con gesto sombrío-. Y aunque lo considerara adecuado para esta tarea, ahora está persiguiendo a Caudicus. Además, creo que en el Eld obra la magia, y eso es algo a lo que Dagon no sabría cómo enfrentarse.

Yo sospechaba que la única magia que podía haber era una docena de sólidos arcos largos modeganos. Pero la gente tiende a atribuir a la magia todo lo que no puede explicar fácilmente, sobre todo en Vintas.

– ¿Puedo contar contigo para que me ayudes a solucionar este problema? -me preguntó inclinándose hacia delante.

La pregunta solo tenía una respuesta:

– Por supuesto, excelencia.

– ¿Sabes algo de bosques?

– De joven estudié con un propietario rural -exageré creyendo que Alveron buscaba a alguien que le ayudara a planear una mejor defensa para sus recaudadores-. Sé lo suficiente para seguir el rastro de un hombre y para esconderme.

– ¿En serio? -dijo Alveron arqueando una ceja-. Has recibido una educación muy diversa, ¿no?

– He llevado una vida interesante, excelencia. -El vino que me había bebido potenciaba mí osadía, y añadí-: Se me ocurren un par de cosas que podrían resultar útiles para abordar el problema de los bandidos.

– Cuéntame -dijo el maer inclinándose un poco más.

– Podría prepararles protección arcana a sus hombres. -Hice un floreo con los largos dedos de mi mano derecha, confiando en que resultara suficientemente misterioso. Calculé mentalmente y me pregunté cuánto tiempo tardaría en fabricar un atrapaflechas utilizando solo el material que había en la torre de Caudicus.

Alveron asintió, pensativo.

– Con eso bastaría si solo me preocupara la seguridad de mis recaudadores. Pero estamos hablando del camino real, una de las arterias principales del comercio. Lo que necesito es librarme definitivamente de los bandidos.

– En ese caso -dije-, reuniría a un pequeño grupo de personas que supieran moverse sin hacer ruido por el bosque. No debería costarles mucho localizar a esos bandidos. Una vez localizados, solo tendría que enviar a su guardia para atraparlos.

– Más fácil aún sería tenderles una emboscada y matarlos, ¿no te parece? -dijo Alveron despacio, como si quisiera valorar mi reacción.

– Sí, claro -admití-. Usted es el brazo de la ley, excelencia.

– El bandidaje se castiga con la pena de muerte. Sobre todo en el camino real -declaró Alveron con firmeza-. ¿Lo encuentras excesivamente severo?

– En absoluto -respondí mirándolo a los ojos-. Unos caminos seguros son el esqueleto de la civilización.

Alveron me sorprendió componiendo una sonrisa.

– Tu plan es idéntico al mío. He reunido a un puñado de mercenarios para hacer precisamente eso que me has sugerido. He tenido que actuar con gran discreción, pues ignoro quién podría enviar las advertencias a esos bandidos. Pero tengo a cuatro hombres excelentes preparados para partir mañana: un rastreador, dos mercenarios con experiencia en bosques y un mercenario adem. Este último no me ha salido barato, por cierto.

Lo felicité asintiendo con la cabeza.

– Lo ha planeado mejor de lo que lo habría hecho yo, excelencia. No parece que necesite mi ayuda para nada.

– Todo lo contrario -replicó-. Sigo necesitando a alguien con un poco de cabeza para liderarlos. -Me miró de forma elocuente-. Alguien que entienda de magia. Alguien en quien pueda confiar.

Noté que el suelo se hundía bajo mis pies.

Alveron se levantó y esbozó una sonrisa cordial.

– Ya han sido dos las veces que me has servido más allá de toda expectativa. ¿Conoces la expresión «a la tercera va la vencida»?

Una vez más, la pregunta solo tenía una respuesta razonable:

– Sí, excelencia.

Alveron me llevó a sus aposentos, donde examinamos unos mapas de la región donde había perdido a sus hombres. Se trataba de un largo tramo del camino real que discurría a través de una parte del Eld que ya era vieja cuando Vintas no era más que un puñado de caudillos peleados entre ellos. Estaba a unos ciento treinta kilómetros de Severen. Podíamos llegar allí en cuatro días caminando a buen paso.

Stapes me proporcionó un macuto nuevo, y lo llené lo mejor que pude. Escogí unas pocas prendas, las más cómodas, de mi ropero, aunque seguían siendo más adecuadas para un salón de baile que para recorrer los caminos. Metí también unos cuantos artículos que había birlado del laboratorio de Caudicus a lo largo del ciclo pasado, y entregué a Stapes una lista de unos cuantos artículos esenciales que me faltaban. El valet del maer los hizo aparecer más deprisa de lo que habría hecho un tendero en su propia tienda.

Por último, a la hora en que todos salvo las personas más desesperadas y deshonestas están acostados, Alveron me entregó una bolsa que contenía cien sueldos de plata.

– Es una forma muy poco elegante de resolverlo -dijo Alveron-. En otras circunstancias, te daría una carta que obligara a los ciudadanos a proporcionarte ayuda y asistencia. -Suspiró-. Pero si la utilizaras durante el viaje, sería como si tocaras una trompeta anunciando tu llegada.

Asentí con la cabeza.

– Si son lo bastante listos para tener un espía entre su guardia, es lógico pensar que deben de tener contactos entre los lugareños, excelencia.

– Quizá sean los lugareños -dijo Alveron sombríamente.

Stapes me acompañó fuera del palacio por el mismo pasadizo secreto que el maer utilizaba para entrar en mis habitaciones. Provisto de una lámpara para ladrones protegida con una capucha, me guió por varios pasillos sinuosos; luego descendimos por una oscura escalera que penetraba hasta las profundidades de piedra del Tajo.

Al cabo de un rato me encontré de pie, solo, en el frío sótano de una tienda abandonada de Bajo Severen. Estaba en la parte de la ciudad que unos años atrás había arrasado un incendio, y las pocas vigas que quedaban en lo que fuera el techo parecían huesos negros contra la primera débil luz del amanecer.

Salí de la cáscara calcinada del edificio, miré hacia arriba y vi el palacio del maer encaramado en el borde del Tajo como un ave rapaz.

Escupí, no muy contento con mi situación, convertido por la fuerza en mercenario. Me escocían los ojos de no dormir y del largo trayecto a través de los sinuosos pasadizos de piedra que penetraban en el Tajo. El vino que había bebido tampoco me ayudaba mucho. En las últimas horas había notado cómo lentamente se atenuaba la borrachera y aumentaba la resaca. Era la primera vez que pasaba por ese proceso plenamente consciente, y no fue agradable. Delante de Alveron y Stapes había conseguido mantener las apariencias, pero la verdad es que tenía el estómago revuelto y las ideas pesadas y lentas.

La fría atmósfera del crepúsculo me despejó un poco la cabeza, y cuando hube dado cien pasos empecé a pensar en cosas que me había olvidado de incluir en la lista que le había dado a Stapes. Eso era culpa del vino. No tenía yesquero, ni sal, ni navaja…

Mi laúd. No había ido a recogerlo al taller del lutier que había arreglado la clavija. ¿Quién sabía cuánto tiempo pasaría persiguiendo a aquellos bandidos? ¿Cuánto tiempo pasaría mi laúd olvidado en el taller antes de que el lutier llegara a la conclusión de que su propietario lo había abandonado?

Me desvié tres kilómetros de mi camino, pero encontré el taller del lutier, oscuro y vacío. Llamé a la puerta, pero sin éxito. Entonces, tras un momento de vacilación, allané la entrada y robé el laúd. Aunque no me pareció que lo estuviera robando, porque para empezar el laúd era mío, y además había pagado la reparación por adelantado.

Tuve que trepar por una pared, forzar una ventana y burlar dos cerraduras. Era bastante sencillo, pero con lo embotada que tenía la cabeza debido a la falta de sueño y el exceso de vino, seguramente fue una suerte que no me cayera del tejado y me rompiese el cuello. Pero aparte de un trozo de pizarra que se soltó y me produjo un episodio de taquicardia, todo salió bastante bien, y veinte minutos más tarde había retomado mi camino.