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Dedan asintió con la cabeza al observar mi reacción.

– Esa canción es, por encima de todo lo demás, lo que da credibilidad a la historia del chico. No entiendo ni una sola palabra, pero se me quedó grabada en la memoria a pesar de que él solo la cantó una vez.

»Pues bien, los dos hermanos se acurrucaron al borde del claro.

Y gracias a la luna pudieron ver que era mediodía en lugar de medianoche. Felurian estaba en cueros; aunque el pelo le llegaba casi hasta la cintura, era evidente que estaba desnuda como la luna.

Siempre me han gustado las historias sobre Felurian, pero cuando miré a Hespe, mi interés se enfrió un tanto. Hespe observaba a Dedan con los ojos entornados.

Dedan no se dio cuenta.

– Era alta y tenía las piernas largas y esbeltas, la cintura estrecha y las caderas redondeadas como si suplicaran una caricia. Su vientre era liso y perfecto, como un trozo impecable de corteza de abedul, y el hoyuelo de su ombligo parecía hecho para besarlo.

A esas alturas, los ojos de Hespe se habían reducido a dos peligrosas rendijas. Pero más reveladora aún era su boca, que había formado una línea recta y delgada. Voy a daros un consejo: si alguna vez veis esas señales en el rostro de una mujer, callad de inmediato y sentaos sobre las manos. Quizá con eso no logréis arreglar las cosas, pero al menos impediréis que empeoren.

Dedan continuó, por desgracia, y sus gruesas manos siguieron revoloteando a la luz del fuego.

– Sus pechos eran grandes y redondos, como melocotones que esperan que los arranquen del árbol. Ni siquiera la celosa luna, que roba el color de todas las cosas, podía esconder el sonrosado…

Hespe hizo un ruido de disgusto y se levantó.

– Bueno, pues me voy -dijo. Su voz destilaba una frialdad que ni siquiera a Dedan pudo pasársele por alto.

– ¿Cómo?-La miró; todavía tenía las manos ahuecadas y levantadas frente al cuerpo, paralizadas en el acto de sostener unos senos imaginarios.

Hespe se marchó indignada, murmurando por lo bajo.

Dedan dejó caer bruscamente las manos sobre el regazo. En lo que se tarda en respirar una vez, su expresión pasó de la confusión a la ofensa y de la ofensa al enojo. Al cabo de un segundo, se levantó sacudiéndose bruscamente trocitos de hoja y ramitas de los pantalones y mascullando. Recogió sus mantas y fue hacia el otro extremo de nuestro pequeño claro.

– ¿Acaba con los dos hermanos persiguiendo a Felurian, y con el padre del chico quedándose rezagado? -pregunté.

Dedan giró la cabeza y me miró.

– Ah, ¿ya la habías oído? Pues si no te interesaba, podrías haberme…

– Solo te lo pregunto -me apresuré a decir-. Me fastidia mucho no oír el final de una historia.

– El padre metió el pie en una madriguera de conejos -resumió Dedan-. Se torció un tobillo. Al tío no volvieron a verlo. -Se alejó del círculo de la luz de la hoguera con gesto sombrío.

Miré, suplicante, a Marten, pero él negó con la cabeza.

– No -dijo con voz suave-. No quiero meterme. Por nada del mundo. Intentar ayudar ahora sería como intentar apagar el fuego con las manos: sumamente doloroso, y no serviría de nada.

Tempi empezó a prepararse la cama. Marten hizo un movimiento circular con un dedo y me miró, interrogante, preguntándome si quería la primera guardia. Asentí con la cabeza, y él recogió sus mantas y dijo:

– Por muy atractiva que parezca una cosa, tienes que valorar los riesgos que corres. Cuánto lo deseas, cuánto estás dispuesto a quemarte.

Esparcí los troncos de la hoguera para apagarla y al poco rato la profunda oscuridad de la noche se apoderó del claro. Me tumbé boca arriba, contemplando las estrellas, y me puse a pensar en Denna

Capítulo 82

Bárbaros

Al día siguiente, Tempi y yo trasladamos el campamento mientras Dedan y Hespe iban a Crosson a buscar provisiones. Marten encontró un terreno aislado y llano cerca de un riachuelo. Entonces lo recogimos y trasladamos todo, cavamos el excusado, preparamos el hoyo de la hoguera y empezamos a organizado todo.

Tempi se mostraba dispuesto a hablar mientras trabajábamos, pero yo estaba intranquilo. Ya lo había ofendido preguntándole acerca del Lethani, y sabía que debía evitar ese tema. Pero si Tempi se molestaba por una sencilla pregunta sobre canciones, ¿cómo podía yo saber qué cosas podían ofenderlo?

Su gesto inexpresivo y su negativa a establecer contacto visual eran los problemas principales. ¿Cómo podía yo mantener una conversación inteligente con una persona si no tenía ni idea de cómo se sentía? Era como tratar de andar con los ojos vendados por una casa que no conocías.

Decidí tomar el camino más seguro y limitarme a preguntarle más palabras mientras trabajábamos. Sobre todo nombres de objetos, porque ambos teníamos las manos ocupadas y no podíamos recurrir a la mímica.

Lo mejor era que Tempi practicaba su atur mientras yo iba ampliando mi vocabulario adémico. Me fijé en que cuantos más errores cometía yo en su lengua, más cómodo se sentía él en sus intentos de expresarse.

Eso significaba que yo cometía muchos errores. De hecho, a veces mi torpeza obligaba a Tempi a explicarse varias veces de diferentes maneras. Todas en atur, por supuesto.

Hacia mediodía terminamos de montar el campamento. Marten se marchó a cazar y Tempi se desperezó y empezó a realizar su lenta danza. Lo hizo dos veces seguidas, y empecé a sospechar que él también se aburría. Cuando terminó, estaba cubierto de sudor y me dijo que iba a bañarse.

Como me había quedado solo en el campamento, derretí las velas que me había vendido el calderero y modelé dos pequeños simulacros de cera. Llevaba días queriendo ponerme manos a la obra, pero incluso en la Universidad fabricar un fetiche se consideraba comportamiento censurable. Allí, en Vintas… Solo diré que me pareció oportuno hacerlo con discreción.

No me esmeré mucho. El sebo no es tan fácil de trabajar como la cera simpática, pero hasta el fetiche más rudimentario puede ser un objeto devastador. Una vez que los hube guardado en mi macuto, me sentí mucho más preparado.

Estaba limpiándome los restos de sebo de los dedos cuando Tempi regresó de su baño, desnudo como un recién nacido. Mis años de experiencia teatral me permitieron mantener una expresión serena, pero me costó trabajo.

Tras tender la ropa mojada en una rama cercana para que se secara, Tempi vino hacia mí sin dar la más leve muestra de vergüenza o pudor.

Tendió la mano derecha, con el índice y el pulgar apretados.

– ¿Qué es esto? -Separó un poco los dedos para que yo pudiera ver.

Me acerqué, contento de tener algo en que centrar mi atención.

– Eso es una garrapata.

A tan escasa distancia, fue inevitable que volviera a fijarme en sus cicatrices, unas débiles líneas que le cubrían los brazos y el torso. Las horas que había pasado en la Clínica me habían enseñado a interpretar las cicatrices, y aquellas no eran las marcas anchas, fruncidas y rosadas propias de heridas profundas que hubieran atravesado las tres capas de piel, grasa y músculo que había debajo. No: aquellas eran heridas superficiales. Docenas de ellas. Me pregunté cuánto tiempo haría que Tempi era mercenario para tener cicatrices tan antiguas. No aparentaba mucho más de veinte años.

Tempi, ajeno a mi escrutinio, se quedó mirando aquello que tenía entre los dedos.

– Muerde. A mí. Muerde y se queda. -Su semblante no revelaba nada, como siempre, pero su tono tenía un deje de repulsión. Agitó la mano izquierda.

– ¿En Ademre no hay garrapatas?

– No. -Intentó aplastar la garrapata con los dedos-. No rompe.

Con gestos le enseñé que tenía que estrujarla con las uñas, lo que él hizo con cierto entusiasmo. Entonces tiró la garrapata y volvió a donde estaba su yacija. Todavía desnudo, procedió a sacar toda su ropa y sacudirla enérgicamente.