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– Muy bien -dijo Marten con seriedad-. Bien hecho. También hay una rama doblada ahí arriba. -Señaló unos pasos más allá, hacia la derecha.

Me volví hacia la dirección que parecía indicar el rastro.

– Por lo visto están hacia el norte -dije-. Más lejos del camino. ¿Quieres que sigamos explorando un poco o prefieres esperar hasta mañana para que estemos más descansados?

– Por Dios, chico -Marten entrecerraba los ojos-, estas no son señales verdaderas. Son demasiado evidentes, están demasiado juntas. -Se quedó mirándome-. Las he dejado yo. Necesitaba asegurarme de que no ibais a relajaros en cuanto llevarais unos minutos buscando.

Mi euforia descendió de golpe desde algún lugar de mi pecho y aterrizó alrededor de mis pies, rompiéndose como un tarro de cristal que se cae de un estante alto. La cara que puse debía de dar pena, porque Marten se disculpó con una sonrisa.

– Lo siento. Debí decíroslo. Seguiré haciéndolo de vez en cuando todos los días. Es la única forma de permanecer alerta. No es la primera vez que busco una aguja en un pajar, ¿sabes?

La tercera vez que llamamos a Marten, nos propuso hacer una apuesta. Tempi y yo ganaríamos medio penique por cada señal que encontráramos, y él ganaría un sueldo de plata por cada señal que nosotros no detectáramos. Acepté de buen grado. Eso nos ayudaría a mantenernos alerta, y además, una apuesta de cinco contra uno parecía bastante generosa.

Eso hizo que el final de la tarde transcurriera deprisa. A Tempi y a mí se nos pasaron por alto varias señales: un tronco movido de sitio, unas hojas esparcidas y una telaraña rota. La telaraña me pareció una injusticia, pero aun así, cuando volvimos al campamento esa noche, Tempi y yo llevábamos dos peniques de ventaja.

Durante la cena, Marten nos contó la historia del hijo de una joven viuda que se había ido a buscar fortuna. Un calderero le vendió unas botas mágicas que le ayudaron a rescatar a una princesa de una torre perdida en las montañas.

Dedan asentía con la cabeza mientras comía, y sonreía como si ya hubiera oído aquella historia. Hespe reía en unas partes y daba gritos ahogados en otras: era la espectadora perfecta. Tempi estaba completamente inmóvil, con las manos recogidas sobre el regazo, y no mostraban aquel nerviosismo al que yo ya me había acostumbrado. Permaneció así hasta que Marten terminó de contar la historia, escuchando atentamente mientras se le enfriaba la cena.

Era una buena historia. Había un gigante hambriento y un acertijo. Pero el hijo de la viuda era listo, y rescataba a la princesa y se casaba con ella. Era una historia que yo ya conocía, y oírla me recordó tiempos lejanos, cuando yo tenía un hogar y una familia.

Capítulo 80

Cadencia

Al día siguiente, Marten salió con Hespe y Dedan; Tempi y yo nos quedamos vigilando el campamento.

Como no tenía nada que hacer para distraerme, empecé a buscar leña. Luego recogí algunas hierbas útiles que encontré entre la maleza y fui por agua a un manantial cercano. Entonces me entretuve vaciando, seleccionando y reordenando todo el contenido de mi macuto.

Tempi desmontó su espada y limpió y engrasó meticulosamente todas las piezas. No parecía aburrido, pero la verdad es que nunca parecía nada.

A mediodía, yo ya estaba muerto de aburrimiento. Habría leído, pero no me había llevado ningún libro. Le habría cosido bolsillos a mi raída capa, pero no tenía tela. Habría tocado el laúd, pero un laúd de artista de troupe está pensado para llenar de música una ruidosa taberna. Allí, su sonido habría recorrido kilómetros.

Habría charlado con Tempi, pero intentar mantener una conversación con él era como jugar a lanzar y devolver la pelota con un pozo.

Aun así, esa parecía ser mi única opción. Me acerqué a donde estaba Tempi. Había terminado de limpiar la espada y estaba haciendo pequeños ajustes en el puño de cuero.

– Tempi…

Tempi dejó la espada en el suelo y se levantó. Se quedó muy cerca de mí, a una distancia de apenas veinte centímetros que resultaba un poco incómoda. Entonces vaciló y frunció el ceño. No era un ceño muy marcado, sino solo un adelgazamiento de los labios y la aparición de una fina arruga entre sus cejas; pero en la cara de Tempi, que normalmente era como una hoja en blanco, destacaba como una palabra escrita con tinta roja.

Dio dos pasos atrás; entonces miró el trozo de suelo que nos separaba y se acercó un poco.

De pronto lo comprendí.

– ¿A qué distancia se ponen los Adem para hablar, Tempi?

Tempi me miró un momento con gesto inexpresivo y luego soltó una carcajada. Sus labios dibujaron una tímida sonrisa, y de pronto pareció muy joven. La sonrisa desapareció rápidamente de sus labios, pero no de sus ojos.

– Listo. Sí. Diferente para Adem. Para ti, cerca. -Se acercó mucho a mí, y luego volvió a retroceder.

– ¿Para mí? -pregunté-. ¿Es diferente para diferentes personas?

– Sí.

– ¿Qué distancia para Dedan?

Tempi movió las manos.

– Complicado.

Noté que se avivaba mi curiosidad.

– ¿Quieres enseñarme estas cosas, Tempi? ¿Quieres enseñarme tu idioma?

– Sí -me contestó. Y aunque no se reflejara en su cara, detecté un enorme alivio en su voz-. Sí. Por favor. Sí.

Aquella tarde aprendí una serie de palabras en adémico, sueltas y completamente inútiles. La gramática seguía siendo un misterio, pero el aprendizaje de un idioma siempre empieza así. Por suerte, las lenguas son como instrumentos musicales: cuantos más conoces, más fácil es aprender otros. El adémico era mi cuarta lengua.

Nuestro principal problema era que el atur de Tempi no era muy bueno, de modo que nos faltaba terreno común. Así que dibujábamos en el suelo, apuntábamos y gesticulábamos. En ocasiones, cuando los simples gestos no bastaban, acabábamos realizando algo parecido a la pantomima para explicarnos. Resultó más entretenido de lo que yo esperaba.

Ese primer día solo encontramos un escollo. Ya había aprendido una docena de palabras y se me había ocurrido otra que podía ser útil. Apreté el puño e hice como si fuera a golpear a Tempi.

– Freaht-dijo él.

– Freaht-repetí.

Negó con la cabeza.

– No. Freaht.

– Freaht -dije poniendo más cuidado.

– No -dijo con firmeza-. Freaht es… -Me enseñó los dientes y movió la mandíbula como si mordiera algo-. Freaht. -Se golpeó la palma de la mano con el puño.

– Freaht-insistí.

– No. -Me sorprendió el tono prepotente de su voz-. Freaht.

Me acaloré.

– Es lo que estoy diciendo. ¡Freaht! ¡Freaht! ¡Fre…!

Tempi estiró un brazo y me dio un cachete en un lado de la cabeza con la palma de la mano. Igual que el que le había dado a Dedan dos noches atrás; igual que los que me daba mi padre cuando alborotaba en público. No lo bastante fuerte para hacerme daño, pero sí para asustarme. Hacía años que nadie me daba un cachete así.

Aunque lo más asombroso fue que ni lo vi. El movimiento fue fluido y perezoso, y más rápido que el chasquido de los dedos. No me pareció que Tempi lo considerara insultante. Solo lo había hecho para atraer mi atención.

Se levantó el pelo rubio rojizo y se señaló la oreja.

– Oye -dijo con firmeza-. Freaht. -Volvió a enseñarme los dientes y hacer como si mordiera-. Freaht. -Levantó el puño-. Freaht. Freaht.

Y lo oí. No era el sonido de la palabra en sí, sino la cadencia de la palabra.

– ¿Freaht?-dije.

Tempi se dignó sonreír. Una sonrisa mínima, algo muy raro en él.

– Sí. Bien.

Entonces tuve que volver a aprender todas las palabras, fijándome en su ritmo. Hasta ese momento no lo había oído, y me había limitado a imitarlo. Poco a poco, descubría que cada palabra podía tener varios significados según la cadencia del sonido que las componía.

Aprendí las frases imprescindibles: «¿Qué significa eso?» y «Explícamelo más despacio», además de un par de docenas de palabras. Pelear. Mirar. Espada. Mano. Baile. El número de mímica que tuve que hacer para que Tempi entendiera «baile» nos hizo reír a los dos.