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No lo encontraréis en las palabras de los poetas ni en la mirada anhelante de los marineros. Si queréis saber algo del amor, miradle las manos a un músico de troupe cuando toca un instrumento. Los músicos de troupe sí saben.

Miré a mi público, que poco a poco iba quedándose callado. Simmon me saludó con la mano, entusiasta, y yo le sonreí. Distinguí el cabello blanco del conde Threpe cerca de la barandilla del segundo balcón. Hablaba con seriedad con una pareja bien vestida y me señalaba. Seguía haciendo campaña a mi favor, aunque ambos supiéramos que era una causa perdida.

Saqué el laúd de su viejo y gastado estuche y empecé a afinarlo. No era el mejor laúd que había en el Eolio, ni mucho menos. El mástil estaba ligeramente torcido, pero no doblado. Una de las clavijas estaba suelta y tendía a alterar el sonido de la cuerda.

Rasgueé suavemente un acorde y acerqué la oreja a las cuerdas. Levanté la cabeza y vi la cara de Denna, clara como la luna. Ella me sonrió, emocionada, y me saludó agitando los dedos por debajo de la mesa para que no lo viera su caballero.

Toqué suavemente la clavija suelta y pasé las manos por la tibia madera del laúd. Había sitios donde el barniz tenía arañazos y rozaduras. En el pasado lo habían tratado mal, pero eso no lo hacía menos maravilloso.

Sí, mi laúd tenía defectos, pero ¿qué importa eso cuando se trata de asuntos del corazón? Amamos lo que amamos. La razón no entra en juego. En muchos aspectos, el amor más insensato es el amor más verdadero. Cualquiera puede amar algo por algún motivo. Eso es tan fácil como meterse un penique en el bolsillo. Pero amar algo a pesar de algo es otra cosa. Conocer los defectos y amarlos también. Eso es inusual, puro y perfecto.

Stanchion me señaló trazando un arco con el brazo. Hubo un breve aplauso seguido de un silencio atento.

Le arranqué dos notas punteadas al laúd y observé que el público se inclinaba hacia mí. Acaricié una cuerda, la afiné ligeramente y empecé a tocar. Cuando solo habían sonado unas pocas notas, todos sabían ya qué canción iban a escuchar.

Era «El manso». Una canción que los pastores llevan diez mil años silbando. La más sencilla de las melodías sencillas. Una canción que cualquiera podría entonar. Un crío. Un majadero. Un analfabeto.

Era, para decirlo sin rodeos, música folclórica.

Se han escrito un centenar de canciones basadas en la melodía de «El manso». Canciones de amor y de guerra. Canciones de humor, tragedia y lujuria. Pero no toqué ninguna de esas versiones. No me interesaba la letra, sino la música. Solo la melodía.

Miré hacia arriba y vi a lord Mandíbula de Cemento junto a Denna, haciendo un ademán desdeñoso. Sonreí mientras iba sonsacándole la canción a las cuerdas de mi laúd.

Pero al poco rato, mi sonrisa fue volviéndose forzada. El sudor empezó a brotar en mi frente. Me encorvé sobre el laúd, concentrado en lo que hacían mis manos. Mis dedos corrían, danzaban, volaban.

Toqué con la dureza de una granizada, como un martillo golpeando una pieza de latón. Toqué con la suavidad del sol sobre el trigo en otoño, como el tenue temblor de una hoja. Al poco rato, empecé a jadear a causa del esfuerzo. Mis labios dibujaban una línea fina y descolorida.

Cuando iba por el estribillo intermedio, sacudí la cabeza para apartarme el cabello de los ojos. Unas gotas de sudor salieron despedidas describiendo un arco y salpicaron la madera del suelo del escenario. Respiraba hondo, y mi pecho subía y bajaba como un fuelle, esforzándose como un caballo que corre hasta el agotamiento.

La canción inundaba la sala de notas limpias y diáfanas. Estuve a punto de equivocarme una vez: el ritmo vaciló apenas un instante… pero me recuperé, seguí adelante y conseguí terminar la última frase, pulsando las cuerdas con suavidad y dulzura pese a lo cansados que tenía los dedos.

Entonces, cuando ya era evidente que no podía continuar ni un momento más, resonó el último acorde y me derrumbé en la silla, agotado.

El público me dedicó un aplauso atronador.

Pero no todo el público. Dispersas por el local, una docena de personas se echó a reír; algunos golpeaban las mesas y daban pisotones en el suelo mientras lanzaban gritos de júbilo.

La ovación cesó rápidamente. Hombres y mujeres se quedaron parados con las manos en alto, contemplando a aquellos miembros del público que reían en lugar de aplaudir. Algunos parecían enojados, y otros, confundidos. Era evidente que muchos se sentían ofendidos, y un murmullo de desaprobación empezó a recorrer la sala.

Antes de que pudiera iniciarse una discusión seria, toqué una sola nota aguda y levanté una mano, reclamando de nuevo la atención del público. Todavía no había terminado, ni mucho menos.

Me puse cómodo e hice rodar los hombros. Rasgueé las cuerdas, ajusté la clavija suelta y, sin ningún esfuerzo, me puse a tocar mi segunda canción.

Era un tema de Illien, «Tintatatornin». Dudo que lo hayáis oído. Comparado con las otras obras de Illien, es una rareza. En primer lugar, no tiene letra. En segundo lugar, pese a ser una canción de amor, no es tan pegadiza ni tan enternecedora como muchas de sus melodías más conocidas.

Pero sobre todo, es condenadamente difícil de tocar. Mi padre la llamaba «la canción más bonita jamás escrita para quince dedos». Me hacía tocarla cuando me veía demasiado orgulloso de mí mismo y consideraba que necesitaba una dosis de humildad. Baste decir que la practicaba con bastante regularidad, a veces más de una vez al día.

Así que me puse a tocar «Tintatatornin». Me apoyé en el respaldo de la silla, crucé los tobillos y me relajé un poco. Mis manos se movían despreocupadamente por las cuerdas. Después del primer estribillo, inspiré hondo y di un breve suspiro, como un muchacho encerrado en su casa en un día soleado. Mi mirada empezó a pasearse por la estancia, aburrida.

Sin dejar de tocar, me removí en el asiento, buscando una postura cómoda y sin encontrarla. Fruncí el ceño, me levanté y miré la silla como si ella tuviera la culpa. Volví a sentarme y me sacudí con expresión de fastidio.

Mientras hacía todo eso, las diez mil notas de «Tintatatornin» corrían y brincaban. Entre un acorde y el siguiente aproveché para rascarme detrás de una oreja.

Estaba tan metido en mi papel que me dieron ganas de bostezar. Di el bostezo sin contenerme, y abrí tanto la boca que estoy seguro de que los que estaban en las primeras filas pudieron contarme los dientes. Sacudí la cabeza como si quisiera despejarme, y me enjugué los ojos, llorosos, con la manga.

Entretanto, seguía sonando «Tintatatornin». La enloquecedora armonía y el contrapunto se entrelazaban y a ratos se separaban. Y todo ello impecable, dulce y fácil como respirar. Cuando llegué al final, juntando una docena de enredados hilos musicales, no hice ningún floreo. Dejé de tocar, sencillamente, y me froté un poco los ojos. Sin crescendo. Sin saludo. Nada. Hice crujir los nudillos distraídamente y me incliné hacia delante para guardar el laúd en el estuche.

Esa vez se oyeron primero las risas. Eran los mismos que se habían reído antes, y silbaban y golpeaban las mesas con más estrépito que la vez anterior. Mi gente. Los músicos. Abandoné la expresión de aburrimiento y les sonreí con complicidad.

Momentos después llegaron los aplausos, pero fueron dispersos y titubeantes. Antes de que se hubieran encendido las luces, ya se habían disuelto y el murmullo de las discusiones los habían absorbido por completo.

Cuando bajé los escalones, Marie corrió a mi encuentro, con la risa pintada en el rostro. Me estrechó la mano y me dio unas palmadas en la espalda. Ella fue la primera, pero muchos la siguieron, todos ellos músicos. Antes de que me quedara atrapado, Marie entrelazó su brazo con el mío y me guió hasta mi mesa.

– Caramba, muchacho -dijo Manet-. Aquí eres como un pequeño rey.

– Pues esto no es nada comparado con la atención que suele recibir -comentó Wilem-. Normalmente todavía lo están vitoreando cuando vuelve a la mesa. Las mujeres le hacen caídas de ojos y cubren su camino de flores.