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Sonreí, convencido de que ninguno de los dos volvería a insistir para que les contara más historias de las que yo quería contar.

Tempi también se levantó. Al pasar a mi lado, sonrió y me dio un abrazo. Un ciclo atrás, eso me habría sorprendido, pero ahora ya sabía que el contacto físico no era nada infrecuente entre los Adem.

Sin embargo, sí me sorprendió que me abrazara delante de los demás. Le devolví el abrazo lo mejor que pude, y noté que la risa todavía lo estremecía.

– Se le cayó el trasero -dijo en voz baja, y fue a acostarse.

Marten siguió a Tempi con la mirada; luego me lanzó a mí otra, larga y reflexiva.

– ¿Dónde oíste esa historia? -me preguntó.

– Me la contó mi padre cuando era pequeño -contesté. Era la verdad.

– Una historia rara para contarle a un niño.

– Es que yo era un niño raro -dije-. Cuando me hice mayor, mi padre me confesó que se inventaba las historias para que me estuviera callado. Yo lo acribillaba a preguntas. No le daba tregua. Mi padre decía que la única forma de hacerme callar era plantearme algún acertijo. Pero yo siempre encontraba la solución, y mi padre se quedó sin acertijos.

Me encogí de hombros y empecé a prepararme la cama.

– Así que mi padre se inventaba historias que parecían acertijos y me preguntaba si entendía lo que significaban. -Sonreí con nostalgia-. Recuerdo que me pasé días y días pensando en aquel chico con el tornillo en el ombligo, tratando de averiguar qué sentido tenía la historia.

– Hacerle eso a un niño es una crueldad -dijo Marten frunciendo el entrecejo.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté, sorprendido.

– Engañarte para conseguir un poco de paz y tranquilidad. Eso está feo.

Me quedé descolocado.

– Mi padre no lo hacía con mala intención. A mí me gustaba. Así tenía algo en que pensar.

– Pero era absurdo. Era imposible.

– Absurdo no -objeté-. Las preguntas que no podemos contestar son las que más nos enseñan. Nos enseñan a pensar. Si le das a alguien una respuesta, lo único que obtiene es cierta información. Pero si le das una pregunta, él buscará sus propias respuestas.

Extendí mi manta en el suelo y doblé la raída capa del calderero para envolverme en ella.

– Así, cuando encuentre las respuestas, las valorará más. Cuanto más difícil es la pregunta, más difícil la búsqueda. Cuanto más difícil es la búsqueda, más aprendemos. Una pregunta imposible…

Me interrumpí. De pronto lo había entendido. Elodin. Aquello era lo que había estado haciendo Elodin. Lo único que había hecho en su clase. Los juegos, las pistas, los acertijos crípticos. Todos eran, a su manera, preguntas.

Marten sacudió la cabeza y se marchó, pero yo estaba absorto en mis pensamientos y apenas me di cuenta. Yo quería respuestas, y pese a lo que creía, Elodin había estado intentando dármelas. Lo que yo había interpretado como un secretismo malicioso por su parte era, en realidad, una incitación persistente a la búsqueda de la verdad. Me quedé allí sentado, callado y anonadado ante la astucia de su método. Ante mi falta de comprensión. Mi falta de visión.

Capítulo 84

El borde del mapa

Seguimos avanzando poco a poco por el Eld. Todos los días comenzaban con la esperanza de encontrar indicios de un rastro. Todas las noches terminaban con una decepción.

Era evidente que la manzana había perdido su brillo, y el malhumor y las murmuraciones estaban convirtiéndose en algo cotidiano dentro de nuestro grupo. El poco miedo que me había tenido Dedan al principio había disminuido mucho, y el mercenario me provocaba constantemente. Quería comprar una botella de aguardiente con el dinero del maer. Me negué. Opinaba que no hacía falta que hiciéramos guardias nocturnas, y que bastaba con tender una cuerda alrededor del campamento, a la altura de los tobillos. Yo discrepaba.

Cada pequeña batalla que yo ganaba hacía aumentar la antipatía que Dedan sentía por mí. Y a medida que avanzábamos, sus débiles murmullos se volvían más insistentes. Nunca se enfrentaba a mí abiertamente; solo era un goteo esporádico de comentarios insidiosos, insubordinaciones y malas caras.

Por otra parte, Tempi y yo avanzábamos poco a poco hacia algo parecido a la amistad. Su atur estaba mejorando, y mi adémico había alcanzado un punto que me permitía considerar que había superado la fase de ineptitud total y que ya me expresaba con dificultad.

Seguía imitando a Tempi mientras practicaba su danza, y él seguía ignorándome. Tras un tiempo realizando aquella serie de movimientos, descubrí que tenía cierto carácter marcial. Un movimiento lento con un brazo parecía un puñetazo; una lentísima elevación del pie parecía una patada. Ya no me temblaban los brazos y las piernas tras el esfuerzo de moverse lentamente al compás de Tempi, pero seguía molestándome mi torpeza. No hay nada que soporte menos que hacer algo mal.

Por ejemplo: había una parte, hacia la mitad, que parecía tan fácil como respirar. Tempi se daba la vuelta, describía un círculo con los brazos y daba un pasito. Pero yo trastabillaba cada vez que lo intentaba. Había probado a poner los pies de media docena de maneras diferentes, pero el resultado siempre era el mismo.

Sin embargo, el día después de contarles mi historia «del tornillo suelto», que era como daba en llamarla Dedan, Tempi dejó de ignorarme. Esa vez, después de que yo tropezara, se paró y se volvió hacia mí. Agitó los dedos: desaprobación, irritación.

– Vuelve -dijo, y se colocó en la posición previa a aquella en la que yo había trastabillado.

Me coloqué en la misma posición que él e intenté imitarlo. Volví a perder el equilibrio, y tuve que arrastrar los pies para no tropezar.

– Mis pies son estúpidos -murmuré en adémico, y doblé los dedos de la mano izquierda: vergüenza.

– No. -Tempi me cogió por las caderas y me las giró. A continuación me echó los hombros hacia atrás y me dio una palmada en la rodilla para que la doblara-. Sí.

Me incliné de nuevo hacia delante y noté la diferencia. Volví a perder el equilibrio, pero no tanto.

– No -volvió a decir Tempi-. Mira. -Se dio unos golpecitos en el hombro-.Esto.

Se colocó enfrente de mí, a un palmo de distancia, y repitió los movimientos. Se volvió; sus manos describieron un círculo a un lado y me empujó por el pecho con un hombro. Era el mismo movimiento que harías si intentaras abrir una puerta empujándola con el hombro.

Tempi se movía con lentitud, pero su hombro me empujó con firmeza. No lo hizo bruscamente, pero sí con una fuerza inexorable, como cuando un caballo pasa rozándote por una calle abarrotada y te echa a un lado.

Repetí el movimiento concentrándome en mi hombro. No trastabillé.

Como estábamos solos en el campamento, evité sonreír e hice un signo con la mano: felicidad.

– Gracias. -Atenuar.

Tempi no dijo nada. Dejó las manos quietas y su rostro no reflejó ninguna expresión. Se limitó a colocarse donde estaba antes y empezó de nuevo su danza desde el principio, sin mirarme.

Intenté tomarme aquel intercambio con estoicismo, pero lo interpreté como un gran cumplido. Si hubiera sabido más sobre los Adem, me habría dado cuenta de que era mucho más que eso.

Tempi y yo subimos una cuesta y encontramos a Marten esperándonos. Como era demasiado pronto para comer, me emocioné al pensar que por fin, tras tantos días explorando, quizá hubiera dado con el rastro de los bandidos.

– Quería enseñaros eso -dijo Marten señalando una planta de tallos altos con forma de ramo, parecida a un helecho, que había a unos cuatro metros de distancia-. Es un ejemplar muy raro. Hacía años que no veía ninguno.

– ¿Qué es?

– Se llama brizna de An -contestó con orgullo mientras la examinaba-. Tendréis que estar alerta. No la conoce mucha gente, y si encontramos alguna otra por aquí, quizá nos dé alguna pista.