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Tempi y yo seguíamos el rastro juntos, saltando de un escondrijo a otro. Llovía a cántaros y la luz empezaba a menguar, pero al menos no teníamos que preocuparnos por el ruido, pues los truenos producían un estruendo constante.

Marten apareció sin avisar entre la maleza y nos hizo señas para que nos cobijáramos bajo un arce inclinado.

– El campamento está justo ahí delante -dijo-. Hay huellas por todas partes, y he visto la luz de su fuego.

– ¿Cuántos son?

– No me he acercado tanto -respondió Marten sacudiendo la cabeza-. En cuanto he visto otras huellas diferentes, he vuelto. No quería que siguierais el rastro equivocado y os perdierais.

– ¿A qué distancia?

– A un minuto gateando. Podríais ver su fuego desde aquí, pero su campamento está al otro lado de una cresta.

Escudriñé los rostros de mis dos compañeros bajo la débil luz. Ninguno de los dos parecía nervioso. Era evidente que servían para aquel trabajo y estaban bien entrenados. Marten era un buen rastreador y un buen arquero. Tempi poseía la legendaria habilidad de los Adem.

Tal vez yo también habría estado tranquilo si hubiera tenido la oportunidad de preparar algún plan, algún truco de simpatía que inclinara la balanza a nuestro favor. Pero Dedan había destruido todas mis esperanzas insistiendo en que atacáramos esa noche. Yo no tenía nada, ni siquiera una precaria relación con un fuego lejano.

Puse fin a esos pensamientos antes de que convirtieran mi ansiedad en pánico.

– Entonces, en marcha -dije, satisfecho con el tono calmado de mi voz.

Empezamos a gatear los tres mientras la última luz del día se desangraba en el cielo. En la penumbra, me costaba ver a Marten y a Tempi, y eso me tranquilizó. Si a mí me costaba, desde lejos sería casi imposible que nos avistaran los centinelas.

Al poco rato vi la luz de la hoguera reflejada en la parte inferior de las ramas más altas de los árboles que teníamos enfrente. Me agaché y seguí a Marten y a Tempi, que treparon por un pronunciado terraplén, resbaladizo a causa de la lluvia. Me pareció distinguir algo que se movía un poco más adelante.

Entonces estalló un relámpago que me deslumbró en la creciente oscuridad, pero justo antes, una luz asombrosamente blanca iluminó el terraplén fangoso.

Plantado en la cresta había un hombre muy alto, con un arco tensado. Tempi estaba agachado a escasos metros, paralizado en el acto de afianzar los pies en el terraplén. Por encima de él estaba Marten. El rastreador había puesto una rodilla en el suelo y también tensaba el arco. El relámpago me mostró todo aquello con un gran destello, y luego me cegó. El trueno llegó al cabo de un instante, ensordeciéndome también. Me tiré al suelo y rodé, y se me pegaron hojas y tierra a la cara.

Al abrir los ojos, lo único que vi fueron las chiribitas azuladas que el relámpago había dejado danzando ante mis ojos. No se oyó ningún grito de alerta. Si el centinela había proferido alguno, el trueno lo había ahogado. Me quedé inmóvil hasta que mis ojos se adaptaron de nuevo a la oscuridad. Tardé un largo y angustiante segundo en encontrar a Tempi. Estaba en el terraplén, unos cinco metros más arriba, arrodillado junto a una figura oscura: el centinela.

Me acerqué a ellos escarbando entre los helechos húmedos y las hojas enfangadas. Volvió a centellear un relámpago, esa vez más débil, y vi el asta de una de las flechas de Marten sobresaliendo, sesgada, del pecho del centinela. Las plumas se habían soltado, y el viento las agitaba como si fueran una bandera diminuta y empapada.

– Muerto -dijo Tempi cuando Marten y yo estuvimos lo bastante cerca para oírle.

Yo tenía mis dudas. Ni siquiera una herida profunda en el pecho mataba a un hombre tan deprisa. Pero al acercarme más vi el ángulo de la flecha. Era un disparo al corazón. Miré a Marten, asombrado.

– Un disparo digno de una canción -dije en voz baja.

– He tenido suerte -repuso quitándole importancia, y dirigió la atención hacia lo alto de la cresta, a solo unos palmos de nosotros-. Espero que me quede un poco -dijo, y empezó a trepar.

Mientras trepaba tras él, reparé en Tempi, que seguía arrodillado junto al centinela abatido. Se inclinaba sobre él como si le susurrara algo al oído.

Entonces vi el campamento, y toda la curiosidad que pudiera sentir por las peculiaridades de los Adem se esfumó de mi mente.

Capítulo 91

Llama, trueno, árbol partido

La cresta en la que estábamos agazapados formaba un amplio semicírculo, acogiendo el campamento de los bandidos en el centro de una medialuna protectora. Así pues, el campamento se encontraba en el fondo de una extensa hondonada. Desde nuestra posición, vi que la parte de la hondonada que quedaba abierta lindaba con un arroyo que describía una curva.

El tronco de un roble gigantesco se alzaba como una columna en el centro de la hondonada, protegiendo el campamento con sus enormes ramas. A ambos lados del roble había sendas hogueras. De no ser por la lluvia, ambas habrían ardido ostentosamente, pero en medio de la tormenta apenas arrojaban luz suficiente para que se viera el campamento.

Llamarlo campamento quizá sea engañoso; tal vez sería mejor llamarlo acuartelamiento. Había seis tiendas de campaña bajas y a dos aguas, la mayoría para dormir y almacenar material. La séptima era casi un pequeño pabellón, rectangular y lo bastante grande para alojar a varios hombres de pie.

Cerca de las hogueras había seis hombres sentados en unos bancos improvisados. Estaban encorvados y abrigados para protegerse de la lluvia, y todos tenían la mirada endurecida y resignada de los soldados expertos.

Me agaché detrás de la cresta y me sorprendió comprobar que no sentía ni pizca de miedo. Me volví hacia Marten y aprecié un brillo salvaje en su mirada.

– ¿Cuántos crees que son? -le pregunté.

Parpadeó, pensativo.

– Hay al menos dos en cada tienda. Si su cabecilla ocupa la tienda grande, son trece en total, y hemos matado a tres. De modo que quedan diez. Como mínimo diez. -Se pasó la lengua por los labios, nervioso-. Pero podrían dormir hasta cuatro en cada tienda, y en la grande hasta cinco además del jefe. Entonces serían treinta, menos tres.

– De modo que como mínimo nos superan dos contra uno -calculé-. ¿Te gusta esa proporción?

Desvió la mirada hacia el borde de la cresta y luego me miró otra vez.

– Dos contra uno no está mal. Contamos con el factor sorpresa, y estamos muy cerca. -Hizo una pausa y tosió tapándose la boca con la manga. Escupió-. Pero ahí abajo hay veinte. Me lo dicen mis huevos.

– ¿Podrás convencer a Dedan?

– Sí, me creerá. En realidad no es tan imbécil como parece.

– Muy bien. -Cavilé un momento. Todo había pasado más deprisa de lo que lleva contarlo. De modo que, pese a que habían sucedido muchas cosas, Dedan y Hespe todavía tardarían cinco o seis minutos en llegar-. Ve y diles que den media vuelta -le dije a Marten-. Luego reúnete otra vez con Tempi y conmigo.

Marten no parecía convencido.

– ¿Seguro que no quieres venir conmigo? No sabemos cuándo van a cambiar la guardia.

– Tengo a Tempi. Además, solo serán un par de minutos. Quiero ver si puedo contarlos mejor.

Marten se alejó, y Tempi y yo nos arrastramos hasta lo alto de la cresta. Al cabo de un momento, Tempi se acercó más a mí, hasta que su costado izquierdo se apretó contra mi costado derecho.

Entonces me fijé en algo que se me había pasado por alto: había unos postes de madera repartidos por todo el campamento.

– ¿Postes? -pregunté a Tempi clavando un dedo en el suelo para ilustrar a qué me refería.

Asintió con la cabeza para indicar que me había entendido y se encogió de hombros.

Deduje que debían de ser para atar los caballos o para tender la ropa. Aparté aquello de mi mente y me concentré en otros asuntos más urgentes.