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– ¿Te apetece darte un paseo más? -le pregunté.

– Si encontramos a esos desgraciados esta noche, mucho mejor -me contestó, y su sonrisa me sorprendió-. Ya me han tenido bastante tiempo pateándome este maldito bosque.

Asentí con la cabeza, estiré un brazo y cogí un pellizco de ceniza húmedo de aquel lamentable fuego. Lo froté cuidadosamente con los dedos, que luego restregué en un paño pequeño que me guardé en la capa. No sería una buena fuente de calor, pero era mejor que nada.

– Muy bien -dije-. Tempi nos guiará hasta los cadáveres, y entonces veremos si podemos seguir el rastro hasta su campamento. -Me levanté.

– ¡Eh! -exclamó Dedan alzando las manos-. ¿Y nosotros?

– Hespe y tú os quedaréis aquí vigilando el campamento. -Me mordí la lengua para no añadir: «Ya ver si mantenéis vivo el fuego».

– ¿Por qué? Vayamos todos. ¡Podemos liquidarlos esta noche! -Se puso de pie.

– ¿Y si son una docena? -pregunté con todo mi sarcasmo.

Dedan no respondió de inmediato, pero tampoco se rindió.

– Contaremos con el factor sorpresa.

– No contaremos con el factor sorpresa si los cinco nos estamos paseando por allí -dije acaloradamente.

– Entonces, ¿por qué vas tú? -me preguntó Dedan-. Pueden ir solo Tempi y Marten.

– Yo voy porque necesito saber a qué nos enfrentamos. Yo soy el que va a preparar el plan que nos permitirá salir de esta con vida.

– Y ¿por qué iba a preparar nuestro plan un pardillo como tú?

– Estamos desperdiciando la luz -terció Marten con hastío.

– Tehlu bendito, menos mal que hay alguien sensato. -Miré a Dedan-. Nos vamos. Vosotros os quedáis. Es una orden.

– ¿Una orden? -repitió Dedan, incrédulo.

Nos miramos el uno al otro amenazadoramente; entonces me di la vuelta y seguí a Tempi hacia los árboles. Se oyeron truenos por encima de nuestras cabezas. El viento agitó las ramas de los árboles llevándose aquella interminable llovizna. Y entonces empezó a llover en serio.

Capítulo 90

Digno de una canción

Tempi levantó las ramas de pino que cubrían a los dos hombres.

Tendidos con cuidado boca arriba, parecía que durmieran. Me arrodillé junto al más corpulento de los dos, pero antes de que pudiera examinarlo, noté una mano en mi hombro. Me volví y vi a Tempi sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué pasa? -pregunté. Nos quedaba menos de una hora de luz. Encontrar el campamento de los bandidos sin que nos descubrieran iba a ser difícil; hacerlo a oscuras y en medio de una tormenta podía ser una pesadilla.

– No debes -me dijo. Firme. Serio-. Molestar a los muertos no es del Lethani.

– Necesito saber quiénes son nuestros enemigos. Estos cadáveres pueden darme información que nos ayudará.

Hizo un mohín con los labios. Desaprobación.

– ¿Magia?

Negué con la cabeza.

– Solo mirar. -Me señalé los ojos y me di unos golpecitos en la sien-. Pensar.

Tempi asintió con la cabeza. Pero cuando me volví hacia los cadáveres, volví a notar su mano en el hombro.

– Debes preguntar. Son mis muertos.

– Ya has accedido -le recordé.

– Preguntar es correcto -insistió él.

Inspiré hondo.

– ¿Puedo examinar tus cadáveres, Tempi?

El Adem hizo una cabezada formal.

Miré a Marten, que examinaba meticulosamente su arco bajo un árbol cercano.

– ¿Podrías buscar su rastro? -le pregunté. Marten asintió y se separó del árbol-. Yo empezaría por allí. -Apunté hacia el sur, entre dos crestas.

– Sé hacer mi trabajo -repuso él colgándose el arco del hombro y poniéndose en marcha.

Tempi se apartó un par de pasos, y yo volví a concentrarme en los cadáveres. Uno era bastante más corpulento que Dedan, un verdadero toro. Eran mayores de lo que yo había imaginado, y tenían las manos encallecidas de años de estar usando armas. Aquellos hombres no eran jóvenes granjeros descontentos. Eran veteranos.

– Ya tengo su rastro -anunció Marten. Me sobresalté, porque el débil susurro de la lluvia no me dejó oírlo acercarse-. Está más claro que el agua. Hasta un sacerdote borracho sabría seguirlo.

Un relámpago recorrió el cielo, acompañado de un trueno. Empezó a llover más fuerte. Fruncí el entrecejo y me ceñí la empapada capa del calderero.

Marten echó la cabeza hacia atrás y dejó que la lluvia le cayera en la cara.

– Me alegro de que por fin el tiempo nos ayude un poco -comentó-. Cuanto más llueva, más fácil será entrar y salir de su campamento. -Se fue a secar las manos en la camisa chorreante y encogió los hombros-. Además, no podemos mojarnos más de lo que ya lo estamos.

– Tienes razón -dije, y me levanté.

Tempi tapó los cadáveres con las ramas, y Marten nos guió hacia el sur.

Marten se arrodilló para examinar algo que había visto en el suelo, y yo aproveché la ocasión para alcanzarlo.

– Nos siguen -le dije sin molestarme en bajar la voz. Estaban al menos veinte metros por detrás de nosotros, y al atravesar las ramas de los árboles, la lluvia producía un ruido parecido al de las olas en el rompiente.

Marten asintió e hizo como si señalara algo en el suelo.

– Creía que no los habías visto.

Sonreí y me aparté el agua de la cara con una mano mojada.

– No eres el único que tiene ojos. ¿Cuántos crees que son?

– Dos, quizá tres.

Tempi se acercó a nosotros.

– Dos -dijo con seguridad.

– Yo solo he visto a uno -admití-. ¿A qué distancia estamos de su campamento?

– No lo sé. Podría estar detrás de la próxima colina. Podría estar a kilómetros de distancia. Sigue habiendo dos rastros, y no huelo ningún fuego. -Se levantó y echó a andar por el sendero sin mirar atrás.

Al apartar una rama baja para dejar pasar a Tempi, percibí un movimiento detrás de nosotros que no tenía nada que ver con el viento ni con la lluvia.

– Después de la próxima cresta les tenderemos una trampa.

– Me parece muy buena idea -convino Marten.

El rastreador nos indicó por señas que esperáramos, se agachó y avanzó hasta lo alto de una pequeña colina. Combatí el impulso de girar la cabeza mientras Marten se asomaba por encima de la cresta y saltaba al otro lado.

Hubo un fulgurante destello cuando cayó un rayo cerca de donde nos hallábamos. El trueno retumbó como si me golpearan el pecho con un puño. Me sobresalté. Tempi se levantó.

– Esto es como el hogar -dijo esbozando una ligera sonrisa. Ni siquiera intentaba apartarse el agua de la cara.

Marten nos hizo señas con la mano; fuimos hasta la cresta de la colina y pasamos al otro lado. Una vez allí, donde no podía vernos quien nos estuviera siguiendo, miré rápidamente alrededor.

– Ve siguiendo las huellas hasta esa pícea torcida, y luego vuelve describiendo un círculo. -Señalé-. Tempi se esconde aquí. Marten detrás de ese árbol caído. Yo me quedaré detrás de esa roca. Marten dará el primer paso. Haz lo que te parezca, pero seguramente lo mejor sería que esperaras hasta que hayan pasado ese tocón. Intenta dejar al menos a uno con vida, pero no podemos permitir que se nos escapen ni que hagan demasiado ruido.

– ¿Qué vas a hacer tú? -me preguntó Marten mientras nos apresurábamos a dejar unas buenas huellas hasta la pícea.

– Yo me apartaré. Vosotros dos estáis más capacitados que yo para estas cosas. Pero si es necesario, tengo un par de trucos a punto. -Llegamos al árbol-. ¿Preparados?

Marten parecía un poco asustado por mi repentino aluvión de órdenes, pero ambos asintieron y fueron rápidamente a ocupar sus puestos.

Di un rodeo y me escondí detrás de un afloramiento rocoso. Desde aquella posición aventajada podía ver las huellas que habíamos dejado en el barro, mezcladas con el rastro que habíamos seguido. Más allá vi a Tempi colocándose detrás del tronco de un grueso roble. A su derecha, Marten armó el arco, tensó la cuerda hasta el hombro y esperó, inmóvil como una estatua.