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– ¿Qué crees que deberíamos hacer?

Tempi permaneció un rato callado.

– Matar unos cuantos. Marcharnos. Esperar. Otros vienen. Nosotros… -Hizo la pausa característica que significaba que no encontraba la palabra que quería utilizar-. ¿Saltar detrás de los árboles?

– Los atacamos por sorpresa.

Tempi asintió.

– Los atacamos por sorpresa. Esperamos. Matamos al resto. Explicamos al maer.

Asentí. No era la solución rápida que nos habría gustado, pero era la única opción sensata ante un grupo tan numeroso de hombres. Cuando volviera Marten, los tres asestaríamos el primer golpe. Calculé que, teniendo a nuestro favor el factor sorpresa, Marten podría darles a tres o cuatro con su arco antes de que nos viéramos obligados a huir. Seguramente no los mataría a todos, pero cualquier bandido con una herida de flecha significaría una amenaza menor para nosotros en los días posteriores.

– ¿Alguna otra manera?

– Ninguna que sea del Lethani -dijo Tempi tras una larga pausa.

Como ya había visto lo que quería ver, me dejé resbalar unos metros con cuidado y volví a ocultarme tras la cresta. Me estremecí; seguía lloviendo a cántaros. Noté más frío del que hacía un par de minutos atrás, y empecé a temer que Marten me hubiera contagiado su resfriado. Era lo último que me faltaba.

Vi acercarse a Marten y me disponía a explicarle nuestro plan cuando me di cuenta de que tenía cara de pánico.

– ¡No los encuentro! -me susurró, histérico-. He ido hasta el punto donde deberían estar, pero no estaban allí. O han dado la vuelta, que lo dudo, o se han quedado demasiado rezagados y han acabado siguiendo las huellas que no tocaba.

Sentí un frío que no tenía nada que ver con aquella lluvia incesante.

– ¿Puedes seguirles la pista?

– Si pudiera, ya lo habría hecho. Pero en la oscuridad, todas las huellas parecen iguales. ¿Qué vamos a hacer? -Me agarró un brazo; comprendí, por la expresión de su mirada, que estaba al borde del pánico-. Creerán que nosotros ya hemos explorado por donde ellos van y no tendrán ningún cuidado. ¿Qué podemos hacer?

Me metí la mano en el bolsillo donde tenía el simulacro de Dedan.

– Yo los encontraré.

Pero antes de que pudiera hacer nada, se oyó un alarido proveniente del extremo oriental del campamento. Lo siguieron, un segundo más tarde, un grito de furia y una sarta de maldiciones.

– ¿Es Dedan? -pregunté.

Marten asintió con la cabeza. Oímos movimientos bruscos al otro lado de la cresta. Nos volvimos los tres tan aprisa como creímos prudente y nos asomamos por el borde.

De las tiendas bajas empezaron a salir hombres como avispones de un nido. Al menos había una docena, y vi a cuatro armados con arcos tensados. De pronto aparecieron unos tablones que los hombres apoyaron contra los postes construyendo unos rudimentarios muros de casi un metro y medio de alto. Al cabo de unos segundos, el vulnerable y abierto campamento se había transformado en una verdadera fortaleza. Conté al menos dieciséis hombres, pero partes enteras del campamento ya no estaban a la vista. Además había menos luz, ya que aquellos muros improvisados tapaban las hogueras y proyectaban sombras oscuras.

Marten no paraba de maldecir por lo bajo, lo cual era comprensible, pues ahora su arco ya no iba a serle tan útil. Aun así, lo armó en un abrir y cerrar de ojos, y habría disparado con la misma rapidez si yo no le hubiera puesto una mano en el brazo.

– Espera.

Marten frunció el entrecejo; luego asintió con la cabeza, consciente de que los bandidos dispararían media docena de flechas por cada una de las suyas. De pronto Tempi también había dejado de sernos útil. Lo acribillarían mucho antes de que se acercara al campamento.

La única circunstancia favorable era que los bandidos no dirigían su atención hacia nosotros. Estaban concentrados en el lado oriental del campamento, donde habíamos oído el grito del centinela y las blasfemias de Dedan. Nosotros tres podíamos escapar antes de ser descubiertos, pero eso habría significado abandonar a Dedan y a Hespe.

Aquel era el momento en que un arcanista hábil habría inclinado la balanza a nuestro favor, si no para proporcionarnos una ventaja, al menos para facilitarnos la huida. Pero yo no tenía ni fuego ni relación. Era lo bastante listo para apañármelas sin una de esas dos cosas, pero sin ambas estaba prácticamente perdido.

La lluvia empezó a arreciar. Retumbaban los truenos. Era únicamente cuestión de tiempo que los bandidos descubrieran que solo había dos intrusos y se precipitaran hacia la cresta para liquidar a nuestros compañeros. Si nosotros tres atraíamos su atención, correríamos la misma suerte.

Hubo un concierto de suaves zumbidos, y una lluvia de flechas pasó por encima del lado oriental de la cresta. Marten dejó de maldecir y contuvo la respiración. Me miró.

– ¿Qué podemos hacer? -apremió.

Se oyó un grito interrogante proveniente del campamento, y al no contestar nadie, otra lluvia de flechas pasó zumbando por encima del lado oriental de la cresta: ya habían corregido el tiro.

– ¿Qué podemos hacer? -repitió Marten-. ¿Y si están heridos?

«¿Y si están muertos?» Cerré los ojos y resbalé por la pendiente, tratando de ganar tiempo para pensar. Mi pie chocó contra algo sólido y blando: el centinela muerto. Entonces se me ocurrió una idea macabra. Inspiré hondo y me sumergí en el Corazón de Piedra. Muy hondo. Más hondo de lo que jamás había estado. Me abandonó todo temor, toda duda.

Cogí el cadáver por una muñeca y empecé a arrastrarlo hacia arriba, hacia el borde de la cresta. Era un hombre corpulento y pesado, pero apenas lo noté.

– Marten, ¿me dejas utilizar a tu muerto? -pregunté, distraído. Pronuncié esas palabras con una agradable voz de barítono, la voz más calmada que jamás había oído.

Sin esperar una respuesta, me asomé por encima del borde de la cresta. Vi a uno de los hombres que estaban detrás del muro tensando el arco para volver a disparar. Saqué mi largo y delgado puñal de buen acero de Ramston y fijé la imagen del arquero en mi mente. Apreté los dientes y le clavé el puñal en un riñón al centinela muerto. El puñal penetró lentamente, como si estuviera clavándolo en un bloque de arcilla y no en la carne.

Se oyó un grito por encima del retumbo de los truenos. El hombre cayó al suelo, y el arco se le escapó de las manos y saltó por los aires. Otro mercenario se irguió para mirar a su compañero. Volví a concentrarme y le clavé el puñal al centinela en el otro riñón, esa vez utilizando ambas manos. Se oyó otro grito, más estridente que el primero. «Es más un lamento que un grito», pensé en un extraño y lejano rincón de mi mente.

– No dispares todavía -advertí con serenidad a Marten, sin apartar la vista del campamento-. Aún no saben dónde estamos. -Extraje el puñal, volví a concentrarme y, con frialdad, se lo clavé en un ojo al centinela. Un hombre se irguió detrás del muro de madera, tapándose la cara con ambas manos y chorreando sangre. Dos de sus compañeros se levantaron y trataron de agacharlo detrás del parapeto de madera. Volví a extraer y clavar el puñal, y uno de ellos se derrumbó al mismo tiempo que levantaba las manos para taparse la cara ensangrentada.

– Santo Dios -dijo Marten con voz entrecortada-. Santo Dios.

Posé el puñal sobre el cuello del centinela y paseé la mirada por el campamento. La eficacia militar de los bandidos se estaba desmoronando a medida que se extendía el pánico. Uno de los heridos seguía dando unos chillidos angustiosos y penetrantes que se oían pese al estruendo de la tormenta.

Vi a uno de los arqueros escudriñando el borde de la cresta con gesto amenazador. Le clavé el puñal en la garganta al centinela, pero no pasó nada. Entonces el arquero, desconcertado, levantó una mano y se tocó el cuello. Al retirarla vio que la tenía manchada de sangre. Abrió mucho los ojos y empezó a gritar. Soltó el arco y corrió hacia el otro lado del muro; luego dio media vuelta tratando de escapar, pero sin saber hacia dónde tenía que correr.