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Me dio la impresión de que todos me observaban; agaché la cabeza y empecé a comerme la cena. Mientras cortaba trozos de pan y los mojaba en la sopa, compuse un catálogo mental del alcance de mi idiotez. Lancé miradas subrepticias a la camarera pelirroja, que recibía y rechazaba los piropos de una docena de hombres mientras repartía bebidas por las mesas.

Cuando Marten se sentó a mi lado, yo ya había recobrado algo de compostura.

– Has estado muy fino con Dedan ahí fuera -me dijo sin preámbulos.

Eso me animó un poco.

– ¿Tú crees?

Marten asintió con la cabeza y paseó su atenta mirada por los parroquianos que llenaban la taberna.

– La mayoría intenta plantarle cara, hacer que se sienta estúpido. Si hubieras hecho eso, él te lo habría devuelto multiplicado.

– Pero se estaba comportando como un estúpido -comenté-.

Y la verdad es que le he plantado cara.

– Sí, pero lo has hecho astutamente -replicó Marten-, y por eso seguirá escuchándote. -Dio un sorbo e hizo una pausa antes de cambiar de tema-: Hespe se ha ofrecido para compartir la habitación con él esta noche -dijo como de pasada.

– ¿En serio?-dije, sorprendido-. Se está soltando.

Marten asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Y? -lo animé.

– Y nada. Dedan dice que no piensa pagar por una habitación que deberían darle gratis. -Desvió la vista hacia mí y arqueó una ceja.

– No lo dices en serio -dije-. Tiene que saberlo. Lo que pasa es que se hace el tonto porque Hespe no le gusta.

– Me parece que no -repuso Marten volviéndose hacia mí y bajando un poco la voz-. Hace tres ciclos terminamos una misión con una caravana de Ralien. Fue un trayecto largo, y Dedan y yo teníamos los bolsillos llenos de monedas y nada que hacer con ellas, así que, ya muy entrada la noche, nos encontrábamos en una mugrienta taberna de los muelles, demasiado borrachos para levantarnos e irnos. Y se puso a hablarme de ella.

Marten sacudió lentamente la cabeza.

– Se estuvo enrollando una hora, y te aseguro que la mujer a la que me describía no se parecía en nada a nuestra feroz Hespe. Solo faltó que cantara una canción sobre ella. -Dio un suspiro-. Cree que no la merece. Y está convencido de que si se atreviera a mirarla de reojo, acabaría con un brazo roto por tres sitios.

– ¿Por qué no se lo dijiste?

– Decirle ¿qué? Eso fue antes de que ella empezara a hacerle caídas de ojos. Entonces yo creía que los temores de Dedan eran fundados. ¿Qué crees que te haría Hespe si se te ocurriera darle una palmadita amistosa en la espalda?

Miré hacia donde estaba Hespe, junto a la barra. Marcaba el compás del violín con un pie. Por lo demás, la postura de sus hombros, sus ojos y la línea de su mandíbula solo expresaban dureza, casi agresividad. Había un pequeño pero significativo espacio entre ella y los hombres que tenía a ambos lados, acodados en la barra.

– Seguramente yo tampoco me jugaría un brazo -admití-. Pero Dedan ya debe de saberlo. No está ciego.

– No está peor que ninguno de nosotros.

Quise contradecirle, pero entonces vi a la camarera pelirroja.

– Podríamos decírselo -propuse-. Tú podrías decírselo. Dedan confía en ti.

Marten se pasó la lengua por los dientes.

– Nanay -dijo, y dejó su jarra sobre la mesa con firmeza-. Eso solo enredaría más las cosas. O lo verá, o no lo verá. En su momento, a su manera. -Encogió los hombros-. O no, y el sol seguirá saliendo todas las mañanas.

Nos quedamos callados un rato. Marten observaba el bullicio de la taberna por encima del borde de su jarra, con la mirada cada vez más ausente. Dejé que el ruido ambiental se redujera hasta un débil y soportable ronroneo mientras me apoyaba contra la pared y me quedaba adormilado.

Y como suelen hacer mis pensamientos cuando los abandono, volaron hacia Denna. Evoqué su olor, la curva de su cuello cerca de la oreja, cómo movía las manos cuando hablaba. Me pregunté dónde estaría esa noche, si se encontraría bien. Me pregunté, de pasada, si sus pensamientos también volaban a veces hacia mí convertidos en tiernas reflexiones…

– … atrapar a esos bandidos no será muy difícil. Además, para variar estará bien sorprender a esos malditos canallas liantes.

Esas palabras me arrancaron de mi dulce sopor como a un pez al que sacan del agua. El violinista había dejado de tocar para tomarse una copa, y en el relativo silencio de la taberna, la voz de Dedan resonó como el rebuzno de un asno. Abrí los ojos y vi que Marten miraba también alrededor, un tanto alarmado; sin duda lo habían despertado las mismas palabras que yo acababa de oír.

Solo tardé un segundo en localizar a Dedan. Estaba sentado dos mesas más allá, manteniendo una charla de borrachos con un granjero de pelo canoso.

Marten ya se estaba poniendo de pie. Como no quería llamar la atención, le susurré: «Tráelo», y me obligué a permanecer sentado.

Apreté las mandíbulas mientras Marten zigzagueaba rápidamente entre las mesas, le daba unos golpecitos a Dedan en el hombro y apuntaba con un pulgar hacia la mesa donde estaba yo sentado. Dedan masculló algo que me alegré de no haber oído y se levantó de mala gana.

Obligué a mi mirada a recorrer la taberna en lugar de seguir a Dedan. Tempi, con su ropa roja de mercenario, era fácil de localizar. Estaba frente al escalón de la chimenea, con la vista fija en el violinista, que afinaba su instrumento. Tenía varias copas vacías delante, sobre la mesa, y se había soltado las correas de piel de la camisa. Observaba al violinista con una intensidad extraña.

Mientras miraba a Tempi, una camarera le llevó otra bebida. Tempi repasó a la muchacha con sus pálidos ojos de arriba abajo, sin disimulo. Ella dijo algo, y él le besó el dorso dé la mano con la elegancia de un cortesano. Ella se ruborizó y, juguetona, le dio un empujoncito en el hombro. Tempi llevó una mano hasta la curva de la cintura de la camarera y la dejó allí. A ella no pareció importarle.

Dedan se acercó a mi mesa y me tapó a Tempi en el preciso instante en que el violinista levantaba el arco y empezaba a tocar una giga. Una docena de personas se levantaron con ganas de bailar.

– ¿Qué pasa? -preguntó Dedan cuando llegó a mi mesa-. ¿Me has hecho venir para decirme que se está haciendo tarde? ¿Que mañana me espera un largo día de trabajo y que debería ir a acostarme? -Se inclinó hacia delante sobre la mesa y puso sus ojos a la altura de los míos. Noté un olor acre en su aliento: dreg. Un licor barato y asqueroso con el que se pueden provocar incendios.

Me reí para desdramatizar.

– Tranquilo, que no soy tu madre. -En realidad había pensado decirle eso mismo, pero traté de pensar algo más con que distraerlo. Vi pasar a la camarera pelirroja que me había servido la cena un rato antes, y me incliné hacia delante-. Quería saber si podías decirme una cosa -dije con tono de complicidad.

El ceño fruncido dio paso a una expresión de curiosidad. Bajé la voz un poco más.

– Tú ya habías estado aquí antes, ¿verdad? -Dedan asintió y se acercó un poco más a mí-. ¿Sabes cómo se llama esa chica? -Apunté con la barbilla a la pelirroja.

Dedan giró la cabeza con exagerado disimulo; si ella no hubiera estado de espaldas, seguro que se habría dado cuenta.

– ¿La rubia a la que está manoseando el Adem? -preguntó Dedan.

– No, la pelirroja.

Dedan arrugó la ancha frente y entrecerró los ojos para enfocar el fondo de la taberna.

– ¿Losine? -me preguntó en voz baja. Se volvió hacia mí con los ojos todavía entrecerrados-. ¿La pequeña Losi?

Encogí los hombros y empecé a lamentar la táctica de distracción que había escogido.

Dedan soltó una carcajada tremenda y estuvo a punto de caerse, pero consiguió sentarse en el banco, enfrente de mí.

– ¡Losi! -dijo riendo más fuerte de lo que a mí me habría gustado-. Me equivocaba contigo, Kvothe. -Golpeó la mesa con la palma de una mano y volvió a reír, y estuvo a punto de caerse de espaldas-. Buen ojo, chico, pero lamento decirte que no tienes ninguna posibilidad.