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Vi que Tempi daba otro trago de whisky y se levantaba, y se me hizo un nudo en el estómago. Lo malo era que allí éramos extraños. Si las cosas se ponían feas, ¿podía confiar en que los enojados mercenarios intervendrían y detendrían la pelea? Un combate de tres contra uno no tendría nada de equilibrado, y si se ponía feo, se pondría feo muy deprisa.

Tempi dio un sorbo de cerveza y me miró con calma.

– Vigílame la espalda -dijo; se dio la vuelta y fue hacia los otros mercenarios.

Durante un segundo me impresionó su dominio de la lengua atur. En el poco tiempo que hacía que nos conocíamos, Tempi había pasado de ser prácticamente mudo a casi usar bien expresiones idiomáticas. Pero ese orgullo se desvaneció rápidamente, y me puse a pensar qué podía hacer para interrumpir la pelea si la situación se descontrolaba.

No se me ocurrió nada. No había previsto aquella situación, y no tenía ningún as en la manga. A falta de mejores opciones, saqué mi puñal y lo mantuve oculto debajo de la mesa. No tenía intención de apuñalar a nadie, pero al menos podría amenazarlos y ganar tiempo para llegar hasta la puerta.

Tempi evaluó a los tres mercenarios con la mirada. Tam le sacaba tres dedos de estatura y tenía las espaldas de un buey. Había un tipo calvo con cicatrices en la cara y una sonrisa malvada. Por último estaba la mujer, rubia, un palmo más alta que Tempi.

– Solo hay una mujer -observó Tempi mirando a Tam a los ojos-. ¿Es suficiente? Puedes traer una más.

La mercenaria se enfureció.

– ¡Cállate, gallito! -le espetó-. Te voy a enseñar lo que sabe hacer una mujer.

Tempi asintió educadamente.

Empecé a relajarme al ver que Tempi seguía sin dar muestras de preocupación. Había oído contar historias, por supuesto, de que un solo mercenario adem podía derrotar a una docena de soldados regulares. ¿Podría vencer Tempi a aquellos tres a la vez? Desde luego, él parecía convencido…

Tempi los miró.

– Esta es la primera vez que peleo así. ¿Cómo empieza?

La palma de la mano con que sujetaba el puñal empezó a sudarme.

Tam dio unos pasos adelante hasta colocarse a escasos centímetros del pecho de Tempi. Lo miró desde arriba.

– Empezamos dándote una paliza de muerte. Luego te pateamos. Luego volvemos a empezar para asegurarnos de que no nos hemos dejado nada. -Y nada más decir eso, le asestó a Tempi un golpe con la frente en toda la cara.

Se me cortó la respiración, y antes de que la hubiera recuperado, la pelea había terminado.

Cuando el mercenario barbudo echó la cabeza hacia delante, supuse que Tempi se tambalearía hacia atrás, con la nariz rota y chorreando sangre. Pero fue Tam quien se tambaleó hacia atrás, aullando y tapándose la cara ensangrentada con ambas manos.

Tempi avanzó, agarró a Tam por el cuello con una mano y, sin esfuerzo aparente, lo lanzó contra el suelo, donde el mercenario aterrizó hecho un amasijo de brazos y piernas.

Sin vacilar ni un instante, Tempi se dio la vuelta y le pegó una patada en la cadera a la mujer, que se tambaleó. Mientras la mercenaria retrocedía, Tempi le propinó un puñetazo en un lado de la cabeza, y la mujer se derrumbó y quedó tendida en el suelo.

Entonces fue cuando intervino el calvo, con las manos extendidas, como un luchador. Rápido como una serpiente, le puso a Tempi una mano en el hombro y la otra en el cuello.

La verdad es que no puedo explicar qué pasó entonces. Hubo un torbellino de movimiento, y de pronto Tempi tenía al calvo sujeto por la muñeca y el hombro. El calvo gruñía y forcejeaba, pero Tempi se limitó a retorcerle el brazo hasta que el tipo se dobló por la cintura, mirando al suelo. Entonces Tempi lo derribó con una patada en la pierna.

Todo eso en menos tiempo del que he tardado en contarlo. Si no hubiera estado tan atónito, me habría puesto a aplaudir.

Tam y la mujer presentaban la típica inmovilidad de quien ha perdido el conocimiento, pero el calvo masculló algo e intentó ponerse en pie. Tempi se le acercó y le golpeó en la cabeza con una precisión aparentemente espontánea, y el hombre se desplomó.

Recuerdo que pensé que era el puñetazo más educado que jamás había visto. Era el golpe despreocupado con que un carpintero experto golpea un clavo: lo bastante fuerte para clavarlo bien, pero no excesivamente fuerte, para no estropear la madera.

Después de eso, la taberna se quedó muy silenciosa. Entonces, el hombre alto que no había querido pelear alzó su jarra para brindar, derramando un poco de cerveza.

– ¡Bien hecho! -le dijo a Tempi riendo-. Si quieres darle con la bota a Tam aprovechando que está ahí tendido, nadie te lo reprochará. Dios sabe bien que él lo ha hecho muchas veces.

Tempi miró a su adversario como si considerara esa idea, pero meneó la cabeza y volvió a nuestra mesa en silencio. Era el centro de todas las miradas, pero esas miradas no eran tan sombrías como antes.

– ¿Me has vigilado la espalda? -me preguntó al llegar a nuestra mesa.

Me quedé mirándolo, pasmado, y asentí con la cabeza.

– Y ¿qué has visto?

Entonces entendí a qué se refería: no a si le había guardado la espalda, sino a si se la había observado.

– Que la tenías muy recta.

Aprobación.

– Tu espalda no está recta. -Levantó una mano, plana, apuntando hacia arriba y la inclinó hacia un lado-. Por eso tropiezas en el Ketan. Es…

Miró hacia abajo y se interrumpió, porque acababa de ver el puñal que yo tenía medio escondido en la capa. Frunció el entrecejo. Quiero decir que lo frunció como lo habría hecho yo. Era la primera vez que le veía hacerlo, y resultó asombrosamente intimidante.

– Ya hablaremos de eso más tarde -dijo. A un lado del cuerpo, hizo un signo: inmensa desaprobación.

Me sentí castigado, como si hubiera pasado una hora ante las astas del toro. Agaché la cabeza y guardé el puñal.

Llevábamos horas andando en silencio, con los macutos cargados de provisiones, cuando Tempi habló por fin.

– Tengo que enseñarte una cosa. -Serio.

– Me gusta aprender cosas nuevas -dije, e hice el signo que, si no me equivocaba, significaba interesado.

Tempi fue hasta el margen del camino, dejó su macuto en el suelo y se sentó en la hierba.

– Tenemos que hablar del Lethani.

Necesité de todo mi autocontrol para no sonreír de oreja a oreja. Llevaba mucho tiempo queriendo sacar el tema a colación, porque habíamos intimado mucho más desde la primera vez que se lo había preguntado. Pero no quería volver a ofenderlo.

Me senté y me quedé un momento callado, en parte para serenarme, pero también para dar a entender a Tempi que abordaba aquel tema con respeto.

– El Lethani -dije-. Dijiste que no debía preguntar.

– Entonces no. Ahora quizá. Yo… -Inseguro-. Tengo muchas dudas. Pero ahora es preguntar.

Esperé un momento más para ver si Tempi continuaba hablando. Como no decía nada, le hice la pregunta obvia:

– ¿Qué es el Lethani?

Serio. Tempi se quedó mirándome largo rato, y de pronto soltó una carcajada.

– No lo sé. Y no puedo decírtelo. -Volvió a reír. Atenuar-. Pero tenemos que hablar de él.

Vacilé. No sabía si aquello era otro de sus chistes extraños, que yo nunca entendía.

– Es complicado -dijo-. Difícil en mi propio idioma. ¿En el tuyo? -Frustración-. Dime qué sabes del Lethani.

Traté de pensar cómo podía describir lo que había aprendido del Lethani utilizando solo las palabras que él sabía.

– He oído que el Lethani es un secreto que hace fuertes a los Adem.

– Sí -dijo Tempi-. Es verdad.

– Dicen que si sabes el Lethani, no puedes perder ninguna pelea.

Tempi volvió a asentir.

Sacudí la cabeza; sabía que no estaba expresándome bien.