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– Ambrose ha amenazado o sobornado a todos los nobles en más de cien kilómetros a la redonda -expliqué con gesto sombrío-. No quieren tener nada que ver conmigo.

– Y ¿por qué no te acoge el propio Threpe? -preguntó Wilem-. Le caes muy bien.

Negué con la cabeza.

– Threpe ya patrocina a tres músicos -dije-. Bueno, en realidad son cuatro, pero dos de ellos son un matrimonio.

– ¿Cuatro? -dijo Sim, horrorizado-. Es un milagro que todavía le quede algo para comer.

Wil ladeó la cabeza con curiosidad, y Sim se inclinó hacia delante para explicar:

– Threpe es conde. Pero sus tierras no son muy extensas. Patrocinar a cuatro músicos con sus ingresos es, en cierto modo, un despilfarro.

– En copas y cuerdas no se puede gastar tanto -dijo Wil frunciendo el entrecejo.

– Un mecenas no solo se responsabiliza de eso. -Sim empezó a contar ayudándose con los dedos-. En primer lugar está el título de mecenazgo. Luego tiene que proporcionar a sus músicos comida y alojamiento, un salario anual, un traje con los colores de su familia…

– Tradicionalmente son dos trajes -intervine-. Todos los años. -Cuando vivía con la troupe, nunca valoré la ropa que nos proporcionaba lord Greyfallow. Pero ahora no podía evitar imaginar cómo habría mejorado mi vestuario con dos trajes nuevos.

Simmon sonrió al ver llegar a un camarero, despejando toda duda sobre quién era el responsable de los vasos de aguardiente de moras que nos sirvió a cada uno. Sim alzó su vaso en un brindis silencioso y dio un gran trago. Yo alcé mi vaso también, y lo mismo hizo Wilem, aunque era evidente que le dolía. Manet permaneció inmóvil, y empecé a sospechar que se había quedado dormido.

– Sigue sin cuadrarme -dijo Wilem, dejando el vaso de aguardiente en la mesa-. Lo único que consigue el mecenas son unos bolsillos vacíos.

– El mecenas gana buena reputación -expliqué-. Por eso los músicos llevan su librea. Además, tiene personas que lo entretienen cuando a él se le antoja: en fiestas, bailes y celebraciones. A veces le componen canciones u obras por encargo.

– Aun así, da la impresión de que el mecenas se lleva la peor parte -comentó Wil con escepticismo.

– Eso lo dices porque no tienes todo el contexto -dijo Manet enderezándose-. Eres un chico de ciudad. No sabes qué significa crecer en un pueblecito levantado en la propiedad de un terrateniente.

»Aquí están las tierras de lord Poncington, por ejemplo. -Utilizó un poco de cerveza derramada para dibujar un círculo en el centro de la mesa-. Donde tú vives como un buen plebeyo.

Manet cogió el vaso vacío de Simmon y lo puso dentro del círculo.

– Un buen día, llega al pueblo un individuo que lleva los colores de lord Poncington. -Manet cogió su vaso lleno de aguardiente y lo arrastró por la mesa hasta colocarlo junto al vaso vacío de Sim, que seguía dentro del círculo-. Y ese tipo se pone a cantar canciones para todos en la taberna del pueblo. -Manet vertió un poco de aguardiente en el vaso de Sim.

Sin esperar a que nadie se lo indicara, Sim sonrió y bebió un sorbo.

Manet arrastró su vaso alrededor de la mesa y volvió a meterlo en el círculo.

– Al mes siguiente, llegan un par de tipos más con sus colores y montan un espectáculo de marionetas. -Vertió más aguardiente y Simmon bebió-. Al mes siguiente se representa una obra de teatro. -Otra vez.

Entonces Manet cogió su jarra de madera y la hizo avanzar por la mesa hasta meterla dentro del círculo.

– Entonces aparece el recaudador de impuestos, que lleva los mismos colores. -Manet golpeó impacientemente la mesa con la taza vacía.

Sim se quedó confuso un momento; luego cogió su jarra y vertió un poco de cerveza en la de Manet.

Manet lo miró y volvió a golpear la mesa con la jarra, con gesto de enojo.

Sim vertió el resto de su cerveza en la jarra de Manet, riendo.

– De todas formas, me gusta más el aguardiente de moras.

– Y a lord Poncington le gustan más sus impuestos -repuso Manet-. Y a la gente le gusta que la distraigan. Y al recaudador de impuestos no le gusta que lo envenenen y lo entierren de cualquier manera detrás del viejo molino. -Dio un sorbo de cerveza-. Así que todos se quedan contentos.

Wil observaba aquel diálogo con sus oscuros y serios ojos.

– Ya lo entiendo mejor.

– No siempre es una relación tan interesada -intervine-. Threpe se preocupa de que sus músicos mejoren su arte. Algunos nobles los tratan igual que a los caballos de sus establos. -Suspiré-. Hasta eso sería mejor que lo que tengo ahora, que es nada.

– No te vendas barato -dijo Sim con jovialidad-. Espera a que te salga un buen mecenas. Te lo mereces. Eres tan bueno como cualquiera de los músicos que hay aquí.

Me quedé callado, demasiado orgulloso para contarles la verdad. La mía era una pobreza que ellos ni siquiera podían entender. Sim pertenecía a la nobleza atur, y la familia de Wil eran comerciantes de lana de Ralien. Ellos creían que ser pobre significaba no tener suficiente dinero para ir a beber tan a menudo como les habría gustado.

Con la matrícula tan cerca, yo no me atrevía a gastar ni un penique abollado. No podía comprar velas, ni tinta, ni papel. No tenía joyas que empeñar, ni asignación, ni padres a los que escribir. Ningún prestamista respetable me habría dado ni un solo ardite. Y no era extraño, pues era un Edena Ruh huérfano y desarraigado cuyas posesiones habrían cabido en un saco de arpillera. Y en un saco no muy grande.

Me levanté antes de que la conversación pudiera entrar en terreno peligroso.

– Ya va siendo hora de que toque algo.

Cogí el estuche del laúd y me dirigí hacia Stanchion, que estaba sentado al final de la barra.

– ¿Qué nos has preparado para esta noche? -me preguntó acariciándose la barba.

– Una sorpresa.

Stanchion, que iba a levantarse del taburete, se detuvo y me preguntó:

– ¿Es una de esas sorpresas que provocan disturbios o que hacen que la gente le prenda fuego a mi local?

Sonreí y negué con la cabeza.

– Estupendo. -Sonrió también y echó a andar hacia el escenario-. En ese caso, me gustan las sorpresas.

Capítulo 6

Amor

Stanchion me acompañó al escenario y me trajo una silla sin brazos. Luego fue hasta el borde de la tarima y se puso a hablar con el público. Mientras extendía mi capa por encima del respaldo de la silla, las luces empezaron a atenuarse.

Dejé el maltrecho estuche de mi laúd en el suelo. En su día había sido un estuche precioso, pero ya tenía muchos años y muchos kilómetros, y su aspecto era aún más lamentable que el mío. Las charnelas de cuero ya estaban agrietadas y rígidas, y en algunos sitios las paredes de la caja estaban tan gastadas que parecían de pergamino. Solo conservaba uno de los cierres originales, de plata labrada; los otros los había ido sustituyendo con piezas que había encontrado por ahí, y había unos de latón brillante y otros de hierro mate.

Pero lo que había dentro del estuche era completamente diferente. Dentro estaba la razón por la que al día siguiente iba a pelear por mi matrícula. Había empleado todo mi ingenio para regatear por él, y aun así me había costado más dinero del que jamás me había gastado en nada. Me había costado tanto dinero que no pude comprarme un estuche apropiado, y tuve que contentarme con ponerle parches al viejo.

La madera era de color café oscuro, o de tierra recién removida. La curva de la caja era perfecta, como las caderas de una mujer. Era eco sordo y rasgueo cantarín. Mi laúd. Mi alma tangible.

He oído lo que los poetas escriben sobre las mujeres. Componen rimas y rapsodias, y mienten. He visto a marineros en la orilla contemplando en silencio la lenta ondulación del mar. He visto a viejos soldados con el corazón de cuero que derramaban lágrimas al ver los colores de su rey ondeando al viento.

Creedme: esos hombres no saben nada del amor.