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Capítulo 86

El camino roto

Terminamos de explorar el lado norte del camino real y empezamos con el lado sur. A menudo lo único que distinguía un día de otro eran las historias que contábamos alrededor de la hoguera por la noche. Historias sobre Oren Velciter, Laniel la Rejuvenecida e Illien. Historias sobre porqueros serviciales y sobre la buena suerte de los hijos de los caldereros. Historias sobre demonios y hadas, sobre acertijos y sobre los draugar de los túmulos.

Los Edena Ruh saben todas las historias del mundo, y yo soy Edena hasta la médula. Cuando era pequeño, mis padres contaban historias alrededor de la hoguera todas las noches. Crecí viendo contar historias en las pantomimas, escuchándolas en las canciones y representándolas en los escenarios.

Por eso no es de extrañar que ya conociera las historias que contaban Dedan, Hespe y Marten. Quizá no todos los detalles, pero sí las líneas generales. Sabía qué forma tenían y cómo acababan.

No me malinterpretéis: disfrutaba con ellas. No hace falta que las historias sean nuevas para que las disfrutes. Hay que son como amigos de la familia. Algunas son tan fiables como el pan.

Sin embargo, una historia que no haya oído nunca es algo raro y valioso. Y tras veinte días explorando el Eld, recibí una como recompensa.

– Una vez, hace mucho tiempo y muy lejos de aquí -dijo Hespe cuando nos hallábamos sentados alrededor del fuego, después de cenar-, había un niño llamado Jax que se enamoró de la luna.

»Jax era un niño extraño. Un niño serio. Un niño solitario. Vivía en una casa vieja al final de un camino roto. Jax…

– ¿Has dicho un camino roto? -la interrumpió Dedan.

Hespe apretó los labios. No llegó a arrugar la frente, pero dio la impresión de que estaba recogiendo todas las piezas que componían un gesto de enojo para poder utilizarlas rápidamente si fuera necesario.

– Sí. Un camino roto. Así es como mi madre me contó esta historia un centenar de veces cuando yo era pequeña.

Me pareció que Dedan iba a hacer otra pregunta, pero demostró una inusual prudencia y se limitó a asentir con la cabeza.

Hespe se guardó las piezas de su ceño, pero de mala gana. Entonces agachó la cabeza y se miró las manos. Pensativa, movió un momento los labios en silencio; entonces asintió para sí y continuó.

Cualquiera que viese a Jax se daba cuenta de que aquel niño no era como los demás. Nunca jugaba. Nunca corría por ahí armando alboroto. Y nunca se reía.

«¿Qué se puede esperar de un niño que vive solo en una casa rota al final de un camino roto?», decía la gente. Algunos opinaban que el problema era que nunca había tenido padres. Otros aseguraban que tenía una gota de sangre feérica en las venas y que eso impedía a su corazón conocer la dicha.

Jax tenía mala suerte, eso no podía negarse. Cuando conseguía una camisa nueva, se le hacía un agujero. Si le regalabas un dulce, se le caía al suelo.

Algunos afirmaban que el niño había nacido con mala estrella, que estaba maldito, que había un demonio que habitaba su sombra. Otros sentían lástima por él, pero no la suficiente para tomarse la molestia de ayudarlo.

Un día, un calderero llegó por el camino hasta la casa de Jax. Fue extraño, porque el camino estaba roto, y por eso nadie lo utilizaba.

– ¡Hola, chico! -gritó el calderero apoyándose en su bastón-. ¿Tienes un poco de agua para un anciano?

Jax le llevó agua en una jarra de arcilla resquebrajada. El calderero bebió y bajó la vista para mirar al niño.

– No pareces muy feliz, hijo. ¿Qué te pasa?

– No me pasa nada -respondió Jax-. Me parece a mí que uno necesita algo para ser feliz, y yo no tengo nada.

Lo dijo con una voz tan monótona y con tanta resignación que le partió el corazón al calderero.

– Creo que en mis fardos tengo algo que te hará feliz -le dijo al chico- ¿Qué me dices?

– Te digo que si me haces feliz, te estaré muy agradecido -contestó Jax-. Pero no tengo dinero para pagarte. Ni un solo penique que dar, prestar o regalar.

– Pues eso va a ser un problema -repuso el calderero-. Porque lo mío es un negocio, no sé si me explico.

– Si encuentras en tus fardos algo capaz de hacerme feliz -dijo Jax-, te daré mi casa. Es vieja y está rota, pero tiene algún valor.

El calderero contempló la casa, vieja y enorme. Era casi una mansión.

– Sí, ya lo creo -dijo.

Entonces Jax miró al calderero, se puso serio y dijo:

– Y si no puedes hacerme feliz, ¿qué hacemos? ¿Me darás los fardos que llevas colgados a la espalda, el bastón que llevas en la mano y el sombrero que te cubre la cabeza?

Al calderero le gustaban las apuestas, y sabía reconocer una provechosa. Además, sus fardos estaban llenos a rebosar de tesoros traídos de los Cuatro Rincones, y estaba convencido de que podría impresionar a aquel crío. Así que aceptó el envite y se estrecharon las manos.

Primero el calderero sacó una bolsa de canicas de todos los colores del arco iris. Pero no hicieron feliz a Jax. El calderero sacó un boliche. Pero eso tampoco hizo feliz a Jax.

– El boliche no hace feliz a nadie -masculló Marten-. Es el peor juguete que existe. Nadie que esté cuerdo se divierte jugando al boliche.

El calderero rebuscó en el primer fardo. Estaba lleno de cosas normales que habrían gustado a cualquier niño normal. Dados, títeres, una navaja, una pelota de goma. Pero nada de aquello hacía feliz a Jax.

Así que el calderero buscó en su segundo fardo, que contenía cosas más raras. Un soldadito que desfilaba si le dabas cuerda. Un estuche de pinturas con cuatro pinceles de distinto grosor. Un libro de secretos. Un trozo de hierro caído del cielo…

Así siguieron todo el día y hasta muy entrada la noche, y al final el calderero empezó a preocuparse. No le preocupaba perder su bastón. Pero se ganaba la vida con sus fardos, y le tenía mucho cariño a su sombrero.

Al final comprendió que iba a tener que abrir su tercer fardo. Era pequeño, y dentro únicamente había tres objetos. Pero eran cosas que el calderero solo enseñaba a sus clientes más acaudalados. Cada uno de ellos valía mucho más que una casa rota. Sin embargo, el calderero pensó que era mejor perder uno que perderlo todo, incluido el sombrero.

Cuando el calderero estaba cogiendo su tercer fardo, Jax señaló y dijo:

– ¿Qué es eso?

– Son unos anteojos -respondió el calderero-. Son un segundo par de ojos que te ayuda a ver mejor. -Los cogió y se los puso en la cara a Jax.

Jax miró alrededor.

– Lo veo todo igual -dijo. Entonces alzó la vista-. ¿Qué es eso?

– Eso son las estrellas -contestó el calderero.

– Nunca las había visto. -Se dio la vuelta mirando al cielo. Entonces se paró en seco-. ¿Qué es eso?

– Eso es la luna -contestó el calderero.

– Creo que eso sí me haría feliz -dijo Jax.

– Estupendo -dijo el calderero, aliviado-. Ya tienes tus anteojos…

– Contemplarla no me hace feliz -aclaró Jax-. Contemplar mi comida no me quita el hambre. La quiero. La quiero para mí.

– No puedo darte la luna -dijo el calderero-. No es mía. Es dueña de sí misma.

– Solo me sirve la luna -insistió Jax.

– En ese caso no puedo ayudarte -dijo el calderero exhalando un hondo suspiro-. Mis fardos y todo lo que contienen son tuyos.

Jax asintió con la cabeza, aunque sin sonreír.

– Y aquí tienes mi bastón. Un bastón sólido y resistente, te lo aseguro.

Jax lo cogió.

– ¿Te importaría… -dijo el calderero de mala gana- dejarme conservar el sombrero? Le tengo mucho cariño…

– Ahora me pertenece -repuso Jax-. Si tanto cariño le tienes, no deberías habértelo jugado.

El calderero le entregó el sombrero frunciendo el ceño.

Tempi carraspeó débilmente y meneó la cabeza. Hespe sonrió y asintió. Por lo visto, hasta los Adem saben que trae mala suerte ser descortés con un calderero.