Выбрать главу

– ¿Cómo puedo saber si me quiere? -preguntó Jax.

– Podrías escucharla -dijo el anciano casi con timidez-. A veces, eso hace maravillas. Yo podría enseñarte a escuchar.

– ¿Cuánto tardarías?

– Un par de años -respondió el anciano-. Más o menos. Depende de si tienes un don para ello. Escuchar como es debido no es fácil. Pero cuando le cojas el truco, conocerás a la luna casi tan bien como te conoces a ti mismo.

Jax negó con la cabeza.

– Es demasiado tiempo. Si consigo atraparla, podré hablar con ella. Podré hacer…

– Bueno, eso es parte del problema -le interrumpió el anciano-. En realidad no quieres atraparla. En realidad no. ¿Piensas seguirla por el cielo? Claro que no. Lo que quieres es, conocerla. Eso significa que necesitas que la luna venga a ti.

– ¿Cómo puedo conseguir eso?

– Bueno, esa es la cuestión, ¿verdad? -dijo el anciano sonriendo-. ¿Qué tienes tú que a la luna pueda interesarle? ¿Qué puedes ofrecerle a la luna?

– Solo puedo ofrecerle lo que llevo en estos fardos.

– No me refería a eso -masculló el anciano-. Pero si quieres, podemos echar un vistazo a lo que tienes.

El ermitaño revisó el primer fardo y encontró muchas cosas de utilidad. El segundo fardo contenía objetos más caros y más raros, pero no más útiles.

Entonces el anciano vio el tercer fardo.

– Y ¿qué llevas allí?

– Ese nunca he podido abrirlo-dijo Jax-. El nudo se me resiste.

El ermitaño cerró los ojos un momento y escuchó. Entonces abrió los ojos, miró a Jax y frunció el entrecejo.

– El nudo dice que intentaste romperlo. Que lo forzaste con un cuchillo. Que lo mordiste con los dientes.

– Es verdad-admitió Jax, sorprendido-. Ya te lo he dicho, intenté abrirlo por todos los medios.

– No por todos -dijo el ermitaño con retintín. Levantó el fardo hasta que el nudo del cordón le quedó a la altura de los ojos-. Lo siento muchísimo, pero ¿te importaría abrirte? -Hizo una pausa-. Sí. Te pido perdón. No volverá a hacerlo.

El nudo se deslió. El ermitaño miró en el interior del fardo, abrió mucho los ojos y dejó escapar un débil silbido.

Pero cuando el anciano desplegó el fardo en el suelo, Jax dejó caer los hombros. Esperaba encontrar dinero, piedras preciosas, algún tesoro que pudiera regalar a la luna. Pero lo único que contenía aquel fardo era un trozo de madera retorcido, una flauta de piedra y una cajita de hierro.

La flauta fue lo único que le llamó la atención a Jax. Estaba hecha de una piedra de color verde claro.

– Cuando era pequeño tenía una flauta -dijo Jax-. Pero se rompió, y nunca pude arreglarla.

– Todo esto es admirable -comentó el ermitaño.

– La flauta es bonita -dijo Jax encogiendo los hombros-. Pero ¿para qué sirven un trozo de madera y una caja demasiado pequeña para guardar nada?

– ¿No los oyes? -preguntó el ermitaño meneando la cabeza-. La mayoría de las cosas susurran. Estas cosas gritan. -Señaló el trozo de madera retorcido-. Si no me equivoco, eso es una casa plegable. Y muy bonita, por cierto.

– ¿Qué es una casa plegable?

– Puedes doblar un trozo de papel varias veces hasta hacerlo muy pequeño, ¿verdad? -El anciano señaló el trozo de madera-. Pues una casa plegable es lo mismo. Solo que es una casa, por supuesto.

Jax cogió el trozo de madera retorcido e intentó enderezarlo. De pronto tenía en las manos dos trozos de madera que parecían el marco de una puerta.

– ¡No la despliegues aquí! -gritó el anciano-. ¡No quiero una casa delante de mi cueva tapándome el sol!

Jax intentó juntar de nuevo los dos trozos de madera.

– ¿Por qué no puedo volver a plegarla?

– Supongo que porque no sabes -respondió el anciano-. Te sugiero que esperes hasta que sepas dónde quieres ponerla y que no la despliegues del todo hasta entonces.

Jax dejó la madera con cuidado y cogió la flauta.

– ¿Esto también es especial? -Se la llevó a los labios, sopló y produjo un trino parecido al de un chotacabras.

Hespe sonrió socarronamente, se llevó un silbato a los labios y sopló: «Ta-ta DII. Ta-ta DII».

Como todo el mundo sabe, el chotacabras es un ave nocturna, y no sale mientras brilla el sol. Sin embargo, una docena de chotacabras descendieron y se posaron alrededor de Jax, mirándolo con curiosidad y parpadeando bajo la intensa luz del sol.

– Yo creo que es algo más que una flauta normal y corriente -comentó el anciano.

– ¿Y la caja? -Jax estiró un brazo y la cogió. Era oscura, y fría, y lo bastante pequeña para guardarla en un puño.

El anciano se estremeció y desvió la mirada.

– Está vacía.

– ¿Cómo lo sabes, si no has mirado dentro?

– Escuchando -respondió el anciano-. Me sorprende que no lo oigas. Es la cosa más vacía que he oído jamás. Tiene eco. Sirve para guardar cosas.

– Todas las cajas sirven para guardar cosas.

– Y todas las flautas sirven para tocar música cautivadora -replicó el anciano-. Pero esa flauta es algo más. Con la caja pasa lo mismo.

Jax miró la caja un momento y la dejó con cuidado en el suelo. Entonces empezó a atar el tercer fardo, con los tres tesoros dentro.

– Me parece que voy a continuar mi camino -dijo Jax.

– ¿Estás seguro de que no quieres quedarte un mes o dos aquí? -preguntó el anciano-. Podrías aprender a escuchar un poco mejor. Escuchar es útil.

– Ya me has dado algunas cosas en qué pensar -repuso Jax-.

Y creo que tienes razón: no debería perseguir a la luna. Debería hacer que la luna venga a mí.

– Eso no es exactamente lo que yo he dicho -murmuró el anciano. Pero lo dijo con resignación. Como era un oyente experto, sabía que no lo estaban escuchando.

Jax se marchó a la mañana siguiente, siguiendo a la luna por las montañas. Al final encontró un terreno extenso y llano acurrucado entre las cumbres más altas.

Jax sacó el trozo de madera retorcido y, trozo a trozo, empezó a desplegar la casa. Tenía toda la noche por delante y esperaba tenerla terminada antes de que la luna apareciera en el cielo.

Pero la casa era mucho más grande de lo que él había imaginado; no era una casita de campo, sino una mansión. Es más, desplegarla resultó más complicado de lo que Jax había imaginado. Cuando la luna llegó a lo alto del cielo, todavía le faltaba mucho para terminar.

Quizá Jax se diera prisa por eso. Quizá fuera imprudente. O quizá fuera que Jax seguía teniendo mala suerte.

El caso es que desplegó una mansión magnífica, inmensa. Pero no encajaba bien. Había escaleras que en lugar de subir iban de lado. A algunas habitaciones les faltaban paredes, y otras tenían demasiadas. Muchas habitaciones carecían de techo, y dejaban ver un cielo extraño cuajado de estrellas que Jax no reconocía.

En aquella casa todo estaba un poco torcido. En una habitación podías mirar por la ventana y ver flores de primavera, mientras que al otro lado del pasillo las ventanas estaban cubiertas de escarcha. Podía ser la hora del desayuno en el salón de baile, mientras que la luz del crepúsculo se filtraba en la habitación de al lado.

Como en aquella casa nada era cierto, ni las puertas ni las ventanas cerraban bien. Podían estar cerradas, incluso con llave, pero nunca podías fiarte. Y como era una mansión inmensa, tenía muchas puertas y ventanas, de modo que había muchas formas de entrar y salir.

Jax no le dio importancia a nada de todo eso. Subió corriendo a la torre más alta y se llevó la flauta a los labios.

Tocó una dulce canción bajo un firmamento despejado. No era un simple trino de pájaro, sino una canción que salía de su corazón roto. Era triste e intensa. Revoloteaba como un pájaro con un ala rota.

Al oírla, la luna descendió a la torre. Pálida, redonda y hermosa, se plantó frente a Jax en todo su esplendor, y por primera vez en su vida, Jax sintió un atisbo de gozo.