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Estaba empezando a sudar de preocupación cuando de pronto oí un chasquido y un rumor entre la maleza. Un venado de gran cornamenta salió de pronto de entre los árboles y, en tres ágiles brincos, cruzó el camino. Al cabo de un momento lo siguieron dos hembras. Una se paró en medio del camino, giró la cabeza y nos miró con curiosidad sacudiendo una larga oreja. Luego siguió a los otros y se perdió entre los árboles.

El corazón me latía muy deprisa, y solté una risita nerviosa. Me volví y miré a Tempi, que había desenvainado la espada. Con los dedos de la mano izquierda hizo el signo de vergüenza, y luego varios signos más, muy rápido, que no supe identificar.

Envainó la espada sin el más mínimo floreo. Fue un movimiento tan natural como meterse la mano en el bolsillo. Luego hizo un signo: frustración.

Asentí con la cabeza. Pese a que me alegraba de no tener un plantel de flechas en la espalda, al menos una emboscada nos habría proporcionado una pista de dónde estaban los bandidos. Acuerdo. Atenuar.

Seguimos caminando en silencio hacia Crosson.

Como pueblo, Crosson no era gran cosa. Veinte o treinta edificios rodeados de un bosque espeso. De no ser porque se encontraba en el camino real, seguramente ni siquiera habría merecido tener un nombre.

Pero como estaba en el camino real, tenía una tienda bastante bien surtida que abastecía a los viajeros y a las pocas granjas de la zona. También contaba con una pequeña casa de postas que hacía las veces de caballeriza y herrería, y una iglesia pequeña que hacía las veces de fábrica de cerveza.

Y una posada, por supuesto. Aunque La Luna Risueña no podía compararse con La Buena Blanca, estaba por encima de lo que podías esperar de un pueblo como aquel. Tenía dos plantas, tres habitaciones privadas y un cuarto de baño. En un gran letrero pintado a mano había una luna oronda con chaleco que se sujetaba la panza mientras reía a carcajadas.

Esa mañana, había cogido mi laúd con la esperanza de que me dejaran tocar a cambio de un poco de comida. Pero en realidad solo era una excusa. Estaba loco por cualquier excusa para tocar. Mi obligado silencio me minaba tanto como los murmullos de protesta de Dedan. No había pasado tanto tiempo sin mi música desde que vivía en las calles de Tarbean.

Tempi y yo le entregamos nuestra lista de provisiones a la anciana que regentaba la tienda. Cuatro hogazas grandes de pan de viaje, media libra de mantequilla, un cuarto de libra de sal, harina, manzanas secas, salchichas, una pieza de beicon, un saco de nabos, media docena de huevos, dos botones, plumas para emplumar las flechas de caza de Marten, cordones para botas, jabón y una piedra de afilar para sustituir la que había roto Dedan. En total, la compra ascendería a ocho sueldos de plata de la bolsa del maer, cada vez más vacía.

Tempi y yo nos dirigimos a la posada a comer algo, pues sabíamos que nuestras provisiones tardarían un par de horas en estar listas. Me sorprendió oír ruido proveniente de la taberna desde el otro lado de la calle. Los establecimientos como aquel solían estar llenos a partir de la última hora de la tarde, cuando los viajeros paraban a pasar la noche, y no en pleno día, cuando todos estaban en los campos o en el camino.

Cuando abrimos la puerta, se hizo el silencio en la habitación. Al principio pensé que los parroquianos se alegrarían de ver entrar a un músico, pero entonces vi que todos clavaban los ojos en el atuendo de mercenario de Tempi.

Habría en la taberna entre quince y veinte personas. Algunas estaban acodadas en la barra y otras, sentadas alrededor de las mesas. No estaba tan llena como para que no encontráramos una mesa, pero pasaron un par de minutos hasta que la única camarera, bastante atareada, viniera a preguntarnos qué queríamos.

– ¿Qué vais a tomar? -preguntó apartándose un sudado mechón de pelo de la cara-. Tenemos sopa de guisantes con tropezones de beicon y pudin de pan.

– Estupendo -dije-. ¿Puedes traernos también unas manzanas y un poco de queso?

– ¿Y para beber?

– Para mí, sidra -contesté.

– Cerveza -dijo Tempi, y a continuación hizo un signo con dos dedos sobre el tablero de la mesa-. Whisky pequeño. Whisky bueno.

La camarera asintió y dijo:

– Necesito ver vuestro dinero.

– ¿Habéis tenido problemas últimamente? -pregunté arqueando una ceja.

La muchacha suspiró y miró al techo.

Le di tres medios peniques y se marchó. A esas alturas ya había descartado que fueran imaginaciones mías: los hombres que había en la taberna observaban sombríamente a Tempi.

Me volví hacia uno que estaba sentado a la mesa de al lado tomándose un cuenco de sopa tranquilamente.

– ¿Qué pasa? ¿Es día de mercado?

Me miró como si yo fuera imbécil, y vi que tenía un cardenal en la mandíbula.

– En Crosson no hay día de mercado. Vamos, es que no hay mercado.

– Pasé por aquí hace poco y todo estaba muy tranquilo. ¿Por qué hoy hay tanta gente?

– Por lo de siempre -me contestó-. Buscan trabajo. Crosson es la última parada antes de adentrarse en lo más espeso del Eld. Las caravanas que saben lo que hacen contratan a un par de guardias más antes de continuar. -Dio un sorbo-. Pero últimamente han desplumado al que más y al que menos en el bosque. Ya no pasan tantas caravanas.

Eché un vistazo a la taberna. Los hombres no llevaban armadura, pero al fijarme bien distinguí en la mayoría los indicios de una vida mercenaria. Tenían más pinta de duros que los aldeanos corrientes. Más cicatrices, más narices rotas, más puñales y más aires.

El hombre dejó la cuchara en el cuenco vacío y se levantó.

– Por mí, ya os lo podéis quedar -dijo-. Llevo seis días aquí y únicamente he visto pasar cuatro carromatos. Además, solo un idiota se dirigiría hacia el norte a cambio de un jornal.

Cogió un gran macuto y se lo cargó a la espalda.

– Y con toda la gente que ha desaparecido, solo un idiota contrataría a guardias de refuerzo en un sitio como este. Voy a decirte una cosa, y gratis: seguramente, la mitad de estos cabrones apestosos te rebanarían el cuello la primera noche en el camino.

Un individuo ancho de espaldas y con una barba negra y desaliñada que estaba junto a la barra soltó una carcajada burlona.

– ¡Eh, que no se te dé tirar a los dados no me hace a mí un criminal, cerdo! -dijo con marcado acento del norte-. Como me largues otra así, te doy el doble que ayer. Y con intereses.

El hombre con quien yo estaba hablando hizo un gesto que no hacía falta ser Adem para entender y fue hacia la puerta. El barbudo soltó una risotada.

Entonces nos trajeron las bebidas. Tempi se bebió la mitad del whisky de un trago y, repantigándose en el asiento, soltó un largo suspiro de satisfacción. Yo di un sorbo a la sidra. Había pensado que quizá pudiera tocar un par de horas a cambio de la comida, pero no estaba tan loco como para tocar en una taberna donde solo había mercenarios frustrados.

Es decir, podría haberlo hecho. Al cabo de una hora, podría haberlos tenido riendo y cantando. Al cabo de dos, podría haberlos tenido llorando con la jarra de cerveza en la mano y pidiéndole disculpas a la camarera. Pero no a cambio de una comida. No, a menos que no hubiera tenido alternativa. Aquella taberna apestaba a problemas. Era una pelea esperando el momento de estallar. Cualquier artista de troupe que se preciara se habría dado cuenta.

El hombre de espaldas anchas cogió una jarra de madera y, con aire calculadamente despreocupado, vino hacia nuestra mesa y apartó una silla para sentarse. Compuso una sonrisa amplia y falsa detrás de la espesa barba negra y señaló a Tempi.

– Buenas -dijo lo bastante alto para que lo oyeran todos los que estaban en la barra-. Me llamo Tam. ¿Y tú?

Tempi le estrechó la mano; la suya parecía pequeña y pálida en la grandota y velluda de aquel tipo.

– Tempi.

Tam sonrió.

– ¿Y puede saberse qué haces por aquí?