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– Solo estamos de paso -intervine-. Nos conocimos en el camino y fue tan amable de acompañarme.

Tam me miró de arriba abajo con desdén.

– Contigo no hablaba, chico -gruñó-. Métete en tus asuntos.

Tempi permaneció callado, observando a Tam con la expresión serena y atenta de siempre. Vi que se llevaba una mano a la oreja y hacía un signo que no reconocí.

Tam dio un sorbo sin quitarle los ojos de encima a Tempi. Cuando bajó la jarra tenía mojada la barba alrededor de la boca, y se la secó con el antebrazo.

– Siempre me ha picado la curiosidad… -dijo lo bastante alto para que se lo oyera en toda la taberna-. Los Adem, ¿cuánto os sacáis vosotros, eh finolis?

Tempi me miró ladeando ligeramente la cabeza. Me di cuenta de que seguramente no entendía aquel acento tan cerrado.

– Quiere saber cuánto ganas -le expliqué.

– Complicado -dijo Tempi, haciendo un movimiento ambiguo con una mano.

Tam se inclinó sobre la mesa.

– Una caravana, por escoltarla, ¿cuánto les haces aflojar al día?

– Dos iotas -respondió Tempi encogiéndose de hombros-. Tres.

Tam soltó una carcajada lo bastante fuerte para que pudiera olerle el aliento. Pensé que apestaría, pero no: olía a sidra, dulce y con especias.

– ¿Habéis oído, chicos? -gritó por encima del hombro-. Tres iotas al día. ¡Y casi no sabe ni hablar!

A esas alturas de la conversación, todos los demás estaban observando y escuchando, y esa información provocó un débil murmullo de irritación.

Tam se volvió de nuevo hacia nosotros.

– Aquí la mayoría se saca un penique al día, y eso si hay trabajo. Yo me saco dos porque se me dan bien los caballos y puedo levantar la trasera de un carromato si hace falta. -Hizo rodar los anchos hombros-. ¿Es que tú vales como veinte hombres en una pelea?

No sé qué entendió Tempi, pero me dio la impresión de que entendía perfectamente la última pregunta.

– ¿Veinte? -dijo mirando alrededor-. No. Cuatro. -Extendió los dedos de la mano y la movió expresando incertidumbre-. Cinco.

Su respuesta no contribuyó a mejorar la atmósfera que reinaba en la estancia. Tam sacudió la cabeza y adoptó un gesto exagerado de desconcierto.

– Aunque me lo creyera -dijo-, eso solo significa que tendrías que sacarte cuatro o cinco peniques al día. No veinte. ¿Por…?

Esgrimí mi sonrisa más obsequiosa e intervine en la conversación:

– Mira, yo…

Tam golpeó fuertemente la mesa con su jarra, lanzando un chorro de sidra por los aires. Me dirigió una mirada amenazadora que no contenía ni una pizca de la falsa jovialidad que había aparentado hasta ese momento con Tempi.

– Chico -me dijo-, si me vuelves a interrumpir, te dejo sin dientes. -Lo dijo sin demasiado énfasis, como si estuviera informándome de que si me metía en el río, me mojaría.

Se volvió hacia Tempi y continuó:

– Venga, ¿por qué te crees tú que vales tres iotas al día?

– Quien me paga, paga esto. -Tempi levantó una mano-. Y esto. -Señaló el puño de su espada-. Y esto. -Se tocó una de las correas de piel que le ceñían la distintiva camisa roja al pecho.

Tam dio una fuerte palmada en la mesa.

– ¡Anda, ese es el secreto! -dijo-. ¡Me he de agenciar una camisa roja!

Los demás le rieron la gracia.

– No -dijo Tempi, meneando la cabeza.

Tam se inclinó hacia delante y tiró de una de las correas de Tempi, a la altura del hombro, con un grueso dedo.

– ¿Me estás diciendo que no soy lo bastante bueno para ponerme una camisilla finolis como esta tuya? -Volvió a tirar de la correa.

– Sí -respondió Tempi con naturalidad-. No eres lo bastante bueno.

– ¿Y si yo te digo que tu madre es una puta? -dijo Tam con una sonrisa diabólica en los labios.

La estancia se quedó en silencio. Tempi se volvió para mirarme. Curiosidad.

– ¿Qué es puta?

Supongo que no os extrañará que esa no fuera una de las palabras que Tempi y yo habíamos intercambiado en el ciclo pasado. Me planteé mentir, pero no habría podido.

– Dice que tu madre es una persona a la que los hombres dan dinero a cambio de tener relaciones sexuales con ella.

Tempi miró al mercenario y asintió con la cabeza.

– Eres muy amable. Gracias.

El rostro de Tam se ensombreció, como si sospechara que se estaban burlando de él.

– Cobarde. Por un penique abollado te daría tal paliza que no te encontrarías la polla.

Tempi se volvió otra vez hacia mí.

– No entiendo a este hombre -dijo-. ¿Qué quiere, tener relaciones sexuales conmigo? ¿O quiere que peleemos?

Hubo un estruendo de risas, y, bajo la barba, el rostro de Tam se puso colorado como la sangre.

– Si no me equivoco, quiere pelear -dije tratando de contener la risa.

– Ah -repuso Tempi-. Y ¿por qué no lo dice? ¿Por qué todo este…? -Agitó los dedos de una mano y me miró con cara de extrañeza.

– ¿Mariposeo? -sugerí. La seguridad de Tempi estaba ejerciendo un efecto tranquilizador sobre mí, y me dieron ganas de participar un poco. Después de ver la facilidad con que el Adem se las había apañado con Dedan, estaba impaciente por ver cómo le bajaba los humos a aquel imbécil.

– Si quieres pelear -dijo Tempi dirigiéndose de nuevo a Tam-, basta de mariposeo. -El Adem abrió un brazo abarcando el resto de la estancia-. Ve a buscar a alguien más que quiera pelear contigo. Trae a suficientes mujeres para sentirte seguro. ¿De acuerdo? -Mi breve momento de relajación se evaporó al instante cuando Tempi se volvió hacia mí y, con un tono de voz que reflejaba su exasperación, dijo-: Vosotros solo habláis.

Tam se dirigió pisando fuerte a la mesa donde sus amigos jugaban a los dados.

– Muy bien, ya le habéis oído todos. Ese pringado dice que vale por cuatro de nosotros, así que vamos a enseñarle de qué somos capaces cuatro de nosotros. Brenden, Vin, Jane, ¿os apuntáis?

Un tipo calvo y una mujer alta se pusieron en pie, sonrientes. Pero el tercero agitó una mano.

– Estoy demasiado borracho para pelear, Tam -dijo-. Pero para pelear con un camisa de sangre necesitaría estar el doble de borracho. Los he visto en acción y te aseguro que son de miedo.

Yo había presenciado más de una pelea de bar. Quizá creáis que en un sitio como la Universidad no eran muy frecuentes, pero el licor es un detonante excelente. Después de seis o siete copas, no existe mucha diferencia entre un molinero que se ha peleado con su mujer y un joven alquimista al que le han ido mal los exámenes. Ambos están igual de ansiosos por pelarse los nudillos contra los dientes del primero que encuentren.

Hasta en el Eolio, que era un local refinado, había peleas de vez en cuando. Si te quedabas hasta bastante tarde, tenías muchas probabilidades de ver cómo dos nobles elegantemente vestidos se daban de bofetadas.

Lo que quiero decir es que los músicos ven muchas peleas. Hay gente que va a los bares a beber. Otros van a jugar a los dados. Otros van a buscar pelea, y otros, con la esperanza de ver pelear.

Normalmente, nadie se hace tanto daño como sería de esperar. Moretones y labios partidos suelen ser las lesiones más graves. Si tienes mala suerte, puede que pierdas un diente o te rompan un brazo, pero entre una pelea de bar amistosa y una paliza de callejón hay una diferencia enorme. Una pelea de bar tiene normas y un montón de árbitros espontáneos encargados de hacerlas cumplir. Si la cosa empieza a ponerse fea, los espectadores no dudan en intervenir para interrumpir el enfrentamiento, porque eso es lo que querrías que otros hicieran por ti.

Hay excepciones, desde luego. A veces se producen accidentes, y yo sabía muy bien, por el tiempo que había pasado en la Clínica, lo poco que cuesta hacerse un esguince en la muñeca o dislocarse un dedo. Para un arriero o un posadero, esas quizá sean lesiones menores; pero para mí, que me ganaba el sustento gracias a mi destreza manual, la idea de un pulgar roto era aterradora.