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Entonces se serenó y empezó a escudriñar desesperadamente el borde de la cresta que bordeaba el campamento. No parecía que fuera a caer. Frunciendo el entrecejo, volví a poner el puñal en el cuello del centinela y lo hinqué con fuerza. Me temblaban los brazos, pero el puñal empezó a moverse otra vez, despacio, como si tratara de cortar un bloque de hielo. El arquero se llevó ambas manos al cuello, de donde manaba la sangre. Se tambaleó, tropezó y cayó sobre una de las hogueras. Se retorció violentamente, esparciendo brasas ardientes por todas partes, aumentando la confusión.

Estaba tratando de decidir dónde golpearía a continuación cuando un rayo iluminó el cielo y me mostró una imagen clara y tétrica del cadáver. La lluvia se había mezclado con la sangre y lo cubría todo. También mis manos estaban tintadas de sangre.

Como no quería mutilarle las manos, le di la vuelta, lo puse boca abajo y, con gran esfuerzo, le quité las botas. Entonces volví a concentrarme y le corté los tendones por encima de los tobillos y detrás de las rodillas. Así dejé lisiados a dos hombres más. Pero cada vez me costaba más hundir el puñal, y me dolían los brazos del esfuerzo. El cadáver era una relación excelente, pero la única energía que yo podía utilizar era la fuerza de mi cuerpo. En esas condiciones, parecía que estuviera cortando leña en lugar de carne.

Apenas habían pasado un par de minutos desde que saltara la alarma en el campamento. Escupí agua y dejé descansar un momento a mis temblorosos brazos y a mi agotada mente. Contemplé el campamento que se extendía allá abajo y observé que aumentaban la confusión y el pánico.

Un hombre salió de la tienda grande que estaba plantada junto al roble. No iba vestido como los demás, sino que llevaba una reluciente cota de malla de cuerpo entero que le llegaba casi hasta las rodillas, y un casco que le cubría la cabeza. Avanzó sin temor hacia el caos con un andar elegante, evaluando la situación de una sola ojeada. Dio órdenes que el ruido de la lluvia y los truenos me impidieron oír. Sus hombres se calmaron, volvieron a ocupar sus posiciones y cogieron los arcos y las espadas.

Al verlo recorrer el acuartelamiento a grandes zancadas, me acordé de… algo. Estaba de pie a la vista de todos, y ni se preocupó en agacharse detrás del muro protector. Hizo señas a sus hombres, y sus movimientos tenían algo que me resultó terriblemente familiar…

– Kvothe -me susurró Marten. Levanté la cabeza y vi al rastreador con el arco tensado-. Tengo a su jefe en la mira.

– ¡Dispara!

El arco de Marten zumbó, y la flecha se le clavó al cabecilla de los bandidos en el muslo, perforándole la cota de malla, la pierna y la pieza de la armadura que le protegía la parte trasera del muslo. Con el rabillo del ojo reparé en que Marten volvía a armar el arco con un movimiento fluido; pero antes de que disparara, vi que el cabecilla se inclinaba. No se dobló por la cintura, como aquejado de un fuerte dolor. Solo dobló el cuello para mirar la flecha que se le había clavado en la pierna.

Tras un breve examen, agarró la flecha con una mano y la partió separando las plumas. A continuación llevó el brazo hacia atrás y se la arrancó de la pierna. Me quedé paralizado cuando miró hacia donde estábamos nosotros y señaló nuestra posición con la mano con que sujetaba la flecha rota. Dio una breve orden a sus hombres, tiró la flecha al fuego y se dirigió caminando con elegancia al otro lado del campamento.

– Tehlu todopoderoso, abrázame con tus alas -dijo Marten soltando la cuerda del arco-. Protégeme de los demonios y de las criaturas que caminan en la noche.

Si no reaccioné de forma parecida fue únicamente porque me hallaba profundamente sumergido en el Corazón de Piedra. Me volví hacia el campamento a tiempo de ver un pequeño bosque de arcos que se tensaban apuntando en nuestra dirección. Agaché la cabeza y le di una patada al atónito rastreador, derribándolo en el preciso instante en que las flechas pasaban zumbando. Marten cayó al suelo, y las flechas que llevaba en el carcaj se esparcieron por el terraplén embarrado.

– ¡Tempi! -grité.

– Aquí -respondió él a mi izquierda-. Aesh. No flecha.

Volvieron a zumbar las flechas por encima de nuestras cabezas, y unas cuantas se clavaron en los árboles. Pronto corregirían el tiro y empezarían a disparar las flechas describiendo un arco para que cayeran sobre nosotros desde arriba. Con la misma serenidad con que una burbuja asciende a la superficie de un estanque, una idea ascendió a la superficie de mi conciencia.

– Tempi, tráeme el arco del centinela.

– La.

Oí que Marten murmuraba algo en voz baja con apremio, pero no lo entendí. Al principio pensé que le habían dado, pero entonces me di cuenta de que estaba rezando.

– Tehlu, ampárame del hierro y de la ira -murmuraba-. Tehlu, guárdame de los demonios de la noche.

Tempi me puso el arco en la mano. Inspiré hondo y partí mi mente en dos, tres, cuatro partes. En cada una de esas partes tenía el arco. Me relajé y partí de nuevo mi mente: cinco partes. Volví a intentarlo y fracasé. Estaba cansado, empapado y frío; había llegado a mi límite. Oí el zumbido de la cuerda de los arcos al soltarse, y las flechas cayeron alrededor de nosotros como una intensa lluvia. Noté un tirón en el brazo, cerca del hombro, cuando una de las flechas me rozó antes de clavarse en el suelo. Primero una punzada y luego un escozor.

Aparté el dolor de mi mente y apreté los dientes. Tendría que apañármelas con cinco partes. Deslicé la hoja del puñal por el dorso del brazo, lo justo para extraer un poco de sangre; entonces pronuncié los vínculos adecuados y apreté mi puñal con fuerza contra la cuerda del arco.

La cuerda aguantó un momento que se me hizo eterno y aterrador, y entonces se partió. El arco dio una sacudida, zarandeándome el brazo herido antes de soltarse de mi mano. Oí gritos de dolor y congoja al otro lado de la cresta, y supe que lo había logrado, al menos en parte. Si se habían cortado las cuerdas de cinco arcos, solo quedaban uno o dos arqueros.

Pero en cuanto el arco se me escapó de la mano, noté que el frío se apoderaba de mí. No solo de mis brazos, sino de todo mi cuerpo: estómago, pecho y garganta. Sabiendo que no bastaría la fuerza de mi brazo para cortar las cuerdas de cinco arcos a la vez, había utilizado el único fuego que siempre tiene a mano un arcanista: el calor de mi sangre. La tiritona del simpatista no tardaría en acabar conmigo. Si no encontraba una forma de entrar en calor, sufriría un estado de shock, luego hipotermia, y por último me sobrevendría la muerte.

Salí del Corazón de Piedra y, confuso y tambaleándome, dejé que las partes de mi mente volvieran a juntarse. Helado, empapado y mareado, trepé de nuevo hasta lo alto de la cresta. La lluvia me parecía cellisca cuando me golpeaba en la cara.

Solo vi a un arquero. Por desgracia, todavía sabía lo que hacía, y nada más ver aparecer mi cara por encima del borde de la cresta, tensó el arco y disparó con un movimiento fluido.

Me salvó una ráfaga de viento. La flecha hizo saltar furiosas chispas amarillentas al chocar contra unas rocas que había a solo dos palmos de mi cabeza. La lluvia me golpeaba en la cara y los rayos dibujaban telarañas en el cielo. Me resguardé de nuevo resbalando hacia abajo y le clavé el puñal al cadáver del centinela una y otra vez, con rabia delirante.

Al final golpeé una hebilla y la hoja del cuchillo se partió. Jadeando, tiré el puñal roto. Recobré el sentido al oír el murmullo de las desesperadas plegarias de Marten en mis oídos. Tenía los brazos y las piernas fríos como el plomo, entumecidos y torpes. Pero lo peor era que notaba el aletargamiento de la hipotermia apoderándose de mí. Me di cuenta de que no temblaba, y supe que eso era mala señal. Estaba calado y no tenía cerca ninguna llama.