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Los cuatro mercenarios a los que había reunido Alveron me esperaban en una taberna a tres kilómetros al norte de Severen. Tras presentarnos brevemente, nos pusimos en marcha de inmediato por el camino real hacia el norte.

Estaba tan aletargado que me encontraba a varios kilómetros de Severen cuando empecé a reconsiderar unas cuantas cosas. Solo entonces se me ocurrió que quizá el maer no hubiera sido del todo sincero conmigo la noche anterior.

¿De verdad era yo la persona más indicada para liderar a un puñado de rastreadores por un bosque que no conocía, con el objetivo de matar a una banda de salteadores de caminos? ¿Tan buena opinión de mí tenía el maer?

No. Claro que no. Era halagador, pero no era cierto. El maer tenía acceso a mejores recursos. Seguramente la verdad era que quería alejar del palacio a su zalamero ayudante ahora que tenía a lady Lackless casi en el bote. Era increíble que no se me hubiera ocurrido antes.

Por eso me mandó a hacerle un encargo descabellado: para quitarme de en medio. Lo que quería era que me pasara un mes perdiendo el tiempo en el espeso bosque del Eld y que volviera con las manos vacías. Por eso me había entregado la bolsa. Con cien sueldos podríamos abastecernos durante cerca de un mes. Luego, cuando se me terminara el dinero, me vería obligado a regresar a Severen, donde el maer chasquearía la lengua decepcionado y utilizaría mi fracaso como excusa para ignorar parte de los favores que ya me debía.

Por otro lado, si tenía suerte y encontraba a los bandidos, mucho mejor. Era exactamente el tipo de plan que yo le atribuiría al maer. Pasara lo que pasase, él conseguiría algo que quería.

Aquello me fastidiaba. Pero no podía volver a Severen y enfrentarme a Alveron. Ahora que me había comprometido, no tenía más remedio que intentar sacarle el máximo partido a la situación.

Mientras caminaba hacia el norte, con un dolor punzante en la cabeza y un sabor amargo en la boca, decidí que volvería a sorprender al maer. Encontraría a sus bandidos.

Así, a la tercera iría la vencida, y el maer Alveron estaría realmente en deuda conmigo.

Capítulo 75

Los actores

Durante las primeras horas del viaje, hice todo lo posible para conocer a los hombres que el maer había puesto a mi cargo. O mejor dicho, tres hombres y una mujer.

Tempi fue el que me llamó más la atención y el que la mantuvo más tiempo, pues era el primer mercenario adem que veía. Lejos de ser el imponente asesino de mirada feroz que yo esperaba, Tempi parecía más bien anodino, ni muy alto ni muy corpulento. Tenía la piel clara, el cabello rubio rojizo y los ojos de un gris pálido. Su rostro era inexpresivo como un papel en blanco. Extrañamente inexpresivo. Esforzadamente inexpresivo.

Yo sabía que la ropa de color rojo sangre de los mercenarios adem era una especie de insignia. Pero el atuendo de Tempi no era como lo había imaginado. Llevaba la camisa ceñida al cuerpo mediante una docena de correas de piel blanda. También llevaba los pantalones ceñidos por el muslo, la pantorrilla y la rodilla. Toda la ropa estaba teñida del mismo rojo intenso y brillante, y se ajustaba a su cuerpo como un guante.

A medida que avanzaba el día, vi que Tempi empezaba a sudar. Acostumbrado a vivir en el clima frío de la sierra de Borrasca, aquel debía de parecerle desproporcionadamente caluroso. Una hora antes del mediodía se soltó las correas de piel de la camisa y se la quitó, utilizándola para enjugarse el sudor de la cara y los brazos. No parecía ni remotamente cohibido por el hecho de caminar desnudo hasta la cintura por el camino real.

La piel de Tempi era tan blanca que parecía casi del color de la nata; tenía un cuerpo delgado y enjuto, como un perro de caza, y sus músculos se movían bajo la piel con una elegancia animal. Intenté disimular, pero no pude evitar fijarme en las finas cicatrices blancas que le cubrían los brazos, el pecho y la espalda.

Tempi no se quejó ni una sola vez del calor. Apenas pronunciaba palabra, y contestaba a la mayoría de las preguntas asintiendo o negando con la cabeza. Llevaba un macuto como el mío, y su espada no era intimidante, sino todo lo contrario: bastante corta e insignificante.

Dedan era la antítesis de Tempi. Alto, ancho de espaldas y con el cuello grueso. Llevaba una espada muy pesada, un puñal largo y una armadura de cuero gastada, hecha con piezas disparejas, lo bastante dura para hacerla sonar con los nudillos y con muchos remiendos. Si habéis visto alguna vez a un guardia de caravana, entonces habéis visto a Dedan, o por lo menos a alguien cortado por el mismo patrón.

Comía como nadie, se quejaba como nadie, blasfemaba como nadie y se mostraba terco como una mula. Pero he de reconocer que era simpático y tenía la risa fácil. Estuve tentado de considerarlo estúpido debido a sus modales y su tamaño, pero Dedan era de ingenio rápido, cuando se molestaba en utilizarlo.

Hespe era mercenaria. Las mujeres mercenarias no son un fenómeno tan raro como creen algunos. Su aspecto y su atuendo eran réplicas casi idénticas de los de Dedan. El cuero, la espada, la actitud de persona viajada y curtida. Tenía los hombros anchos, unas manos fuertes y una cara orgullosa con una mandíbula que parecía de piedra. El pelo, rubio y fino, lo llevaba cortado a lo chico.

Sin embargo, habría sido un error considerarla una versión femenina de Dedan. Hespe era reservada, mientras que Dedan era pura bravuconería. Y así como Dedan era tranquilo cuando no estaba de mal humor, Hespe parecía siempre vagamente molesta, como a la espera de que alguien le causara problemas.

Marten, nuestro rastreador, era el mayor del grupo. Llevaba una coraza de cuero, más blanda y más cuidada que las de Dedan y Hespe. Iba armado con un puñal largo, un puñal corto y un arco de cazador.

Marten había trabajado de cazador antes de que el baronet cuyos bosques cuidaba se cansara de él. El de mercenario era peor trabajo comparado con el de cazador, pero le permitía vivir. Su destreza con el arco le aportaba valía pese a no tener un físico tan imponente como Dedan o Hespe.

Los tres se habían asociado, por decirlo así, unos meses atrás, y desde entonces vendían sus servicios como grupo. Marten me contó que habían hecho otros trabajos para el maer; el más reciente había sido inspeccionar las tierras de los alrededores de Tinué.

Solo tardé unos diez minutos en comprender que Marten debería haber sido el jefe de aquella expedición. Sabía más de bosques que todos nosotros juntos, e incluso había hecho de cazador de recompensas en un par de ocasiones. Cuando se lo comenté, él sacudió la cabeza y sonrió, y me dijo que ser capaz de hacer algo y querer hacerlo eran dos cosas muy diferentes.

El último era yo: el intrépido cabecilla. La carta de presentación del maer me describía como «un joven con criterio, bien educado y con diversas y útiles cualidades». Si bien era una descripción absolutamente cierta, me hacía parecer el petimetre más tremendamente inútil de todas las cortes de la tierra.

Tampoco me favorecía el hecho de ser mucho más joven que todos los demás y vestir ropa más adecuada para una cena de gala que para viajar por los caminos. Llevaba mi laúd y la bolsa del dinero del maer. Ni espada, armadura o puñal.

Supongo que no debían de saber qué pensar de mí.

Cuando faltaba una hora para el ocaso, nos encontramos a un calderero en el camino. Llevaba la túnica marrón tradicional, atada a la cintura con un trozo de cuerda. No iba en carro, sino que tiraba de un burro tan cargado de fardos y paquetes que parecía una seta. Venía caminando despacio hacia nosotros y cantaba:

Aunque no te haga falta un remiendo, ni nada necesites comprar,