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Marten se quedó mirándonos con impaciencia.

– ¿Y bien? -dijo por fin.

– ¿Qué tiene de especial?-pregunté, diligente.

Marten sonrió.

– La brizna de An es interesante porque no tolera a los humanos -explicó-. Si cualquier parte de la planta entra en contacto con tu piel, se pone roja como las hojas en otoño en un par de horas. Más roja aún. De un rojo intenso como el de la ropa de tu amigo mercenario. -Señaló a Tempi-. Y entonces toda esa parte de la planta se marchita y muere.

– ¿En serio? -pregunté; esa vez no tuve que fingir interés.

– Sí. Y una sola gota de sudor también la mata. Eso significa que muchas veces muere solo por haber estado en contacto con la ropa de una persona. O la armadura. Q un palo que alguien llevara en la mano. O una espada. -Señaló la que Tempi llevaba al cinto-. Hay quien dice que basta con echarle el aliento para matarla -añadió Marten-. Pero eso no sé si es verdad.

Se dio la vuelta y nos alejamos de la brizna de An.

– Esta parte del bosque es vieja, muy antigua -prosiguió-. La brizna de An no crece en sitios donde habitan los humanos. Estamos en el borde del mapa.

– No estamos en el borde del mapa -lo contradije-. Sabemos exactamente dónde estamos.

Marten dio una risotada.

– Los mapas no tienen solo bordes exteriores. También tienen bordes interiores. Agujeros. A la gente le gusta creer que lo sabe todo sobre el mundo. Especialmente a los ricos. En ese sentido, los mapas son fabulosos. A este lado de la línea está el campo del barón Tasadoble; al otro lado están las tierras del conde Sacapasta.

Marten escupió en el suelo.

– Como en los mapas no puede haber vacíos, quienes los dibujan sombrean una parte y escriben: «El Eld». -Sacudió la cabeza-. Para el caso, podrías quemarle un agujero. Este bosque es tan extenso como Vintas. No es propiedad de nadie. Si te equivocas de dirección, puedes recorrer ciento cincuenta kilómetros sin ver ningún camino, y menos aún una casa o un campo cultivado. Por aquí hay sitios que nunca ha pisado el hombre y donde nunca se ha oído su voz.

Miré alrededor.

– Pues no parece muy diferente de los otros bosques que he visto.

– Los lobos se parecen a los perros -se limitó a decir Marten- Pero no lo son. Los perros son… -Hizo una pausa-. ¿Cómo se llama a los animales que viven siempre en compañía de los humanos? Vacas, ovejas y demás.

– ¿Animales domesticados?

– Eso es -dijo él mirando alrededor-. Una granja es un espacio domesticado. Lo es un jardín. Un parque. También la mayoría de los bosques. La gente va al bosque a coger setas, cortar leña o hacerse arrumacos con sus enamorados.

Sacudió la cabeza, estiró un brazo y acarició la rugosa corteza de un árbol cercano. Fue una caricia asombrosamente suave, casi cariñosa.

– Aquí no. Este lugar es viejo y salvaje. Nosotros no le importamos lo más mínimo. Si esos bandidos a los que perseguimos nos atacan, ni siquiera tendrán que enterrar nuestros cadáveres: permanecerán tendidos en el suelo cien años sin que nadie tropiece con nuestros huesos.

Me di la vuelta y contemplé las elevaciones y las depresiones del terreno. Las rocas erosionadas, las inacabables hileras de árboles. Procuré no pensar en que el maer me había enviado allí, como quien mueve una piedra sobre un tablero de tak. Me había enviado a un agujero del mapa. Un lugar donde nadie encontraría jamás mis huesos.

Capítulo 85

Interludio: vallas

Kvothe se enderezó en la silla y estiró el cuello para mirar por la ventana. Levantó una mano, y en ese preciso instante se oyeron pasos rápidos y ligeros en el porche de madera. Demasiado rápidos y ligeros para corresponder a las pesadas botas de los granjeros, y seguidos de una aguda carcajada infantil.

Cronista se apresuró a secar la página que estaba escribiendo y la guardó debajo de un montón de papeles en blanco mientras Kvothe se levantaba e iba hacia la barra. Bast se recostó en la silla y la inclinó hacia atrás sobre dos patas.

Al cabo de un momento, se abrió la puerta y por ella entró un joven de espaldas anchas con barba escasa, acompañado de una niñita rubia. Detrás de él iba una joven con un niño en brazos.

El posadero sonrió y los saludó con la mano.

– ¡Mary! ¡Hap!

Los jóvenes se dijeron algo, y entonces el alto granjero fue hacia Cronista haciendo pasar con cuidado a la niña delante de él. Bast se levantó y le ofreció su silla a Hap.

Mary se acercó a la barra mientras se desenganchaba una de las manitas del bebé del pelo. Era joven y hermosa, con labios sonrientes y mirada cansada.

– Hola, Kote.

– Llevaba mucho tiempo sin veros -comentó el posadero-. ¿Os apetece un poco de sidra? La he prensado esta misma mañana.

Mary asintió con la cabeza, y el posadero sirvió tres jarras. Bast les llevó dos a Hap y a su hija. Hap cogió la suya, pero la niña se escondió detrás de su padre y solo se atrevió a asomarse tímidamente por encima de su hombro.

– ¿Querría también el pequeño Ben una jarra? -preguntó Kote.-Seguro que le encantaría -dijo Mary, y sonrió al niño, que se chupaba los dedos-. Pero yo en tu lugar no se la daría, a menos que quieras fregar el suelo. -Se metió una mano en el bolsillo.

Kote negó enérgicamente con la cabeza y levantó una mano.

– Ni hablar -dijo-. Hap no me cobró ni la mitad de lo que valía el trabajo cuando me arregló las vallas del patio trasero.

Mary esbozó una sonrisa cansada y contrita y levantó su jarra.

– Muchas gracias, Kote.

Se acercó a su marido, que conversaba con Cronista, y empezó a hablar con el escribano mientras se balanceaba suavemente adelante y atrás, meciendo al niño. Su marido asentía con la cabeza y de vez en cuando intercalaba alguna palabra. Cronista mojó la pluma en el tintero y se puso a escribir.

Bast fue a la barra y se inclinó sobre ella, y desde allí observó la mesa con curiosidad.

– No entiendo nada -dijo-. Me consta que Mary sabe escribir. Me ha enviado cartas.

Kvothe miró a su pupilo con curiosidad y encogió los hombros.

– Supongo que lo que está escribiendo Cronista son testamentos y transmisiones de bienes, y no cartas. Esas cosas hay que hacerlas con buena caligrafía, sin faltas de ortografía y sin ambigüedades. -Apuntó a Cronista, que en ese momento estampaba un sello en una hoja de papel-. ¿Lo ves? Eso demuestra que es un funcionario oficial. Todo lo que él atestigua tiene peso legal.

– Pero eso ya lo hace el sacerdote -razonó Bast-. El padre Leoden es más oficial que nadie. Escribe los certificados de matrimonio y las escrituras cuando alguien compra un terreno. Tú mismo lo dijiste: les encantan sus registros.

– Cierto -replicó Kvothe-. Pero a un sacerdote le gusta que dones dinero a la iglesia. Si redacta tu testamento y no le das ni un penique abollado a la iglesia… -encogió los hombros-, eso puede complicarte la vida en un pueblo pequeño como este. Y si no sabes leer… bueno, entonces el sacerdote puede escribir lo que quiera, ¿no?

Y ¿quién se atreverá a discutir con él cuando tú estés muerto?

– ¡El padre Leoden no sería capaz de una cosa así!-exclamó Bast, consternado.

– Seguramente no -convino Kvothe-. Para ser un sacerdote, Leoden es bastante honrado. Pero quizá quieras dejarle un terreno a la joven viuda del final de la calle y un poco de dinero a su segundo hijo. -Kvothe arqueó una ceja de forma significativa-. Esa es la clase de cosas que a nadie le gusta que escriba su sacerdote. Prefieres que esa noticia salga a la luz cuando tú ya estés muerto y enterrado.

Bast lo entendió; miró a la joven pareja como si tratara de adivinar qué secretos trataban de ocultar.

Kvothe sacó un paño blanco y empezó a limpiar la barra distraídamente.