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si eres sabio sabrás que llegó el momento de gastar.

Disfruta de esos rayos de sol

y no te me escondas como un caracol;

si no te detienes ahora, te arrepentirás.

Hazme caso y apoquina:

aunque creas que la lluvia no se avecina,

cuando estés chorreando de mí te acordarás.

Me reí y aplaudí. Los verdaderos caldereros itinerantes son unos personajes que no abundan, y siempre me alegro de ver a uno. Mi madre decía que traían suerte, y mi padre los valoraba porque traían noticias. A mí me hacían falta unos cuantos artículos, y eso hizo que aquel encuentro fuera tres veces bienvenido.

– Hola, calderero -dijo Dedan componiendo una sonrisa-. Necesito fuego y una cerveza. ¿Cuánto falta para la próxima posada?

El calderero señaló por donde había venido.

– Unos veinte minutos. -Miró a Dedan-. Pero no me irás a decir que no necesitas nada más -le previno-. Todos necesitamos algo.

Dedan meneó la cabeza educadamente.

– Lo siento mucho, calderero. Llevo la bolsa vacía.

– ¿Y tú? -El calderero me miró de arriba abajo-. Se ve a la legua que tú sí necesitas algo.

– Sí, me faltan algunas cosas -admití. Al ver que los otros miraban con anhelo el camino, les hice señas-. Adelantaos. Ya os alcanzaré.

Siguieron camino, y el calderero se frotó las manos y sonrió.

– Veamos, ¿qué es eso que buscas?

– Para empezar, un poco de sal.

– Y una cajita donde ponerla -añadió él mientras empezaba a hurgar en sus fardos.

– También me vendría bien una navaja, si tienes alguna que no sea demasiado cara.

– Sobre todo si te diriges al norte -dijo él sin perder el compás-.

Un camino peligroso. Es conveniente llevar una navaja.

– ¿Has tenido algún problema? -le pregunté con la esperanza de que supiese algo que pudiera ayudarnos a encontrar a los bandidos.

– No, no -me contestó mientras seguía revolviendo en sus fardos-. Las cosas no están tan feas como para que a alguien se le ocurra ponerle las manos encima a un calderero. Pero es un tramo malo del camino. -Sacó un puñal largo y estrecho enfundado en una vaina de cuero y me lo dio-. Acero de Ramston.

Lo saqué de la vaina y examiné la hoja. Era, ciertamente, acero de Ramston.

– No necesito que sea tan elegante -dije, y se lo devolví-. Lo quiero para usarlo todos los días, sobre todo para comer.

– El acero de Ramston es perfecto para el uso diario -dijo el calderero, y me lo puso de nuevo en las manos-. Puedes usarlo para hacer astillas y luego, si quieres, afeitarte con él. Siempre está afilado.

– Quizá tenga que usarlo mucho -aclaré-. Y el acero de Ramston es quebradizo.

– Cierto -admitió el calderero-. Como solía decir mi padre, «el mejor cuchillo que jamás tendrás, hasta que se rompa». Pero podríamos decir lo mismo de cualquier otro cuchillo. Y te seré sincero: ese es el único cuchillo que tengo.

Suspiré. Sé cuándo me están desplumando.

– Y un yesquero.

El calderero sacó uno casi antes de que yo hubiera terminado de decirlo.

– Perdóname, pero me he fijado en que tienes los dedos manchados de tinta. -Señaló mis manos-. Llevo un poco de papel, de buena calidad. Y también tinta y plumas. No hay nada peor que tener una idea para una canción y no poder anotarla. -Me mostró un paquete de cuero con papel, plumas y tinta.

Negué con la cabeza; sabía que la bolsa del maer no llegaba para tanto.

– Me temo que no voy a poder componer canciones durante un tiempo, calderero.

Encogió los hombros sin retirar la mano.

– Pues para escribir cartas. Conozco a uno que una vez tuvo que abrirse una vena para escribirle una nota a su amada. Dramático, es cierto. Simbólico, también. Pero además, doloroso, poco higiénico y considerablemente macabro. Desde entonces siempre lleva consigo pluma y tinta.

Me sentí palidecer de golpe, pues las palabras del calderero me habían hecho acordarme de algo más que había olvidado con las prisas al marcharme de Severen: Denna. La charla con el maer sobre bandidos, dos botellas de vino y una noche sin dormir habían conseguido que la borrara por completo de mi pensamiento. Me había marchado sin avisar después de aquella discusión tan violenta. ¿Qué pensaría Denna si, después de hablarle con tanta crueldad, desaparecía sin más?

Me encontraba ya a un día entero de viaje de Severen. No podía volver para anunciarle que me marchaba, ¿verdad? Lo pensé un momento. No. Además, Denna también desaparecía durante días sin avisarme. Seguro que si yo hacía lo mismo, lo entendería…

«Estúpido. Zoquete. Inútil.» Mis pensamientos daban vueltas en mi cabeza intentando decidir entre varias opciones, todas desagradables.

El repentino rebuzno del burro del calderero me dio de pronto una idea.

– ¿Vas a Severen, calderero?

– Paso por Severen, más bien -respondió él-. Pero sí.

– Acabo dé acordarme de que tengo que enviar una carta. Si te la doy, ¿podrás llevarla a una posada que te indicaré?

– Sí, podré -me contestó-. Y dado que necesitarás papel y tinta…-Sonrió y volvió a agitar el paquete.

– Sí, calderero -dije haciendo una mueca-. Pero ¿cuánto me costará todo eso?

El calderero echó un vistazo a todos aquellos artículos.

– La sal y la caja: cuatro sueldos. El puñaclass="underline" quince sueldos. Papel, plumas y tinta: dieciocho sueldos. Yesquero: tres sueldos.

– Y la entrega -le recordé.

– Y una entrega urgente -puntualizó el calderero con un amago de sonrisa-. A una dama, a menos que interprete mal la expresión de tu cara.

Asentí.

– Muy bien. -Se frotó la barbilla-. Normalmente, te pediría treinta y cinco, y luego te dejaría regatear hasta treinta.

Era un precio razonable, sobre todo teniendo en cuenta lo difícil que era encontrar papel de calidad. Sin embargo, era una tercera parte del dinero que me había dado el maer. Íbamos a necesitar ese dinero para comida, alojamiento y otras provisiones.

Pero antes de que pudiera contestar, el calderero continuó:

– Pero ya veo que te parece demasiado. Y espero que no te moleste que te hable con franqueza, pero esa capa que llevas es muy bonita. Siempre estoy dispuesto a hacer un trato.

Me ceñí mi bonita capa granate con afectación.

– Supongo que no me importaría dártela -dije sin necesidad de fingir cuánto lo habría lamentado-, pero si lo hiciera, me quedaría sin capa. ¿Qué voy a hacer cuando llueva?

– Eso no es ningún problema -repuso el calderero. Sacó una capa de uno de sus paquetes y me la dio para que la examinara. En su día había sido negra, pero el uso y los numerosos lavados la habían desteñido hasta tornarla de un verde oscuro.

– Está un poco gastada -dije estirando un brazo para tocar una costura deshilachada.

– Bah, solo un poco perjudicada -repuso, y me la echó sobre los hombros-. Te sienta bien. El color te favorece: realza tus ojos. Además, en el camino hay bandidos, y no te conviene parecer demasiado elegante.

Suspiré.

– ¿Qué me ofreces a cambio? -pregunté entregándole mi hermosa capa-. Permíteme que te diga que esa capa no tiene ni un mes, y que no ha visto ni una sola gota de lluvia.

El calderero la acarició.

– ¡Tiene un montón de bolsillitos! -dijo, admirado-. ¡Qué maravilla!

Toqué la adelgazada tela de la capa del calderero.

– Si añades aguja e hilo al lote, te lo cambio por mi capa -dije, repentinamente inspirado-. Y además te daré un penique de hierro, un penique de cobre y un penique de plata.

Sonreí. Era una miseria, pero era lo que los caldereros de los cuentos piden cuando le venden un fabuloso artículo mágico al inocente hijo de una viuda que parte a buscar fortuna por el mundo.

El calderero echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

– Eso mismo iba a proponerte -dijo. Se colgó mi capa del brazo y me dio un firme apretón de manos.