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Asentí con la cabeza.

– Eso significa que alguien ha pasado por aquí hace aproximadamente un día. Si han pasado dos o tres días, las hojas se ponen marrones y mueren. Si ves los dos tipos de hojas cerca unas de otras… -Me miró.

– Significa que alguien ha pasado más de una vez por la zona, en días diferentes.

– Exacto. Yo estaré ocupado explorando y buscando a los bandidos; vosotros tendréis que tener las narices pegadas al suelo. Cuando encontréis algo parecido a esto, llamadme.

– ¿Llamadme? -Tempi hizo bocina con las manos y giró la cabeza en diferentes direcciones. Abrió un brazo hacia los árboles de los alrededores y se llevó una mano a la oreja como si escuchara.

– Tienes razón -convino Marten frunciendo el entrecejo-. No podéis poneros a gritar. -Se frotó la nuca con gesto de frustración-. Maldita sea, no lo hemos planeado detenidamente.

– Yo sí lo he planeado detenidamente -dije sonriendo, y me saqué del bolsillo un rudimentario silbato de madera que había tallado la noche anterior. Solo producía dos notas, pero no necesitábamos más. Me lo llevé a los labios y silbé. «Ta-ta DII. Ta-ta DII.»

Marten sonrió.

– Eso es un chotacabras, ¿no? El tono es perfecto.

– Sí, no me ha quedado mal.

Marten carraspeó.

– Lástima, porque el chotacabras es de hábitos nocturnos. -Hizo una mueca de disculpa-. Si silbaras con eso cada vez que quisieras que viniera a ver algo, a cualquiera que entienda un poco de bosques le llamaría la atención.

– ¡Manos negras! -maldije mirando el silbato-. No se me ocurrió pensarlo,

– La idea es buena -dijo él-. Pero necesitamos un silbato que imite el canto de un pájaro diurno. Quizá un flautillo dorado. -Silbó dos notas-. Es bastante fácil.

– Esta noche tallaré otro silbato -dije, y me agaché para recoger una ramita del suelo. La partí y le di una mitad a Marten-. De momento, si quiero hacerte alguna señal, utilizaré esto.

Marten se quedó mirando la ramita sin comprender.

– Pero ¿cómo? No lo entiendo.

– Cuando necesitemos tu opinión sobre algo que hayamos encontrado, haré esto. -Me concentré, murmuré un vínculo y moví mi trozo de ramita. Marten dio un bote que lo desplazó más de un metro y soltó la ramita. Hay que reconocer que no se le escapó ningún grito.

– ¡Por los diez infiernos! ¿Qué es esto? -dijo entre dientes retorciéndose la mano.

Su reacción me había asustado, y el corazón me latía muy deprisa.

– Perdóname, Marten. Solo es un poco de simpatía. -Vi que fruncía las cejas y cambié de táctica-. Un poco de magia. Es como un trozo de cuerda mágica que utilizo para atar dos cosas.

Elxa Dal se habría atragantado si hubiera oído esa descripción, pero seguí adelante.

– Puedo atar estas dos mitades, y así, si muevo la mía… -Me acerqué a la ramita que Marten había tirado al suelo. Levanté mi mitad y la de Marten se elevó flotando.

Mi exhibición surtió el efecto deseado: las dos ramitas moviéndose a la vez parecían una triste y rudimentaria marioneta. Aquello no podía asustarle a nadie.

– Es como una cuerda invisible, solo que no se enreda ni se engancha con nada.

– Pero ¿me empujará muy fuerte? -me preguntó con recelo-. No quiero que me tire de un árbol mientras estoy explorando.

– Piensa que soy yo el que está en el otro extremo de la cuerda -dije-. Solo la moveré un poco, como el flotador de un sedal.

Marten dejó de retorcerse la mano y se relajó un poco.

– Es que me ha asustado -dijo.

– Ha sido culpa mía -admití-. Debí avisarte. -Recogí la ramita y se la di a Marten con deliberada tranquilidad. Como si no fuera más que una ramita normal y corriente. De hecho, no era más que una ramita normal y corriente, pero Marten necesitaba estar seguro. Como dijo Teccam, no hay nada en el mundo más difícil que convencer a alguien de una verdad desconocida.

Marten nos enseñó a detectar cuándo se habían tocado las hojas, a fijarnos en las piedras por las que se había cruzado, a distinguir el musgo o los líquenes que se hubieran pisado.

El viejo cazador resultó un maestro excelente. No hacía alarde de sus conocimientos, nos dejaba hablar y no le molestaba que le hiciéramos preguntas. Ni siquiera lo ponían nervioso las dificultades de Tempi con el idioma.

Aun así, tardamos horas. Medio día. Entonces, cuando yo creía que por fin habíamos terminado, Marten nos hizo dar media vuelta y empezó a guiarnos hacia el campamento.

– Por aquí ya hemos pasado -dije-. Si vamos a practicar, hagámoslo en la dirección correcta.

Marten no me hizo caso y siguió caminando.

– Decidme qué veis.

Veinte pasos más allá, Tempi señaló y dijo;

– Musgo. Mi pie. Yo camino.

Entonces lo comprendí, y empecé a ver todas las marcas que Tempi y yo habíamos dejado. Durante tres horas, Marten nos humilló acompañándonos entre los árboles y mostrándonos todo lo que delataba nuestro paso por allí: una rozadura en los líquenes de la corteza de un árbol, un trozo de guijarro partido, la decoloración de unas agujas de pino a las que habíamos dado la vuelta.

Lo peor fueron media docena de hojas de un verde intenso esparcidas por el suelo, formando un semicírculo. Marten arqueó una ceja, y me ruboricé. Las había arrancado yo de un arbusto cercano y había ido tirándolas al suelo distraídamente mientras escuchaba a Marten.

– Pensad dos veces y pisad con cuidado -dijo Marten-. Y no os perdáis de vista el uno al otro. Estamos jugando a un juego peligroso.

Entonces Marten nos enseñó a borrar nuestras huellas. Enseguida comprendimos que un rastro mal disimulado podía ser mucho más evidente que el rastro que sencillamente hubieras dejado. Durante las dos horas siguientes aprendimos a ocultar nuestros errores y a detectar los errores que otros habían intentado ocultar.

Y entonces sí, cuando la tarde empezaba a ceder ante la noche, Tempi y yo comenzamos a explorar aquella franja de bosque, más extensa que muchas baronías. Caminábamos juntos, zigzagueando, buscando señales que hubieran dejado los bandidos.

Pensé en los largos días que nos esperaban. Yo creía que registrar el Archivo había sido tedioso. Pero buscar una ramita rota en aquel bosque hacía que buscar el esquema del gram pareciera tan fácil como ir a la panadería a comprar un panecillo.

En el Archivo yo tenía la oportunidad de hacer descubrimientos por accidente. En el Archivo tenía a mis amigos: conversación, bromas, afecto. Miré de reojo a Tempi y me di cuenta de que podía contar las palabras que había pronunciado ese día: veinticuatro; y las veces que me había mirado a los ojos: tres. ¿Cuánto podía durar aquello? ¿Diez días? ¿Veinte? Tehlu misericordioso, ¿sería capaz de pasarme un mes allí sin volverme loco?

Con pensamientos como esos, es lógico que cuando vi un trozo de corteza desprendida del tronco de un árbol y una mata de hierba inclinada en una dirección extraña sintiera una oleada de alivio.

Como no quería hacerme ilusiones, se lo mostré a Tempi y le pregunté: «¿Tú ves algo?». El asintió, se tocó el cuello de la camisa y señaló la mata de hierba que yo le indicaba. Entonces me mostró una raíz desenterrada en la que yo no me había fijado.

Loco de emoción, saqué la ramita de roble y le hice una señal a Marten. La moví muy suavemente, pues no quería que volviera a darle otro ataque de pánico.

Marten solo tardó dos minutos en salir de entre los árboles, pero en ese tiempo yo ya había trazado tres planes para seguir y matar a los bandidos, compuesto cinco soliloquios de disculpa para Denna y decidido que, cuando volviera a Severen, donaría dinero a la iglesia tehlina como agradecimiento por aquel milagro tangible.

Esperaba que a Marten le hubiera molestado que lo hubiéramos llamado tan pronto. Pero cuando llegó a nuestro lado, su expresión era muy serena.

Señalé la hierba, la corteza y la raíz.

– La raíz la ha visto Tempi -dije reconociéndole el mérito.