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Volvió a fulgurar un rayo. Tuve una idea. Solté una risotada macabra.

Me asomé por encima del borde de la cresta y me tranquilicé al ver que no quedaban arqueros. Sin embargo, el cabecilla seguía gritando órdenes y no dudé que encontrarían más arcos o sustituirían las cuerdas. Peor aún, quizá abandonaran sencillamente su refugio y se abalanzaran sobre nosotros. Debía de haber unos doce hombres todavía en pie.

Marten seguía rezando.

– Tehlu a quien el fuego no podía matar, vela por mí en las llamas.

Le di una patada.

– Maldita sea, levántate o nos matarán a todos.

Marten interrumpió sus oraciones y alzó la cabeza. Le grité algo ininteligible y me agaché para levantarlo del suelo agarrándolo por el cuello de la camisa. Lo zarandeé enérgicamente y lo golpeé con su arco, que tenía en mi otra mano, aunque no sabía cómo había llegado hasta allí.

Destelló otro rayo, y entonces vi lo que había visto Marten: la sangre del centinela me cubría las manos y los brazos. La lluvia la hacía resbalar y correr por mi piel, pero no la había limpiado. En la breve y brillante ráfaga de luz, la sangre parecía negra.

Marten, aturdido, cogió su arco.

– ¡Dispara al árbol! -grité por encima del estruendo de los truenos. Marten me miró como si me hubiera vuelto loco-. ¡Dispárale!

Algo en la expresión de mi rostro debió de convencerlo, pero sus flechas estaban esparcidas por el terraplén embarrado, y reanudó su letanía mientras las buscaba a tientas.

– Tehlu que ataste a Encanis a la rueda, vela por mí en la oscuridad.

Al final, tras mucho buscar, encontró una flecha y, con manos temblorosas, la puso en el arco sin dejar de rezar. Me volví hacia el campamento. El cabecilla había controlado la situación. Le vi gritar órdenes, pero yo solo oía la temblorosa voz de Marten:

Tehlu, el de los ojos certeros,

vela por mí.

De pronto el cabecilla se quedó quieto y ladeó la cabeza. Permaneció inmóvil como una estatua, como si escuchara algo. Marten siguió rezando:

Tehlu, hijo de ti mismo,

vela por mí.

El cabecilla miró rápidamente a derecha e izquierda, como si hubiera oído algo que lo hubiese molestado. Volvió a ladear la cabeza.

– ¡Te oye! -le grité enloquecido a Marten-. ¡Dispara! ¡Los está preparando para hacer algo!

Marten apuntó al árbol que se erguía en el centro del campamento. El viento lo azotaba, y él seguía rezando:

Tehlu que era Mend que eras tú.

Vela por mí en nombre de Mend,

en nombre de Perial,

en nombre de Ordal,

en nombre de Andan,

vela por mí.

El cabecilla giró la cabeza, como si escudriñara el cielo. Sus movimientos tenían algo que me resultaba terriblemente familiar, pero a medida que la tiritona del simpatista me atenazaba, mis pensamientos iban volviéndose más y más vagos. El jefe de los bandidos se dio la vuelta y se metió en su tienda.

– ¡Dispara al árbol! -grité con todas mis fuerzas.

Marten soltó la cuerda, y vi cómo la flecha se clavaba firmemente en el tronco del inmenso roble que se alzaba en medio del campamento de los bandidos. Escarbé en el barro buscando otra de las flechas de Marten y empecé a reír de pensar en lo que estaba a punto de intentar. Quizá no sirviera de nada. Quizá me matara. Tan solo el desliz… Pero no me importaba. De todas formas, ya estaba muerto a menos que encontrara una forma de calentarme y secarme. No tardaría en sufrir un estado de shock. Quizá ya estuviera sufriéndolo.

Cerré la mano alrededor de una flecha. Partí mi mente en seis partes y grité mis vínculos al mismo tiempo que clavaba la flecha en el suelo empapado.

– ¡Lo mismo arriba que abajo! -bramé; era una broma que solo habría podido entender alguien de la Universidad.

Pasó un segundo. El viento amainó.

Una blancura. Un resplandor. Un ruido. Me caía.

Y luego, nada.

Capítulo 92

Táborlin el Grande

Desperté. Estaba caliente y seco. Era de noche.

Oí una voz familiar que preguntaba algo.

La voz de Marten respondió:

– Fue él. Lo hizo todo él.

Pregunta.

– No lo diré nunca, Den. Te juro por Dios que no lo diré. No quiero ni pensar en ello. Si quieres, que te lo cuente él.

Pregunta.

– Lo sabrías si lo hubieras visto. Entonces no querrías saber nada más. No lo provoques. Yo lo he visto furioso. No diré nada más. No lo provoques.

Pregunta.

– Déjalo ya, Den. Los iba matando uno a uno. De pronto enloqueció un poco. Y… No. Solo diré una cosa. Creo que invocó al rayo. Como Dios.

«Como Táborlin el Grande», pensé. Y sonreí. Y seguí durmiendo.

Capítulo 93

Mercenarios a todos

Después de dormir catorce horas estaba como una rosa. Eso sorprendió a mis compañeros, pues me habían encontrado inconsciente, frío como un cadáver y cubierto de sangre. Me habían desnudado, me habían frotado un poco las extremidades, me habían envuelto en mantas y me habían metido en la única tienda de los bandidos que todavía quedaba en pie. Las otras cinco se habían quemado, habían quedado enterradas o habían desaparecido cuando la gran columna blanca de un rayo destrozó el altísimo roble que se alzaba en medio del campamento de los bandidos.

El día siguiente amaneció nublado pero por fin sin lluvia. Primero atendimos a nuestros heridos. Hespe había recibido un flechazo en la pierna cuando el centinela los había sorprendido. Dedan tenía un corte profundo en un hombro, por lo cual podía considerarse afortunado teniendo en cuenta que se había abalanzado sobre el centinela con las manos vacías. Cuando le pregunté por qué, se limitó a contestar que no le había dado tiempo a desenvainar la espada.

Marten tenía un chichón enorme y rojo en la frente, encima de una ceja, que se había hecho cuando yo lo había derribado de una patada o cuando lo había arrastrado. Le dolía, pero aseguró que había salido peor parado infinidad de veces de peleas de taberna.

Yo me encontré bien en cuanto me recuperé de la tiritona. Advertí que a mis compañeros les sorprendía mi repentino regreso de las puertas de la muerte, y decidí no sacarlos de su asombro. Un poco de misterio no le haría ningún daño a mi reputación.

Me vendé el hombro, donde la flecha que me había rozado me había hecho un corte irregular, y me curé unos cuantos arañazos y magulladuras que no recordaba haberme causado. También tenía el corte largo y poco profundo que me había hecho yo mismo en el brazo, pero ni siquiera tuve que cosérmelo.

Tempi estaba ileso, sereno, insondable.

Después nos ocupamos de los muertos. Mientras yo estaba inconsciente, el resto del grupo había llevado casi todos los cadáveres quemados a un lado del claro. En total eran:

El centinela que había matado Dedan.

Los dos que habían sorprendido a Tempi en el bosque.

Tres que habían sobrevivido al rayo y habían intentado escapar. Marten acabó con uno y Tempi se atribuyó los otros dos.

Diecisiete quemados, despedazados o destrozados por el rayo. De esos, ocho ya estaban muertos o heridos de muerte antes.

Encontramos huellas de un centinela que había presenciado todo el incidente desde el lado nordeste de la cresta. Cuando las descubrimos, ya tenían un día de antigüedad, y ninguno de nosotros sintió el menor deseo de salir a perseguirlo. Dedan comentó que seguramente nos haría mejor servicio vivo si les contaba aquella derrota espectacular a otros que estuvieran pensando en dedicarse al bandidaje. Por una vez, compartí su opinión.

El cadáver del cabecilla no se encontraba entre los que habíamos recogido. La tienda grande en la que se había refugiado había quedado aplastada bajo trozos enormes del tronco del roble. Como de momento teníamos otras cosas de que ocuparnos, no buscamos sus restos inmediatamente.